JOSÉ JAVIER ESPARZA
El Manifiesto, 3 de febrero de 2016
Isabel de Castilla y Fernando de Aragón. Dos figuras
absolutamente decisivas de la Historia de España. Con ellos concluye la
Reconquista, se unifican los reinos y se descubre América. Por ellos somos lo
que somos.
Podemos empezar nuestra historia en 1469. España aún
no existe como unidad política ni dinástica. Aragón y Castilla son dos reinos
distintos. Cada uno de ellos padece sus propios problemas internos,
especialmente graves en el caso de Castilla. Están, además, los reinos de
Navarra y de Granada, el último reducto musulmán en la península. Añadamos que
Francia, Portugal e Inglaterra no dejan de mover sus hilos en la política
española. La situación es realmente difícil, poco alentadora.
La lucha por el poder
En ese año de 1469, un 19 de octubre, en Valladolid,
dos jóvenes príncipes celebran matrimonio. Ambos representan el futuro de los
reinos de España. Isabel de Castilla tiene 18 años; Fernando de Aragón, 17. Se
están casando en secreto porque el rey de Castilla, Enrique IV, hermano de
Isabel, se opone a ese matrimonio. Fernando e Isabel son primos; pertenecen a
una misma familia, los Trastámara, reinante en Castilla y Aragón. Como son
primos, para casarse necesitan una dispensa papal. El rey de Castilla ha
intentado por todos los medios que el Papa no la otorgue. Los novios van a
casarse con una dispensa papal falsa. Así, al borde de la clandestinidad,
comienza el camino de los Reyes Católicos.
Vamos a fijarnos en los novios. Primero, Fernando,
hijo del rey de Aragón y heredero de la Corona. A sus 17 años es un príncipe de
extraordinaria precocidad: no sólo ha dirigido ejércitos y goza de una inteligencia
política preclara, sino que ya tiene incluso dos hijos bastardos reconocidos.
La idea de casarse con Isabel no ha sido suya, sino de su padre, Juan II, que
sueña con unificar las posesiones de los Trastámara. Fernando, sin embargo, se
sentirá muy atraído por Isabel; es difícil hablar de “amor” en un matrimonio
regio del siglo XV, pero pronto se verá que aquí, aunque había interés, había
también muchas más cosas.
Ahora hablemos de la novia, Isabel de Castilla. Su
situación es mucho más complicada. Isabel es hermana del rey de Castilla,
Enrique IV, llamado “el impotente”. No era la única candidata al trono: estaba
también Juana, llamada “la Beltraneja”, hija del rey (o, al menos, reconocida
como tal por éste) y nombrada heredera. Isabel, con 18 años, es una mujer de
carácter fuerte, decidido. Es muy consciente de su papel político. Además, es
hermosa para la época y con un poderoso atractivo personal, según la describe
el cronista Fernando del Pulgar: “Era de mediana estatura, bien compuesta en su
persona, muy blanca e rubia; los ojos entre verdes e azules. El mirar gracioso
e honesto, las facciones del rostro bien puestas, la cara muy fermosa e alegre.
Era muy cortés en sus fablas”. Para Isabel, la propuesta de matrimonio de
Fernando era una salvación: la sacaba de las intrigas castellanas y le ofrecía
una Corona. Pero, además, le ofrecía expectativas importantes sobre la propia
Corona castellana. Y Fernando no sólo era un buen partido, sino que no carecía
de atractivo.
A partir de este momento, Fernando e Isabel emprenden
una constante lucha por el poder. Son los años de la diplomacia y las intrigas
palaciegas: tienen que ganarse el apoyo de las ciudades, las villas y los
nobles. Lo van a hacer con una inteligencia admirable. Para empezar, prescinden
de los grandes nobles: saben que sus apoyos no están ahí, sino en las ciudades,
así que se apartan de los grandes señores de la corte y se rodean de consejeros
procedentes de la Universidad y la Iglesia. Al mismo tiempo, se apresuran a
defender los derechos de sus súbditos. Por ejemplo, arreglan en Borgoña e
Inglaterra garantías para que los marineros vascos puedan comerciar en esas
costas con sus privilegios intactos. Así los procuradores de Vizcaya prometen a
Isabel “antes morir que abandonar su obediencia”. Los vascos serán los primeros
en apoyar a los Reyes Católicos.
Llegó luego el momento de ganarse a las familias más
influyentes de la nobleza. Aquí jugó un papel determinante la familia
castellana de los Mendoza. Seguimos en el bazar de la diplomacia. Aragón había
pedido al Papa una bula que legalizara el matrimonio de Fernando e Isabel. Lo
que al Papa le preocupaba en ese momento era la cercanía de los turcos. Los
príncipes prometieron su ayuda al Papa y éste, a cambio, les concedió la
dispensa para su matrimonio y nombró cardenal a Pedro González de Mendoza. En
la trastienda de esta operación hubo un hombre sorprendente: el valenciano
Rodrigo de Borja, que será luego papa como Alejandro VI.
El asalto
Enrique IV de Castilla muere en diciembre de 1474.
Isabel se autoproclama reina de Castilla un día después. La guerra civil con el
partido de la Beltraneja es inevitable. Estos sucesos sorprenden a Fernando en
Aragón. Y entonces Fernando irrumpe con una jugada magistral: como es el único
descendiente varón vivo de Juan IV de Castilla –por eso era primo de Isabel-,
se presenta como candidato al trono de Castilla y firma con su mujer un tratado
que establece la igualdad de ambos en el ejercicio del poder real. A partir de
ese momento, los jóvenes príncipes forman un bloque invencible: sus avales para
el trono son inmejorables –dos candidatos en uno- y sus apoyos han crecido de
manera exponencial.
Podemos ahorrarnos los detalles del follón dinástico.
Baste señalar que a Juana la apoyó un fuerte partido nobiliario, así como
Portugal y Francia, mientras que la candidatura de Isabel fue apoyada por
Aragón, más numerosas ciudades y villas . Fue una nueva guerra civil en el
desgarrado paisaje castellano. Y ganó Isabel: después de la batalla de Toro, en
1476, y de la paz firmada con Portugal en 1479, Isabel fue finalmente
reconocida como reina de Castilla. Fernando, que había jugado un papel decisivo
en las operaciones militares, se las arreglará para ser aceptado por la nobleza
castellana. Pero es que, además, en aquel mismo 1479, Fernando era coronado rey
de Aragón. Así se encontraron unidos los dos reinos más poderosos de España.
¿Qué ofrecían Isabel y Fernando? Consolidar el poder
real, un proyecto que va a circular bajo la fórmula de “el buen gobierno del reino”.
En la práctica, eso significa que el poder de los reyes ha de estar por encima
de los intereses de los nobles y de las ciudades.Ese era precisamente el gran
problema político de la España de aquel tiempo: el excesivo poder de la
nobleza, que había esquilmado el patrimonio real. Los reyes consiguieron
recuperar un importante número de propiedades y rentas que los nobles habían
sustraído del patrimonio real: señoríos, cargos, ciudades. La mayoría de los
nobles aceptó una indemnización. Otros pretendieron resistirse, convertidos en
auténticos “magnates bandoleros”, como dice Sánchez Albornoz. A esos, Fernando
e Isabel los aplastaron.
El Estado
A partir de este momento los reyes empiezan a
construir un Estado. Para garantizar la seguridad y el orden en el país se crea
la Santa Hermandad, con atribuciones policiales y judiciales. Se generaliza la
figura del Corregidor como representante del poder real en las ciudades. Se
reforma a fondo la administración de la hacienda real. Las Órdenes Militares
quedan bajo control de la Corona. La Corte se convierte en una eficaz máquina
burocrática. Los Reyes quieren subrayar su autoridad. Y quieren hacerlo, además,
muy claramente sobre todos sus reinos, que no se convierten en uno sólo, pero
que desde ahora deben andar unidos, y así lo expresan sin duda posible Isabel y
Fernando. Toda su política va orientada a cimentar esa unión no sólo mientras
vivan los reyes, sino también en el futuro.
Sobre la base de ese Estado, Fernando e Isabel, socios
inseparables, absolutamente fieles a su proyecto común, construyen un reino
potentísimo. Se conquista Granada, se descubre América, se normaliza la lengua
castellana, se unifica la religión de los reinos… En 1493 Aragón recupera de
Francia los territorios del Rosellón y la Cerdaña, al otro lado del Pirineo. En
1496 Castilla concluye la conquista de las Canarias. Isabel y Fernando tienen
como objetivo permanente la reunificación de la península. Con Portugal lo
intentan a través de la política matrimonial, pero sin resultados. Las cosas
salen mejor en Navarra, sacudida por una guerra civil donde lo que en realidad
se ventilaba era quién se cobraba la pieza, si la corona francesa o la
española. Ganó la española: en 1512, ya muerta Isabel, Fernando conquista
Navarra, que quedará unida a la corona, aunque siempre con personalidad propia.
Tras las proezas de 1492, Fernando e Isabel han
convertido a España en una potencia de primer orden. Su papel en el orbe
católico pasa a ser decisivo. Y un papa español, aquel Rodrigo Borja del que
hablábamos antes, ahora pontífice como Alejandro VI, fue quien otorgó a los
reyes el título con el que pasarían a la historia: Reyes Católicos. “¿A quién
cuadra mejor el título de Rey Católico que a vosotros, defensores de la fe
católica y de la Iglesia católica?”,decía el papa.
Es difícil saber si Isabel y Fernando se amaban en el
sentido en que hoy entendemos esa expresión. Lo indudable es que ambos tenían
absoluta confianza el uno en el otro, porque compartían un mismo proyecto
político e histórico. Como su sucesión había sido un asunto dolorosísimo, con
su primogénita muerta de parto a los 28 años y su único hijo varón muerto de
tuberculosis a los 19, la Corona recayó en su hija Juana, a la que se llamará
“la Loca”. E Isabel, que no se fiaba de Juana, dejó dicho en su testamento que
Fernando se encargara de la gobernación de Castilla si Isabel moría antes y
Juana se mostraba incapaz.
Isabel, en efecto, murió antes que Fernando: el 26 de
noviembre de 1504, en Medina del Campo. En su testamento prohibió esclavizar a
los indígenas de América: era la primera vez en la Historia que un rey decidía
algo así. Fernando quedó solo. Juana heredó a Isabel en Castilla, pero Fernando
se ocupó de los asuntos castellanos. Lo hizo delegando el poder en el cardenal
Cisneros. Fernando murió a su vez en enero de 1516: tenía 64 años y había
intentado un último matrimonio –con Germana de Foix- que le diera los derechos
sobre Nápoles y un heredero varón. Nápoles lo tuvo; el varón, no. El proyecto
de Isabel y Fernando, casi medio siglo antes, había sido unificar Castilla y
Aragón, las dos ramas de los Trastámara, e imponer su poderío en la península.
Por el camino, sin embargo, habían pasado cosas inesperadas: América, Italia…
En 1516 los dominios de la Corona eran muy superiores a lo que podían haber
imaginado. Pero su heredero no iba a ser un hijo suyo, sino un nieto
extranjero, Carlos de Habsburgo.
La última orden
de Fernando el Católico fue ser enterrado junto a su esposa, Isabel, en
Granada. Los reyes amaban así. Y en esos dos cadáveres, juntos en muerte como
en vida, se sustancia lo que hoy conocemos como España. Somos lo que somos por
los Reyes Católicos. Nada menos.
José Javier Esparza en La Gaceta, 23/01/2016