por CARLOS DANIEL LASA
• AGOSTO 20, 2018
Un funcionario judicial local, en una entrevista que
le hiciera el Diario local, afirmaba sin ambages, a propósito de la
modificación del Código Civil, lo siguiente: “A partir de esta adaptación y en
lo que concierne al campo familiar, se expande el principio de la autonomía de
la voluntad; por ejemplo, en materia de matrimonio permite a las cónyuges a
configurar mediante acuerdos el contenido de la vida en común” [Lo destacado es
nuestro]. Según este funcionario, propiciar el principio de autonomía en el
derecho positivo vigente equivale a adaptarse a los cambios que imperan en la
actual sociedad.
¿Qué supuestos se esconden detrás de esta afirmación?
En primer lugar, que no existe un orden objetivo al cual la inteligencia humana
deba conocer y ajustar su conducta. Por el contrario, debe sostenerse que todo
“orden” encuentra su origen en la pura decisión del hombre en lo que respecta a
aquello que considera que es lo mejor para todos. En este sentido, el derecho
no es otra cosa que un mero instrumento ordenado a obedecer a esa voluntad
colectiva que le fija contenidos, obviamente, siempre cambiantes. El derecho,
entonces, debe seguir fielmente el mandato de la decisión colectiva.
Como puede advertirse, para este funcionario judicial,
en el origen de todo está la voluntad del hombre, la pura decisión. Es esta
última la que constituye al estado y su ordenamiento jurídico; la voluntad es
anterior al “tú debes” ya que el deber supondría mantener una relación con un
ordenamiento anterior a mi querer al cual me siento obligado a obedecer.
Al respecto, el gran pensador alemán Karl Löwith
comenta: “La moral está destruida y ‘sólo queda: yo quiero’, es decir, la
fuerza para querer y para destruir todo cuanto ya no puede querer ni quererse a
sí mismo con igual intensidad”[1].
Una sociedad fundada en el decisionismo ha abandonado
el ideal de justicia y, por eso, no se encuentra en condiciones de asegurar
aquello que le corresponde a cada uno. Este estado de injusticia, vehiculizado
desde el mismo derecho positivo, genera una sociedad violenta y de escasísima
calidad en virtud de su mayor aproximación a la anarquía.
Hoy por hoy, tanto el estado como el ordenamiento
jurídico que nos rige descansan en una decisión arbitraria cuya única “virtud”
consiste en imponerse mediante el uso de la pura fuerza. La ley, en estos
términos, es la herramienta para afianzar dicho poder y no, precisamente, el
medio tendiente a cooperar con el bien del ciudadano.
De allí que el saber del abogado no pueda trascender
el ámbito de la mera técnica, ya que ha renunciado a toda inteligencia
universitaria que se interrogue acerca del ser y del para qué de cada cosa -en
nuestro caso, de la ley-. Esta mentalidad de la que participa el mismísimo
estado, jamás neutral, da lugar a la existencia de un tipo antropológico
marcadamente fenicio, filisteo. El ejemplo siguiente lo dibuja con total
claridad.
Un individuo, preocupado y ocupado en tapar un agujero
mediante el cual se filtra una fuerte luz por la ventana que no le deja ver,
sólo ve todo objeto como “medio para” cubrir el agujero. De este modo, pone en
el mismo rango a un sucio papel higiénico, a los diálogos de Platón, a la
Biblia o a una piedra preciosa. Su pensamiento utilitarista, homologizador, no
distingue jerarquías en las cosas y, como consecuencia de ello, al modo de los
cerdos, pisotea lo más sagrado. La universidad por la que “pasó”, pero que
jamás lo configuró, no le enseñó que el universitario es una persona cuyo
distintivo es el ejercicio del intelecto, por medio de un acto denominado
“pensar”, el cual no deja de interrogar a la realidad para llegar a los
fundamentos últimos de la misma.
Esta mentalidad, que ha disuelto las relaciones
sociales, es la causa más profunda de la corrupción en tanto esta última es,
ante todo, corrupción de una inteligencia que ha devenido pura ratio (= cálculo
ordenado al cumplimiento de meros intereses), dando la espalda a su objeto
propio, cual es la verdad. Cuando esto sucede, el estado no puede encontrar su
razón de ser sino en su propia decisión que, en tanto primera, impera sobre el
todo. En realidad, como lo refiere el destacado filósofo de la política
italiana, Danilo Castellano, el caprichoso poder del estado se erige en la
razón de su existir y su operar[2].
De aquí se sigue una concepción puramente positivista
del derecho y una praxis jurídica que, en lugar de ordenarse a lo justo, sólo
se ocupa de aplicar la ley positiva sin interrogarse jamás sobre la justicia de
la misma.
La tragedia que vive el pueblo argentino desde hace ya
mucho tiempo es una prueba de ello. La profunda crisis que vive la Argentina
encuentra su verdadera causa en un ethos utilitarista que ha desarrollado una
pertinaz fobia hacia la verdad y el bien, y que pretende, contrariamente a la
ética socrática, edificar una gran nación al margen de la virtud.
Notas
[1] El hombre en el centro de la historia. Balance
filosófico del siglo XX. Barcelona, Herder, 1998, p. 93.
[2] Danilo Castellano. La razionalità della politica.
Napoli, Edizioni Scientifiche Italiane, 1993, p. 73.