jueves, 22 de mayo de 2014

HUMANISMO Y LIBERACIÓN


 (recensión)

por CARLOS DANIEL LASA

• MAYO 21, 2014

La Diputada Nacional de la Nación Argentina, Dra. Elisa Carrió, ha publicado su último libro titulado Humanismo y Libertad. Este escrito corresponde al tomo I de otros tomos que se sucederán.

La temática humanismo y libertad es considerada desde una visión histórico-sistemática ya que va presentando cómo los dos términos del binomio referido han sido desarrollados en el mundo bíblico, centrándose en las figuras de Abraham (capítulo I), de Moisés (capítulo II) y de Isaías (capítulo III), en el mundo griego (capítulo IV), en el mundo romano (capítulo V) y finalmente en el ingreso a la modernidad con la figura de Dante Alighieri (capítulo VI) y con la consideración de una tríada de tres personajes modernos importantes: Shakespeare, Goethe y Dostoievsky (capítulo VII).

¿Qué nos quiere transmitir la autora de Humanismo y libertad? Consideramos que la propuesta de la Dra. Carrió se sitúa en el polo opuesto al de una modernidad frente a la cual la autora tiene un juicio más bien negativo; precisamente, la modernidad ha operado una separación entre libertad y verdad, entre libertad y ley, entre libertad y Dios. De allí que la elección, por parte de Carrió, de uno de los términos del binomio cual es el de libertad en lugar del de liberación no resulta casual. Este último vocablo da cuenta de aquel proyecto emancipador operado por una razón crítica auto-referente en contraposición a todo aquello que sea dado, o bien por parte de la transmisión histórica (de allí el rechazo a la tradición), o bien por parte de la revelación divina, o bien por parte del orden natural. Carrió observa que este proyecto emancipador, en el fondo, tiene sus serias limitaciones. Para Carrió, contrariamente al proyecto emancipador, «… la libertad como obediencia es el acto de suprema libertad…» (p. 15).

El binomio libertad-obediencia es uno de los elementos fundantes de la sabiduría occidental, el cual es preciso hacer renacer. La modernidad en su vertiente iluminista, según Carrió, desde su afán emancipador, ha presentado a la razón y a la fe como términos absolutamente opuestos. Desde una dialéctica aut-aut, el proyecto iluminista ha afirmado siempre que la plena libertad del hombre reside en hacer de la razón la última piedra de toque de la verdad (Kant). Para Elisa Carrió, una libertad sin obediencia a la verdad, a la fe o, como sucedió en la Grecia clásica, a la ley, conduce al hombre a la nada. Señala Carrió: «Un alma elegida, fuera del espacio de la obediencia, se enfrenta a un no-lugar, no tiende adónde ir» (p. 20).

La fe, entonces, lejos de anular la razón humana, la conduce hacia la plenitud. La fe pone al creyente en posesión de verdades que su razón jamás podría alcanzar, no sólo de hecho sino también de derecho. El acto de fe, de confianza en ese Dios que se le revela al hombre, supone la inteligencia. Gadamer ha señalado que la aceptación de la autoridad también supone un acto de razón el cual consiste en reconocer que la perspectiva de la autoridad es mayor y más rica que su propia perspectiva y que, en consecuencia, lejos de anularse en tanto razón, se ve conducida a una mayor plenitud. Refiere Gadamer: «Pero la autoridad de las personas no tiene su fundamento último en un acto de sumisión y de abdicación de la razón, sino en un acto de reconocimiento y de conocimiento: se reconoce que el otro está por encima de uno en juicio y perspectiva y que en consecuencia su juicio es preferente o tiene primacía respecto del propio»[1].

Ahora bien, a lo dicho es preciso añadir que todo acto de fe, todo acto de confianza supone, por parte de quien lo hace, una lógica de la pasión y no una lógica de la acción. El hombre que es capaz de pasión es susceptible de experiencia. Y para Carrió, «La falla constitutiva de la modernidad en este aspecto (se refiere a la experiencia mística) es negar la experiencia» (p. 31).

Cabría preguntarse si, como advierte Carrió, esta falta de experiencia se advierte en el ámbito de la mística o si se registra en todos los dominios de una cultura dominada por la lógica de la acción. Ciertamente que el hombre actual puede dar cuenta de muchísimas cosas ya que la sofisticación de los medios de comunicación así se lo permite, pero cabe interrogarse acerca de un punto: ¿acaso algo le pasa o algo le sucede?

Para que algo le pase o suceda al hombre se exige una actitud de escucha, de atención por parte de su espíritu: que tenga una actitud de apertura, una postura receptiva. El espíritu capaz de experiencia se convierte en un territorio de paso: algo así como una superficie sensible capaz de grabar aquello que está sucediendo, es decir, su significación para quien lo está percibiendo. Y al captar eso que nos está pasando, eso nos afecta y produce determinadas marcas, deja huellas en nuestro interior. En consecuencia, es dado afirmar que el sujeto de la experiencia se define no tanto por su actividad como por su pasividad, por su receptividad, por su apertura. Pero no es una pasividad inerte sino una pasividad que, frente a lo que nos pasa, requiere atención, receptividad, apertura esencial.

Precisamente, la palabra experiencia procede del término latino experiri (= probar). En estos términos, la experiencia es un encuentro o una relación con algo que se prueba y, por eso, portadora de transformación. ¿Cómo podría alguien ser capaz de escuchar la palabra de otro si no puede dejar de escuchar su propia palabra? La experiencia es inhallable desde una lógica de la pura acción, del puro dominio. Y a partir de esa experiencia, el hombre sale trans-formado por cuanto adquiere un nuevo modo de ser. El hombre de fe, capaz de probar la Palabra de Dios, sufre una profunda metanoia que lo pone en sintonía directa con el Creador.

Frente a una antropología que entiende al hombre como un ser auto-suficiente, concebido al modo divino, como un ser a se, Carrió entiende al hombre como un ser inacabado, en búsqueda de algo que está fuera de él y que, una vez alcanzado, lo colma plenamente. En este ser inacabado que es el hombre reside una nostalgia de lo absoluto. Si bien en castellano la palabra nostalgia hace referencia a añoranza, la etimología de este vocablo nos señala mucho más. En efecto, nostalgia (del griego nóstos= regreso y –ályos= dolor) refiere las ideas de regreso y de dolor. Podríamos afirmar entonces que, inscripto en el mismísimo ser el hombre, en tanto inacabado, reside una exigencia de regreso hacia la plenitud, la cual coexiste con un dolor provocado por la falta de aquella.

El hombre, mediante el buen uso de libre albedrío, y con la ayuda de Dios, puede regresar e ir, paulatinamente, abandonando la nostalgia. De allí que Carrió haga suya aquella sabia distinción agustiniana entre libertas minor y libertas maior. La libertas maior es aquella libertad que en cada opción temporal tiene explícitamente presente el Bien infinito. El hombre, en la libertas maior, elige la eternidad Presente en su presente, la eternidad en el tiempo.

Humanismo y Libertad
Humanismo y Libertad
Cuando el hombre ordena su libre albedrío hacia su verdadero fin comienza a desdibujarse el dolor provocado por la nostalgia de lo absoluto. Refiriéndose a su propia conversión, confiesa Carrió: «… cuando yo misma me convertí, nunca más tuve esa angustia en el alma que me acompañó durante años y que no pudo ser extirpada ni siquiera con años de terapia psicoanalítica…» (p. 79).

Ahora bien, el humanismo, el otro término del binomio que constituye el título del escrito que estamos recensionando, es el fruto de las potencias reveladoras de aquello que es propiamente humano. En efecto, es la razón humana la que manifiesta al hombre su grandeza y su posibilidad de realización mediante el libre albedrío; y se llega a esta libertad plena cuando la elección humana se orienta en dirección hacia aquel Ser al que nada le falta. Refiere nuestra autora: «Todo aquello que se desarrolla en el Critón (se está refiriendo, obviamente, al diálogo platónico) es una concepción de la libertad: hay un Sócrates que cree que la razón lo conduce al obrar justo, esto es humanismo puro. Sócrates es lo que dice, sin subterfugios ni máscaras, es la encarnación de la coherencia entre el decir y el hacer» (p. 89).

En Sócrates y en el pensamiento griego residen los fundamentos mismos del humanismo. Sócrates nos ha legado el arte del definir. Toda definición de contenidos singulares (universidad, casa, mesa, economía, etc.) supone la capacidad inherente al espíritu humano de definir y, en consecuencia, de capturar lo universal.

Todo discurso humano descansa, precisamente, sobre lo universal. Sin esta capacidad de la mente humana de producir lo universal no sería posible asumir entidad alguna (derecho, hombre, educación, etc.), y por lo tanto, ningún discurso tendría cabida. Sin esta capacidad de la mente humana de asumir mentalmente una entidad, no aparecería problema alguno (que es como decir, no surgirían preguntas o cuestiones). Y si no surgen las preguntas, tampoco sobrevienen las respuestas. Y como las preguntas y las respuestas son la urdimbre del pensar, tampoco este último se actualiza. Recordemos cuando Platón en el Teeteto, siguiendo a su maestro Sócrates, definió al pensar como el diálogo del alma consigo misma que consiste en preguntar y en responder.

Sócrates ha mostrado a Occidente la naturaleza del pensar y, con ello, ha puesto al hombre en condición de un verdadero progreso, el cual sólo es progreso en la verdad: verdad de sí mismo, de las cosas y de su sentido último. Y la verdad no es otra cosa que la formulación que responde al interrogante de modo correcto. Sin este acto de pensar no habría conocimiento de sí mismo y, en consecuencia, la educación, como cultivo del mismo educando, no podría llevarse a cabo. De allí que la razón socrática no sea la razón instrumental, la cual sólo se propone dominar y que, por esta razón, se sitúa al margen de todo diálogo. La razón socrática «no es una razón de medios a fines, es una razón sustantiva, tal y como lo prueba el diálogo transcripto entre Antígona e Ismene: argumentación y contra-argumentación en busca de la verdad del tema que se plantea; ni opinión, ni efusión, ni descalificación, sino argumentos» (p. 107).

Esta razón sustantiva de la que habla Carrió, está casi muerta en nuestra cultura en la cual las razones han dado paso a las decisiones. Las universidades, lamentablemente, no escapan a esta lógica decisionista cuyo «fin es ganar a toda costa» (p. 108). La razón humanista dialoga, ofrece razones: nunca negocia porque su fin no es llegar a un acuerdo fundado en la voluntad de los que comercian y deciden qué y cómo tiene que ser algo, sino que dialoga por cuanto su fin es la verdad. Y como la verdad es la única realidad que edifica al hombre llevándolo hacia la plenitud, sin el cultivo de la razón sustantiva de la que Carrió habla no pueden existir ni existirán jamás ni grandes naciones ni grandes hombres.

Carrió alerta sobre la existencia de lo que ella denomina «fascismo» en las sociedades contemporáneas y aún democráticas. Entendemos que con esta calificación quiere aludir a la existencia de un dominio despótico que cercena todo acto libre. Y este fascismo es propio de una lógica que se pone al margen de toda argumentación y, por eso, de todo diálogo. En su lugar, se yergue el «imperio contemporáneo de la consigna» (p. 122). Entre la pregunta formulada y la respuesta no media el tiempo necesario para las operaciones propias de la mente cuales son, fundamentalmente, la conceptualización, el análisis y la síntesis (y luego de estos actos, la necesaria vuelta sobre los mismos –reflexio– para evaluar si fueron correctamente realizados). Por el contrario, la velocidad reemplaza esta necesaria mediación para dar una respuesta fundada y, de este modo, se pasa de un modo inmediato de la pregunta a la respuesta, que es una mera opinión, en el mejor de los casos.

Dado que esto es lo propio de la lógica periodística, podríamos afirmar que la misma ha conquistado a la actual cultura la cual pretende edificarse sobre opiniones o eslóganes, pero no en verdades. Afirma Carrió: «Este esfuerzo de argumentación (que requiere de un aliento y de un tempo reflexivo, especulativo e introspectivo) es absolutamente incompatible con la velocidad, puesto que la velocidad se ajusta al eslogan y no a la argumentación, se corresponde con la opinión y no con la reflexión. En esta posmodernidad de redes sociales y un número limitado de caracteres no se responde pensando, se responde con consignas, es una velocidad que impide pensar argumentadamente. Eso se llama fascismo. Es por ello que las sociedades contemporáneas, aun las democráticas, son fascistas, y como son fascistas también son iracundas, están cautivas de la ira y cada vez más alejadas de la sabiduría senequiana» (pp. 122-123).

Esta visión humanista se ve plasmada, en la época romana, en la concepción que Cicerón tiene de la República. La República es una organización política propia de los hombres libres. Pero para que la misma cristalice es necesario que exista una realidad que impere tanto sobre las mayorías como sobre las minorías: la ley. Ningún poder se encuentra situado por encima de la ley. Señala Carrió: «Por ello se puede afirmar sin género de duda que quien desprecia la República es porque desprecia las limitaciones al poder. Al cabo, la República como sistema de gobierno, con todos sus defectos y las correcciones que sean pasibles de hacerle, supone la mejor arquitectura que ha dado la humanidad para preservar el humanismo» (pp. 114-115). Los gobiernos de las mayorías, en consecuencia, pueden llegar a ser totalitarios cuando sitúan la voluntad de la mayoría por encima de la ley.

Esta cultura humanista la encontramos nuevamente presente en los albores de la modernidad en la figura de Dante Alighieri. El gran florentino nos propone, en su obra maestra La Divina Comedia, la vida humana entendida como un proceso de interiorización. Dante «Lee, retoma e interpreta toda la Historia…» (pp. 136-137). A esta tarea de Dante, la continúan tres autores situados en el corazón de la modernidad cuales son Shakespeare, Goethe y Dostoievsky, que recuperan el humanismo de la antigüedad clásica.

Valoración final

Luego del análisis de este escrito de la Dra. Elisa Carrió, Diputada de la Nación Argentina, nos permitiremos una reflexión final. En primer lugar, debemos dejar constancia del humanismo presente en la figura de Carrió. De ella podemos afirmar lo mismo que de Sócrates: lo que dice es una sola cosa con lo que hace. Su plegaria, seguramente, sería una con la de Sócrates cuando se dirige a los dioses: «Querido Pan, y todos los demás dioses de este lugar: Concededme que llegue a ser hermoso en mi interior y, exteriormente, que todo lo que poseo esté en amistad con lo de dentro»[2].

La palabra de Carrió es una palabra que dice, es una palabra preñada de significado ya que, al igual que el Sócrates del Cratilo, respeta cuidadosamente la naturaleza del vocablo el cual está ordenado a revelar lo que una cosa es. Y por eso se deja entrever su profunda vocación docente por cuanto, al revelar lo que las cosas son mediante el empleo cuidadoso de las palabras, enseña. Su decir no es un decir tejido de eslóganes o consignas, sino que es el producto de una búsqueda intelectiva constituida por la urdimbre pregunta-respuesta y por las operaciones rigurosas del intelecto que median entre ambas y la reflexión posterior.

Esta conciencia fundada en la verdad no puede dejar de entrar en colisión con conciencias que intentan edificarse a espaldas de la misma. Lamentablemente, el mundo de la política está configurado en torno a una voluntad de dominio que hace de la simulación su arma más auténtica.

Consideramos que el testimonio de Carrió consiste en mostrar a todo el pueblo argentino que la vida de un hombre y de una Nación se configuran desde, en y para la verdad. Esta voz que clama en el desierto que es hoy la Argentina va teniendo, paulatinamente, más seguidores. Y ello alienta la esperanza de que nuestra patria deje de ser idolátrica (p. 53) para, a través de una profunda metanoia, sea capaz de trabar amistad con lo verdadero y con lo bueno.

Carrió, al igual que Sócrates, va de acá para allá con el fin de convencer tanto a jóvenes como a viejos de que no deben preocuparse tanto de cuidar sus cuerpos y su fortuna como de procurar que sus almas sean lo mejor posible, ya que de la fortuna no nace la virtud, en cambio sí de la virtud procede la fortuna tanto en el orden privado como en el público[3].

*

Notas

[1] Hans-Georg Gadamer. Verdad y método. Fundamentos de una hermenéutica filosófica. Salamanca, Ediciones Sígueme, 1977, p. 347.

[2] Platón. Fedro, 279b.


[3] Cfr. Platón. Apología de Sócrates, 29e.