Por Daniel Gentile
(Abogado y
periodista)
Reviso los diarios de
los días posteriores a un 29 de mayo. Los que tengo frente a mis ojos son de
hace un par de años, pero podrían ser de cualquiera de los últimos. Leo estas
noticias: “Dirigentes de la CGT
local destacaron el marco de recuperación de derechos en el que pudieron
conmemorar un nuevo aniversario del Cordobazo”. “El ministro de Trabajo
provincial dijo que es muy importante que podamos concretar esta conmemoración
teniendo un gobierno popular, como el encabezado por la compañera Cristina”.
Otro gremialista,
también legislador oficialista, expresaba: “Con el espíritu de aquella gente
(la del Cordobazo) tratamos de dar respuesta a los problemas de hoy de los
trabajadores”. También ponderó que, tal como sucede ahora, “aquellos hombres...
planteaban un conjunto de ideas y de sentimientos que empuja a vivir y a
celebrar esta fecha”.
Me parece asombroso
que quienes en este tiempo gobiernan Córdoba digan que hay que celebrar, año
tras año, aquellos dos días aciagos.
Nunca olvidaré el
estupor y el miedo que infundían las columnas de violentos que avanzaban
incontenibles, sembrando a su paso fuego y destrucción. Ni a los
francotiradores que, estratégicamente apostados en los techos, desataron una
infernal ruleta rusa en la que cualquiera podía ser víctima casual. Nada quedó
librado al azar en aquel asalto masivo contra la ciudad planeado de manera
cuidadosa. Poco hubo de espontáneo en el Cordobazo, y mucho de estrategia del
terror por entonces naciente.
Me pregunto si habrá
alguna otra ciudad en el mundo que, año tras año, celebre con algarabía el
aniversario de su destrucción.
Córdoba fue
incendiada, destruida, asolada, humillada, por un grupo de bárbaros que tenían
dirigentes y estrategas.
No fue una
insurrección popular. Había un gobierno de facto que no tenía, ciertamente,
argumentos para autojustificarse. Pero el Cordobazo fue la eclosión de un virus
–el germen de la ideología y la pedagogía del terror– que había anidado en el
cuerpo social de la
Argentina. Ese virus oportunista, encontró, para detonar, una
circunstancia aparentemente justificante –la existencia de un gobierno no
democrático– pero, luego de contaminar a todo el país, siguió flagelándolo
durante el imperio de gobiernos constitucionales.
El germen del terror
se apoderó de dirigentes estudiantiles y gremiales. Entre los estudiantes, fue
una reverberancia decadente y grotesca del Mayo francés. Hubo incluso en las
universidades de Córdoba algo de moda revolucionaria, con todo lo que de
frívolo tienen esas cosas que se hacen porque quedan bien.
El sector gremial,
por su parte, estaba ocupado mayoritariamente por el peronismo y en menor
medida por elementos de una izquierda fundamentalmente trotskista. Perón, desde
su lujoso exilio, le dio alas a la violencia. Algunos años después, cuando
quiso detenerla, no pudo con ella.
El resultado de ese
cóctel explosivo fue lo que se llamó y se llama aún, con una reverencia
inexplicable, el “Cordobazo”.
No fue una expresión
de rebeldía. La rebeldía, en verdad, es una actitud que puede ser noble. Los
auténticos rebeldes fueron los que se negaron a plegarse a la moda de la
violencia que dictaban los árbitros de la elegancia intelectual de entonces. Si
eras joven y estudiante, debías subirte a ese colectivo. Algunos –muchos,
demasiados– quedaron luego atrapados en ese carro.
Si fuera cierto que
la sola existencia de un gobierno de facto hace justo al terror, los que han
canonizado al Cordobazo deberían lamentar que los militares que tomaron el
poder en 1943 no hayan recibido su merecido. Pero para la historia dominante
también hay gobiernos de facto execrables y gobiernos de facto no tan malos. Es
bueno, sobre todo para los historiógrafos oficiales, el gobierno que nació del
golpe de Estado de aquel 4 de junio de 1943, que alumbró al peronismo.
Festejar el Cordobazo
es festejar los incendios, los muertos, las bombas, los saqueos. Es festejar el
terrorismo organizado que vino inmediatamente después. Es festejar el
terrorismo de Estado, que es hijo del terrorismo subversivo. Es festejar las
bombas de estruendo que hoy, diariamente, en cada manifestación, como un
Cordobazo en pequeña escala y como un eco de aquel del ‘69, atormentan y ponen
en peligro la integridad y la vida de los ciudadanos.
Así como no se
concibe la simultánea adoración de Dios y del diablo, no se puede, al mismo
tiempo, rendir culto a la violencia y pretender erradicarla.
Mientras los que
mandan no superen esa contradicción, no tendrán solución los diarios desbordes
de las manifestaciones sociales, que tanto nos preocupan.
Me contaron hace poco
que en la Ciudad
Universitaria hay una calle que se llama El Cordobazo. Me
resisto a creerlo. No me parece sensato darle a una calle el nombre de una
tragedia. No entiendo que una ciudad como Córdoba, con elevada autoestima, una
ciudad que dice quererse y se quiere, una Córdoba que ejerce una suerte de
cordobesismo militante, festeje año tras año, con el auspicio de sus
gobernantes, el aniversario de su destrucción.
Me asombra, como me
asombraría que una familia que sufrió un sangriento asalto, le incendiaron la
vivienda y le mataron a dos hijos, se reuniera todos los años junto a la mesa y
soplara las velitas para recordar el hecho más doloroso de su vida.