DEMOCRACIA VERSUS
JURISTOCRACIA
La tendencia al
constitucionalismo
Aleardo Laría
Rajneri
El cohete a la
luna, FEB 19, 2023
Desde principios
del siglo actual se ha venido consolidando en el mundo anglosajón una fuerte
corriente crítica del derecho que denuncia los excesos en que incurren los
jueces que interpretan la Constitución al adoptar decisiones políticas
disfrazadas de argumentación jurídica, recortando de esta manera los poderes de
los Parlamentos. Estos textos no han sido traducidos al castellano, por lo que
han tenido escasa difusión en el mundo latinoamericano a pesar de que abordan
una problemática de rabiosa actualidad. El ensayo que ha alcanzado mayor
difusión es Hacia la juristocracia (Towards Juristocracy, Harvard University
Press, 2004) de Ran Hirschl, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad
de Toronto. El politólogo canadiense ha examinado las reformas constitucionales
que se han registrado en cuatro países —Israel, Canadá, la República de
Sudáfrica y Nueva Zelanda— y que han tenido como resultado la restricción
severa de la soberanía parlamentaria a través de la interpretación
constitucional. Esto ha permitido a los jueces constitucionales revisar
decisiones políticas importantes adoptadas en sede parlamentaria. En estos
cuatro países, salvo Sudáfrica, no se establecieron tribunales
constitucionales, sino que siguieron el modelo de los Estados Unidos, cediendo
la interpretación constitucional a la cúspide del Poder Judicial. En opinión de
Hirschl, este empoderamiento de la judicatura es una estrategia diseñada por
las élites políticas para someter las decisiones políticas sobre temas
sensibles al control de una suerte de tercera Cámara que revisa las medidas
adoptadas por las Cámaras de diputados y senadores bajo la cobertura de hacer
un estudio de constitucionalidad técnico y neutral.
¿Qué está
impulsando este movimiento que santifica los textos constitucionales? Ran
Hirschl argumenta que las élites políticas y económicas aceptan el activismo de
los jueces constitucionales porque “estiman que les conviene respetar los
límites impuestos por la intervención judicial en la esfera política”.
Considera que este entusiasmo por la neo-constitucionalización del derecho se
ve favorecido por la interacción entre tres grupos clave: las élites políticas
que buscan preservar su hegemonía aislando a ciertas políticas del cambio; las
élites económicas que lo ven como una forma de proteger el orden económico
basado en el mercado, y las élites judiciales, para quienes una mayor
constitucionalización aumenta su influencia política. Hirschl concluye que “el
empoderamiento judicial a través de la constitucionalización no se desarrolla
separadamente de las luchas sociales, políticas y económicas concretas que dan
forma a un sistema político, dado que las instituciones políticas y jurídicas
producen efectos distributivos diferenciales: privilegian a unos grupos e
individuos sobre otros”.
En la misma línea
del autor citado, la profesora húngara Béla Pokol, a través de su obra El Estado
juristocrático (The Juristocratic State, Budapest, 2017) denuncia que la
existencia de un derecho constitucional versus un derecho legislativo está
provocando una duplicación del sistema legal. Si bien el régimen democrático
—basado en las elecciones y en la competencia entre partidos políticos—
permanece, está siendo horadado lentamente por un sistema de decisiones de los
jueces constitucionales que apoyándose en unos principios abstractos dan lugar
a una nueva capa de legalidad. En este segundo sistema, no estamos ante
decisiones políticas abiertas, debatidas en los Parlamentos, sino que se
presentan de manera neutral, como simple resultado de la interpretación
constitucional. La Corte Suprema de los Estados Unidos, que ha estado a la
vanguardia de la remodelación de la ley en asuntos como el financiamiento de
campañas, la corrupción política, la manipulación y remodelación de distritos
electorales, es el ejemplo más conocido. En este país, donde ya no resulta
elegido Presidente el candidato que obtiene más votos en las elecciones, la
constitucionalización de la política electoral amenaza con hacer avanzar el
constitucionalismo a expensas de la democracia constitucional. Según Béla
Pokol, que ha estudiado el caso de Hungría, ese nuevo poder de los tribunales
constitucionales ha sido impulsado en los antiguos países comunistas por las
élites de poder estadounidenses que, en base al trabajo de los expertos y las
fundaciones norteamericanas, buscan la integración gradual de las
Constituciones de cada país en una suerte de Constitución global unificada.
Como resultado, desde finales de la década de 1980, una oligarquía
constitucional global muy unida se ha organizado progresivamente enfrentando a
los Parlamentos en los estados formalmente independientes, lo que ha dado lugar
a la aparición de una «juristocracia que desplaza a la democracia».
Contra el
constitucionalismo
Dentro de esta
línea de pensamiento se destaca Martin Loughlin, profesor de Derecho Público de
la London School Economist del Reino Unido, quien acaba de publicar un ensayo
bajo el título Contra el constitucionalismo (Again the Constitucionalism,
Harvard University Press, 2022) en el que argumenta que el constitucionalismo
no debe equipararse a la democracia constitucional. Afirma que el constitucionalismo
es un modo aberrante de gobernar que debe ser superado si se quiere mantener la
fe en una democracia constitucional por lo que en su libro defiende la
democracia constitucional contra el constitucionalismo. Su objetivo es mostrar
que el constitucionalismo no es una simple amalgama de valores liberales, sino
una filosofía de gobierno específica y profundamente conflictiva. Es una suerte
de ideología, al igual que el socialismo, el liberalismo o el anarquismo. En su
opinión el constitucionalismo se ha convertido rápidamente en la filosofía de
gobierno contemporánea más influyente del mundo y en el principal medio a
través del cual una élite aislada, mientras habla de labios afuera sobre los
reclamos de la democracia, puede perpetuar su autoridad para gobernar sin
contar con la voluntad popular. Esta tendencia mundial de empoderamiento
judicial a través de la constitucionalización de los derechos es uno de los
desarrollos gubernamentales más importantes de la era contemporánea. Armados
con poderes recién adquiridos, los tribunales constitucionales están
resolviendo una variedad de cuestiones políticas y de orden público que no hace
mucho tiempo habrían estado estrictamente fuera de los límites de su
jurisdicción. Una jurisdicción constitucional en constante expansión abarca
ahora «asuntos de absoluta y máxima importancia política que a menudo definen y
dividen a entidades políticas enteras».
Según Loughlin, el
texto fundacional del constitucionalismo es el conjunto de artículos
periodísticos de James Madison, Alexander Hamilton y John Jay recopilados en
The Federalist Papers, publicado en 1787. El constitucionalismo es una teoría
sobre la forma institucional considerada más apropiada volcada luego en un
documento escrito que denominamos Constitución. Ese texto, teóricamente está
redactado en nombre del pueblo y diseñado para contener los principios
esenciales sobre los que se funda el gobierno de un Estado. Se reconoce al
“pueblo” como autor de la constitución y la fuente última de la autoridad
gubernamental, pero como se señala en el Federalist 10, para “refinar y ampliar
la opinión pública”, las tareas reales de gobernar deben confiarse a un cuerpo
representativo “cuya sabiduría pueda discernir mejor el verdadero interés de su
país y cuyo patriotismo y amor de justicia será menos probable que la
sacrifique por consideraciones temporales o parciales”. Para el
constitucionalismo, una constitución no solo es una regulación del
funcionamiento de las instituciones, sino que es la representación simbólica de
la unidad nacional. En opinión de Loughlin, “impulsados por una revolución de
derechos que fortalece dramáticamente el poder de los jueces, estos desarrollos
han generado un concepto novedoso de legalidad constitucional que defiende una
constitución invisible de principios abstractos que está adquiriendo
rápidamente una influencia universal”.
En opinión de
Loughlin, “la Constitución no debería ser enaltecida con reverencia santurrona
y considerada como demasiado sagrada para ser tocada”. Si bien puede ser reivindicada
como la expresión autorizada de todos aquellos que la consintieron en su
tiempo, resulta más difícil extraer de un texto centenario la voluntad de las
generaciones posteriores. “Si el Poder Judicial debe estar sujeto a reglas y
precedentes estrictos, entonces el constitucionalismo comienza a parecerse a lo
que Paine llamó ‘la autoridad de los muertos asumida en un manuscrito’. En
forma coincidente, Thomas Jefferson, al adherir al principio de la soberanía
popular, sostenía que el pueblo debe conservar el poder de revisar
periódicamente la constitución y reafirmar su consentimiento. Por lo tanto,
propugnó incorporar en la constitución una cláusula de caducidad por la cual
debía renovarse cada generación lo que, según sus cálculos, significaba renovarla
cada diecinueve años. Sostenía que ‘si la ley fundamental del régimen se basa
efectivamente en la voluntad del pueblo, entonces una generación no debería
poseer el poder de obligar unilateralmente a otra; buscar hacerlo equivaldría a
un acto de fuerza, y no de derecho’”.
La Constitución
invisible
El otro rasgo
destacable del constitucionalismo norteamericano, seguido luego por la
jurisprudencia de la Corte Suprema argentina, es que encomienda al Poder
Judicial una tarea del todo novedosa, no prevista en la propia Constitución: la
de discernir cuál es la “verdadera” voluntad del legislador constituyente. Como
los textos constitucionales tienen declaraciones de intención y principios
abstractos (libertad, justicia, equidad), en ocasiones desactualizados por el
transcurso del tiempo, se genera una Constitución invisible, que solo aparece a
partir de la libre interpretación de los jueces constitucionales, que bajo esta
ficción se otorgan una amplia discrecionalidad en cuestiones de índole política
altamente conflictivas. En la práctica, los jueces constitucionales terminan
decidiendo como si fueran una tercera y última Cámara legislativa. El resultado
es el debilitamiento de la democracia, al establecer una primacía de los jueces
sobre el Congreso. En esta crítica no se cuestiona el ejercicio del poder de
control cuando se trata de revisar el cumplimiento de los requisitos formales
establecidos en la propia Constitución para el dictado de las leyes. Lo que se
critica es el avance de los jueces constitucionales sobre el contenido
intrínseco de las leyes dictadas por el Parlamento, dado que se trata de
decisiones políticas que pretenden ser sustituidas por otras enmascaradas bajo
disquisiciones jurídicas.
En la Argentina,
Carlos Nino, en su obra La constitución de la democracia deliberativa
(Editorial Gedisa, España, 1997) alertó tempranamente sobre el hecho de que el
papel de los jueces en el constitucionalismo puede erigirse en una suerte de
“elitismo epistemológico”. Señaló que “la perspectiva usual de que los jueces
están mejor situados que los Parlamentos y que otros funcionarios elegidos por
el pueblo para resolver cuestiones que tengan que ver con derechos parece ser
la consecuencia de cierto tipo de elitismo epistemológico. Este último
presupone que, para alcanzar conclusiones morales correctas, la destreza
intelectual es más importante que la capacidad para representarse y equilibrar
imparcialmente los intereses de todos los afectados por la decisión”.
Esta invasión de
las competencias legislativas es muy evidente en la jurisprudencia de la Corte
Suprema de la Nación. Por razones de espacio ofrecemos solo algunos ejemplos.
El caso más espectacular, sin duda, ha sido la “declaración de
inconstitucionalidad” de una norma clarísima impuesta en la reforma de 1994,
que establece la obligación de los jueces federales de revalidar su
nombramiento al cumplir 75 años. Carlos Fayt, que había sido nombrado en el año
1983, presentó un amparo para poder continuar en el cargo y en 1999 la Corte
declaró “la nulidad de la reforma introducida por la convención reformadora de
1994 en el art. 99, inc. 4, párrafo tercero y en la disposición transitoria
undécima al art. 110 de la Constitución Nacional”. Otra decisión trabucaire ha
sido la derogación de la ley de impuesto a las ganancias aplicable a los jueces
nacionales mediante el uso de una acordada (Acordada 20 del año 1996). Last but
not least ha sido la declaración de inconstitucionalidad de la ley 26.080
reguladora del Consejo de la Magistratura, disponiendo la vigencia de una ley
anterior derogada por el Congreso, una medida de tal audacia que no registra
antecedentes en el derecho comparado.
Frente a estos
inauditos avances sobre la soberanía parlamentaria, el profesor Martin Loughlin
ofrece una respuesta a la pregunta formulada hace muchos años por Bertolt
Brecht: “Todo poder viene del pueblo, pero ¿adónde va?”. Señala el jurista
canadiense que estamos descubriendo una respuesta desconcertante: “Los jueces
ahora tienen el poder de determinar las condiciones del derecho político y, al
hacerlo, se han arrogado el papel fundamental de supervisar el proceso político
de una nación”.