La Nación, editorial,
07 DE MAYO DE 2017
Históricamente, el dinero y la política se relacionan
en forma intensa y muchas veces clandestina. No se concibe la actividad política
sin dinero. Se asume que, como el dinero en la política es poco transparente,
una política transparente es inviable. Son certezas compartidas por muchos.
Tanto, que pocos se atreven a indagar al respecto.
Sin embargo, hacer oídos sordos y pretender desentenderse
de estas cuestiones encierra incalculables costos para los ciudadanos, pues
está visto que los vínculos con la corrupción se aceitan en esa despreocupación
ciudadana. Hablamos de los compromisos que asumen los partidos políticos o sus
candidatos, no con los ciudadanos que son sus votantes, sino con quienes
financian sus campañas y actividades.
No estamos planteando que la salida sea perseguir a
aquellos que quieran apoyar las ideas de determinados partidos. Por el
contrario, urge tomar conciencia sobre el valor de proteger e incentivar estos
apoyos en un marco legal transparente, propio de un sistema republicano
democrático.
En la Argentina, los ciudadanos no sabemos quién
financia efectivamente a los partidos. Sólo se registran algunos donantes para
las campañas, en un esfuerzo de simulación por cumplir con la normativa. El
grueso del dinero que ingresa a las arcas de un partido tiene otro origen.
Podemos seguir comprando estos espejitos de colores, con los riesgos que
hacerlo conlleva, o comenzar a trabajar para transparentar la estrecha relación
entre la política y el dinero.
Con la participación de organizaciones de la sociedad
civil como Poder Ciudadano y Cippec, que se opusieron a introducir cambios con
las elecciones de octubre tan encima, el Gobierno acaba de lanzar un proyecto
para reformar la ley que rige el financiamiento de las campañas políticas
apostando a su bancarización total en aras de la transparencia. Las empresas
son, en rigor, los principales aportantes, algo que la iniciativa oficial
claramente limita al 2% del gasto total de campaña de un partido o candidato.
El proyecto reduce ficticiamente las campañas a escasos 35 días previos a un
sufragio, pero las consecuencias de los compromisos asumidos se extienden mucho
más allá. Las donaciones tienen que estar bancarizadas y evitar que se disipe
cuál fue su origen primigenio en el pase de una mano a otra. Todos los donantes
tienen que quedar debidamente registrados porque los aportes anónimos están
prohibidos. Aun así, pocos quedan debidamente identificados y los partidos
hacen enormes esfuerzos para declarar donantes que, en muchos casos, no donaron
nada y que sólo pretenden servir de pantalla para esconder otros orígenes que
incluyen fondos provenientes de ilícitos como la corrupción o el narcotráfico a
cambio de favores.
Tal como está la ley actualmente, se puede afirmar que
es un colador, deliberada y minuciosamente agujereado para filtrar dinero en
distintas arcas de la política nacional.
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Se deberá repensar si las empresas, excluidas del
financiamiento de las campañas electorales, no deberían volver a ser incluidas.
Apuntar a identificar a quien suma una contribución sería más provechoso que
albergar la infantil ilusión de que no se aporta debido a la vigencia de la
prohibición.
La bancarización de las donaciones de ciudadanos -y de
empresas, en caso de permitirse debe ser directa. Quien quiere aportar, deberá
efectuar un depósito bancario o transferencia desde su cuenta o tarjeta, sin
intermediarios y dejando la operación debidamente registrada. Un aspecto que
requiere de una imperiosa reforma es el de la utilización de los recursos
públicos con fines electoralistas. Esto se vincula fuertemente con la equidad
en la competencia electoral, para que todos puedan acceder a la misma calidad
de recursos.
Quienes ya ocupan cargos ejecutivos tienen a su
alcance una serie de opciones que les son exclusivas. Vimos ese abuso, por
ejemplo, en la utilización de la publicidad oficial durante las gestiones
anteriores en la Nación, Capital Federal y varias provincias. Cuando estos
recursos publicidad, uso de espacios oficiales, cadenas nacionales, automóviles
oficiales, aviones, pasajes, entre otros- se utilizan en una campaña política,
se está generando un desequilibrio fuerte dentro de la competencia electoral.
Esto vuelve prácticamente imposible que una campaña no termine definiéndose
entre quienes ocupan posiciones de poder en una administración.
A todos estos desafíos a nivel nacional se suma la
necesidad de regular el financiamiento político en las provincias. En todos los
casos en que hay elecciones simultáneas se mezclan las campañas locales con las
provinciales y nacionales. Entonces, a quien se debe controlar es a quien hizo
el gasto en un cartel en el que el candidato a gobernador se abraza con el
candidato a presidente. Las leyes provinciales deben acompañar a una buena ley
nacional que no deje agujeros intencionales, que sirva para prevenir, controlar
y sancionar situaciones anómalas.
Resolver con transparencia el financiamiento de la
política es uno de los desafíos más difíciles y grandes de cualquier
democracia. Encontrar los mecanismos preventivos que permitan que la relación
entre la política y el dinero sea clara y auditable contribuirá enormemente a
la lucha contra la corrupción.
El engranaje institucional que ha de comprometerse
para que esto sea así es enorme y una buena ley de financiamiento de la
política es elemental. Es tiempo de que los principales partidos dejen ya de
ser cómplices de los contubernios económicos tantas veces asociados a su
funcionamiento, para comenzar a trabajar en favor de la transparencia que la
ciudadanía reclama. Aun cuando un año electoral no sea tal vez el mejor momento
para sancionar una norma de este calibre, es auspicioso que este tema comience
ya a debatirse.