el Episcopado y su organización
Por Héctor Aguer
La Prensa,
26.10.2023
Leo en el diario:
“La Iglesia dijo…”, y se reproduce parcialmente un comunicado que lleva la
firma del presidente de la Comisión de Pastoral Social de la Conferencia
Episcopal. En realidad, la Iglesia no dijo nada; ni siquiera el cuerpo de los
obispos puede atribuirse aquel texto. Pero la expresión, muy frecuente en las
noticias periodísticas, revela una confusión acerca de la naturaleza de la
Iglesia, que es misteriosamente Cuerpo Místico de Cristo y a la vez una
institución organizada en la cual los obispos no son simples autoridades como
en una organización cualquiera, sino sucesores de los Apóstoles de Jesús.
Están dotados de
una autoridad divina, con una misión específica de servicio del cuerpo
eclesial, el laicado, los hombres y mujeres bautizados, para quienes son
predicadores de la Verdad, consejeros y conductores hacia la vida eterna en los
variados y difíciles contextos seculares en los que se desarrolla la existencia
de ellos.
VIVIR EN EL MUNDO
Esta ubicación, a
la vez temporal y tensada hacia la eternidad, explica el conflicto de vivir en
el mundo. Lo natural y lo sobrenatural, sin confusión, se articulan en la
vocación del pueblo de Dios, aunque muchos bautizados hayan perdido o carezcan
de la conciencia de ser lo que realmente son. Porque el Bautismo implica
objetivamente una vocación. La preparación al Bautismo –el catecumenado- se
vivía en la antigüedad cristiana como cumplimiento de una elección. Ese sentido
de la elección se conserva aún en el caso del Bautismo de un niño, por y para
quien padres y padrinos deciden en su nombre la incorporación a la Iglesia. Por
supuesto, esta realidad misteriosa sólo puede ser percibida en la fe. La
situación del cristiano en el mundo moderno está sujeta a una inevitable
ambigüedad. Entiendo la realidad “mundo moderno” como la carencia de una
cultura cristiana en la que la fe se encarna en la vida, en lo más concreto y
cotidiano de ella.
MISION DEL
EPISCOPADO
En esta
comprensión teológica de la Iglesia puede comprenderse también la misión del
episcopado, incluyendo al primero de los obispos, el Sucesor de Pedro. La
Iglesia instituida por Cristo se define como Una, Santa, Católica y Apostólica;
estas cuatro notas la distinguen de las iglesias nacidas de la Reforma protestante
del siglo XVI, del anglicanismo, contemporáneo de aquellas y de las numerosas
denominaciones evangélicas, en buen número surgidas en los Estados Unidos de
Norteamérica.
Entre ellas se
destaca la iglesia bautista y el metodismo, igualmente de lengua inglesa
predominante. Solo la Katholiké puede llamarse con propiedad Apostólica, ya que
encuentra el origen de su desarrollo en los Apóstoles de Jesús. En este
contexto se sitúa el Episcopado; con toda razón los obispos son llamados
sucesores de los Apóstoles. La condición episcopal se transmite mediante la
ordenación sacramental. En este punto corresponde recordar que son sinónimos
sacamentum y misterium.
El Episcopado es
la realidad perteneciente al misterio de la Iglesia, Corpus Misticum.
Lógicamente está integrado por hombres, según la lógica de la Encarnación. Con
todo respeto por las personas, puede decirse que las denominaciones no
católicas que cuentan con dirigentes llamados obispos, se trata de una
atribución impropia.
En algún caso,
como en el luteranismo, hay mujeres -obispos- lo cual es el colmo de abuso
contra la unánime Tradición. Las Iglesias Ortodoxas son verdaderas iglesias, y
sus obispos son verdaderos obispos, aunque unas y otras carecen de la unidad
con la Katholiké. Aquí es preciso referirse al Centro de la Unidad que es el
Sucesor de Pedro. El caso del anglicanismo es muy singular; tras el cisma
provocado por el Rey Enrique VIII (1491-1547), la Iglesia de Inglaterra sufrió
el contagio del luteranismo. John Henry Newman, convertido en 1845 y creado
Cardenal por León XIII, ha sido recientemente canonizado.
Los obispos,
sucesores de los Apóstoles, son instituidos mediante la sagrada ordenación para
ejercer la misión que el Señor encomendó a los Doce: “Vayan por todo el mundo y
hagan discípulos a todos los pueblos”. Por tanto, al Episcopado corresponde en
primer lugar la predicación de la Verdad: escucharlos es escuchar a Cristo.
Pero el Episcopado está obligado por la Tradición, la transmisión
ininterrumpida de lo que en la Iglesia se ha establecido como Palabra de Dios,
según el carisma de infalibilidad ejercido en los concilios desde la reunión
apostólica de Jerusalén y que se desarrolla en la historia. Las definiciones de
los concilios deben ser creídas por los fieles y sostenidas y difundidas por el
Episcopado.
CONCILIOS
La historia de los
concilios marca las etapas de la Tradición, a la que el carisma de
infalibilidad asegura la plena identidad con la Palabra de Dios expresada en la
Sagrada Escritura. Al Episcopado corresponde además la aplicación de la Verdad
a las cambiantes circunstancias de los tiempos. La Doctrina Social de la
Iglesia, por ejemplo, entendida análogamente a través de los siglos, ha
adquirido un desarrollo especial en el mundo moderno; suele citarse como inicio
de ese desarrollo la Encíclica Rerum novarum (1891) del Papa León XIII, aunque
está precedida por las intervenciones de Gregorio XVI (Encíclica Mirari vos
arbitramur, 1832), y de Pío IX (Encíclica Quanta cura y el Syllabus de errores
modernos, 1864).
Es especialmente
significativo el magisterio del Sumo Pontífice, que se expresa en documentos y
catequesis, de diversa obligatoriedad, aunque siempre debe ser considerado con
respeto y asumido según corresponda y el mismo Magisterio lo establezca. A la
luz de esta Doctrina Social, los obispos –y, sobre todo, hoy día las
Conferencias Episcopales- juzgan acerca de los problemas culturales,
económicos, políticos y sociales que afectan a los países; este juicio no se
impone a los fieles con la obligatoriedad que es propia a cuestiones
doctrinales, que son la propia competencia de la misión episcopal.
He mencionado a
las Conferencias Episcopales que -desde el pontificado de Pío XII- han cobrado
una autoridad excesiva que descoloca la del obispo diocesano. Son organizaciones
eclesiásticas y en cuanto tales no pertenecen desde los orígenes a la Tradición
eclesial. Sin embargo, se han constituido en los modelos de la autoridad de la
Iglesia. En esto reside la problematicidad de semejante organización que en su
desarrollo e imposición universal reemplazan a los sínodos, que eran el modelo
del ejercicio de una autoridad que respondía a la figura corporativa de la
Iglesia.
La Conferencia
Episcopal goza de un poder que, como he dicho y repito, descoloca la autoridad
de cada obispo diocesano. La organización de la Conferencia copia las formas de
ejercicio democrático –mejor dicho, pseudodemocrático- de los parlamentos
seculares.
Es notable el modo
de hablar de los medios periodísticos: “La Iglesia dice…” ¿Es, en realidad, la
Iglesia? Más correctamente habría que escribir: “Dice –o ha dicho- la
Conferencia Episcopal…”. La diferencia no es menor para el grado de aceptación
y eventualmente la obediencia de los fieles. La Conferencia Episcopal no puede
reemplazar la función de un concilio ecuménico, o bien un concilio regional,
para decidir cuestiones doctrinales e imponer sus conclusiones a la obediencia
de los fieles. Siendo, así las cosas, sin embargo, un concilio puede
considerarse a sí mismo y declararse universal cuando los Padres conciliares
cubren una pertenencia internacional.
EL GRAN DESAFIO
En mi opinión, el
gran desafío que incumbe a la Iglesia es redescubrir la cualidad originaria del
obispo diocesano y las estructuras corporativas consagradas por la Tradición.
Habrá que recuperar también las funciones del arzobispo metropolitano. Estos
objetivos implican una nueva educación de los fieles. A este respecto sería
oportuno notar que para la mayoría de ellos la Conferencia Episcopal es un
cuerpo extraño y sus decisiones sólo cobran cuerpo por la actividad de los
medios de comunicación; son precisamente estos quienes ya la tienen incorporada
como si fuera un parlamento secular.
Los problemas
organizativos que afectan actualmente a la Iglesia proceden de un olvido de la
Tradición, lo cual implica asimismo el relativismo doctrinal. No se trata
simplemente de volver al pasado, sino de reconocer una continuidad que se abre
al futuro.