Por Pablo Esteban
Dávila
Diario Alfil,
2014-08-25
Es raro: en el mismo
momento en que Córdoba presenta la mayor tasa de desempleo del país (el 10,2%,
según el INDEC), la provincia no mueve un dedo para agilizar el proceso de
radicación de la multinacional Monsanto en Malvinas Argentinas. Esta parsimonia
no es patrimonio sólo del gobierno de José Manuel De la Sota : ningún referente de la
clase política se ha mostrado demasiado activo para reclamar que esta inversión
finalmente se concrete.
Es fácil advertir que
el escenario provincial dista de ser auspicioso en materia laboral. En el gran
Córdoba hay 80 mil personas sin trabajo, mientras que otras 82 mil se encuentran
subocupadas. Las automotrices y autopartistas hace ya tiempo que suspenden a su
personal por diferentes causas (entre las que se cuentan la caída de la demanda
y las trabas kafkianas a las importaciones de insumos), mientras que crece
semanalmente el número de comercios que baja sus persianas.
En los últimos
tiempos han cerrado dos importantes frigoríficos, con una pérdida neta de
centenares de puestos de trabajo. El contrasentido de ser el país con la mejor
carne del mundo y mostrar una industria frigorífica al borde de la extinción es
tal que el propio gobernador salió a acusar al gobierno de Cristina Fernández
de ser el responsable de esta lamentable paradoja.
Sin embargo, la
gravedad de esta situación no alcanza a conmover, aparentemente, el impasse en
que se encuentra la autorización final para que Monsanto comience a producir
semillas. Mientras el empleo cae, los funcionarios se escudan en pocas
convincentes razones burocráticas para dilatar las autorizaciones de rigor. Lo
último que se sabe es que desde la Secretaría de Ambiente se rechazó el estudio de
impacto ambiental presentado por la firma por aspectos que, a juicio de algunos
expertos, parecen excusas para no tomar la decisión que corresponde, que no es
otra que la aprobación del expediente.
Lo llamativo del caso
es que, por lo bajo, funcionarios y políticos coinciden en que Monsanto debería
comenzar a producir cuanto antes. Ningún experto serio objeta la radicación, ni
señala que su impacto ambiental no sea mitigable. Además, el hecho de sumar 800
nuevos puestos de trabajo (entre directos e indirectos) hace que la inversión
sea vista como un bálsamo dentro de un entorno económico recesivo y con
pronóstico reservado.
Sin embargo, nadie
sale a reclamar por la reactivación del proceso de autorización pendiente. La
coincidencia subterránea sobre las bondades del proyecto se vuelve invisible
tan pronto se demanda que sea expuesta ante la opinión pública. ¿Qué es lo que
paraliza a tanta gente para tomar las decisiones que, a todas luces, aparecen
como pertinentes y necesarias?
La razón es simple de
entender pero imposible de aceptar: la extorsión de grupos pretendidamente
ambientalistas que, sin mayores razones ni argumentos científicos, se oponen a
la radicación. Es cierto que no son muchos ni cuentan con adhesiones relevantes
pero, como toda cruzada que inventa la izquierda más cavernaria, siempre es
ruidosa y amenazante. La sola perspectiva de disturbios, heridos o corridas
obra como un eficaz paralizante de los propósitos más urgentes en el marco de
la actual situación socioeconómica.
Conste que, en este
caso en particular, no se trata de combatir a la extorsión izquierdista con
otra –no menos extorsiva– por la cual se amenaza con más desempleo de no
aceptarse una industria probadamente contaminante. Estas líneas no serían
escritas si, en definitiva, el establecimiento de Monsanto significase un
intercambio de puestos de trabajo por la admisión de un impacto ambiental
cierto e irreparable.
Pero nada de esto
ocurre en este caso. No existe ninguna
evidencia científica que pueda sostener que la planta de esta multinacional
entrañe riesgos ecológicos. De hecho, la empresa tiene funcionando una similar
a la proyectada en la localidad bonaerense de Rojas sin que allí nada haya
sucedido, ni la comunidad se sienta afectada por su funcionamiento. Además, en
la provincia de Córdoba existen otras plantas que llevan adelante similares
procesos productivos, sin que nunca se haya puesto en duda su sustentabilidad.
Quizá la única razón
por la que exista tanta oposición en ciertos grupos ecologistas sea porque, en
definitiva, la compañía se llame Monsanto. No importa que la firma sea líder
mundial en biotecnología y que haya contribuido decisivamente a paliar el
hambre del mundo, sino el hecho (aparentemente diabólico) de tener origen
estadounidense y de contar con patentes que le han permitido ganar mucho
dinero. Estos antecedentes funcionan como mecanismos de perturbación para
nuestros marxistas quienes, con las pruebas a la vista, detestan que existan
nuevos obreros y más puestos de trabajo con los cuales hacer la revolución. Es
ya un clásico advertir que la izquierda argentina se siente más a gusto con el
empleo público que con el privado, como si el primero fuera genuinamente
sustentable y el segundo la antesala al pecado ideológico.
No se tilde de
exagerado tal juicio. Baste advertir lo ocurrido con la imprenta RR Donnelly en
el conurbano bonaerense para advertir la triste realidad de lo que ocurre con
la inversión privada en el país. El cierre de esta imprenta fue motivado, entre
otros factores, porque se le hizo imposible producir con las trabas al comercio
exterior que la Nación
ha establecido para detener la sangría de dólares de la que adolece. Pero, y a
pesar que las evidentes razones de su quebranto, la primera reacción de sus
obreros fue reclamar la estatización, del mismo modo que la Casa Rosada lo hizo
con la ex Ciccone y como si el propio Estado no fuera el responsable de esta
situación. No existen dudas que, si en lugar de Monsanto, fuera alguna clase de
engendro estatal el que el que intentara fabricar alguna semilla “nacional y
popular” en Malvinas Argentinas no habría protestas ni histeria alguna, aunque
tampoco –de más está decirlo– producción de cualquier clase.
Por supuesto que la izquierda ambientalista, el
catastrofismo ecologista o los enojados de siempre tienen todo el derecho del
mundo a protestar. La
Constitución garantiza la libre expresión, por lo que su
punto de vista debe ser respetado. Pero una cosa es escucharlo y otra muy
distinta paralizarse ante sus amenazas de caos y revueltas. Estos grupos tienen
muy en claro que las sociedades modernas no toleran por demasiado tiempo ni los
cortes de ruta ni las gomas ardiendo y que, debido a este umbral tan bajo,
suelen desentenderse de los esfuerzos de sus gobernantes por generar más
inversión y puestos de trabajo. Además, el hombre moderno parece haber
regresado a cierta precariedad conceptual, en donde cualquier cambio amenaza
con calamidades milenaristas que, sometidas al rigor de la ciencia, de ninguna
manera son tales.
De cualquier manera,
los gobiernos deben hacer lo correcto, más allá de las amenazas de estos grupos
minoritarios. Y, en este caso, lo correcto es hacer que Monsanto comience a
trabajar cuanto antes. Buena parte de la estructura económica de la provincia
es agropecuaria, por lo que este proyecto es consistente con su perfil
productivo. Por cierto, tal responsabilidad debería ser compartida por la
oposición. Ningún dirigente de los principales partidos se ha opuesto a la
radicación (de hecho, Malvinas Argentinas tiene un intendente radical), pero
tampoco la han apoyado públicamente pese a que, en privado, destacan sus
bondades. Es evidente que la clase política tiene miedo de meter la pata ante
el temor irracional de la contaminación y otras calamidades, poniéndose por
detrás a la sociedad cuando, en rigor, debería ocurrir lo contrario.
Mientras esto sucede,
se siguen perdiendo puestos de trabajo. Es una verdadera pena observar de cómo,
todos los días, caen baldazos de agua helada –tan de moda en las redes
sociales– sobre el empleo, cuando la provincia tiene a mano una oportunidad muy
concreta de crear cientos de ellos en el ámbito privado a condición que exista
el coraje necesario para enfrentar las críticas de los oscurantistas de
siempre.