ofrece una oportunidad
imperdible para retemplar la conciencia nacional.
¿Alguna vez fuimos una
nación? Hay documentos que así lo aseguran. La Constitución, por ejemplo, que
la reconoce como algo anterior a cualquier ordenamiento político: "Nos los
representantes del pueblo de la nación argentina...", dice el Preámbulo. Y
en su primer artículo: "La nación argentina adopta para su gobierno la
forma representativa republicana federal..."
Pudimos haber elegido la
monarquía o cualquier otro modo de organización, eso no le habría quitado ni
sumado a nuestra condición de nación. Qué es lo que convierte a un pueblo en
una nación es tema que ha dado mucho que hablar a la filosofía política.
Mariano Grondona habla de una "vocación", José Ortega y Gasset de un
"proyecto sugestivo de vida en común", en ambos ensayistas se
advierte la imagen de la flecha lanzada hacia el futuro.
Me gustaría añadirle un
concepto que también aparece en el Preámbulo, el de la voluntad; creo que le
suma decisión y energía a la idea: el brazo que tensa la cuerda del arco, el
ojo que define la dirección. Un pueblo se convierte en nación cuando se percibe
como tal (cuando quienes lo integran reconocen que tienen cosas "en
común"), elige un destino y trabaja para realizarlo. Una nación es una
voluntad de ser.
De la patria se dice que es
el lugar donde están enterrados los padres. Esta definición tan concisa es rica
en significados. Supone un territorio (el lugar), una historia (los
antepasados) y un compromiso sagrado con ambos (el sepulcro). Una nación
necesita imperiosamente de una patria para que su voluntad de ser pueda
convertirse en acto. La patria es la nación encarnada.
La patria es el pueblo
situado en un paisaje, es la riqueza natural del territorio y es la riqueza
generada por el trabajo del pueblo en ese territorio; es la historia de su
conquista y el ejercicio de su defensa, porque sin territorio no hay patria y
sin patria no hay posibilidad de que la nación, el pueblo, desarrollen sus
potencialidades. Pero la patria es además una cultura, una lengua, un culto y
unas instituciones, que requieren igualmente cuidado y protección porque sin
ellas no hay posibilidad de ser. Si la nación es un movimiento, una
disposición, un rumbo del espíritu, la patria tiene la densidad de lo real, de
lo concreto, de lo tangible. La patria es patrimonio, el patrimonio común de la
nación, y la defensa, cultivo y aprecio de ese patrimonio se llama patriotismo.
El Estado finalmente es la
expresión institucional de esa encarnación de un pueblo en una patria: es el
conjunto de normas que regulan su convivencia, la administración de su
patrimonio, y su relación con otros pueblos y naciones, y es también el
conjunto de instrumentos necesarios para discutir, sancionar e imponer o
ejecutar esas normas.
La Constitución Nacional de
1853 es la norma fundamental que, especialmente en sus 35 primeros artículos,
sienta las bases doctrinarias elegidas por sus fundadores para la organización
del Estado argentino: sistema representativo republicano, libertades civiles
garantizadas, culto católico.
La Nación Argentina consagra
de este modo la vocación, el proyecto y la voluntad de un pueblo, afincado en
una patria y regido por unas normas que le aseguran su espacio de libertad: en
ningún lugar puede el hombre ser más libre que en su propia patria, porque la
libertad está en el respeto de la ley, y en ningún lugar está el hombre en
mejores condiciones que en su patria para influir en la configuración de las
leyes. Tiene el derecho y la obligación de hacerlo.
EN PROBLEMAS
La Nación como vocación,
proyecto y voluntad de un pueblo, la patria como patrimonio, historia y cultura
común, el estado como agente administrativo, regulador de convivencia y
representante ante el mundo definen ese fenómeno humano, histórico y
localizado, que llamamos República Argentina.
No es necesaria una mirada
demasiado perspicaz a través de ese conjunto para darse cuenta de que estamos
en problemas. La Argentina está a punto de convertirse en apenas un lugar en
donde vive gente, reunida al azar, sin rumbo ni destino compartido,
desconcertada, ignorante de la causa de los problemas que le arruinan la vida y
que jamás encuentran solución, indefensa, a merced de quien se aventure a
propinarle el zarpazo.
El Estado está en ruinas.
Hipertrofiado y poblado de incompetentes, ha perdido capacidad administrativa.
Sus órganos normativos y deliberativos se han convertido en una farsa o
caricatura de lo que deben ser. Las instituciones civiles encargadas de
acompañarlo y darle vida, los partidos políticos, han degenerado en franquicias
electorales que se alquilan para participar en los comicios.
Los ciudadanos ven
empequeñecerse cada día el espacio de su libertad, abrumados por regulaciones,
impuestos y vigilancias. Patria y patriotismo son palabras desaparecidas del
lenguaje corriente, y cualquiera encuentra normal y aceptable enajenar sin
cuidado el patrimonio común, sea público o privado. El conocimiento y aprecio
del pasado, de los trabajos y las gestas de quienes nos precedieron, está
ausente de la conciencia popular. La nación, esa red afectiva que debería
unirnos en una misma vocación, proyecto y voluntad, es una tela raída en la que
reparamos, a veces por primera vez, cuando la necesidad nos empuja fronteras
afuera.
Esa necesidad es cada vez
mayor e imperiosa. Quien tiene ahorros trata de ponerlos a salvo, en divisas
extranjeras o directamente en el extranjero. Los jóvenes más avispados se
esfuerzan en sus estudios con la ya no tan secreta esperanza de emigrar.
La Argentina se ha
convertido en un país centrífugo, que expulsa talento y capitales, justamente
lo que necesita para crecer, mejorar el nivel de vida de sus habitantes y
asegurar la defensa de su patrimonio, de la patria. La evaporación de la
conciencia nacional, la ausencia de patriotismo, han sido la condición de
posibilidad para que el Estado cayera en manos de una mafia política,
económica, judicial, sindical y mediática, que eufemísticamente llamamos stablishment,
y que lo opera en su beneficio más allá del color político que flamee
circunstancialmente en la Casa Rosada.
LAS CAUSAS
Este estado de cosas no es
azaroso. Mucho ha tenido que ver nuestra desidia, nuestra desaprensión, nuestro
desprecio por la ley y nuestra cobardía. Pero también ha tenido que ver la
acción de agentes externos que vienen operando discreta pero eficazmente en el
escenario argentino desde la desgraciada década de 1970, cuando una sutil
operación de pinzas liquidó al mismo tiempo la subversión castrista y las
profesionalmente ambiciosas fuerzas armadas, con sus estudios estratégicos, su
dominio de la energía nuclear, sus ingenios misilísticos y aeronáuticos, y
también sus desarrollos convencionales como el tanque TAM y el fusil FAL. La guerra de Malvinas fue un giro
imprevisto de esa maniobra, algo que se escapó de los planes y tuvo el
inquietante efecto de devolverle a los argentinos la conciencia de serlo, de
reavivar el sentido de pertenencia a una nación.
Esa guerra puso en marcha un
nuevo juego de pinzas, punitivo y ejemplar: el abrazo globalizador. De la mano
de Raúl Alfonsín llegó la socialdemocracia europea para conducir las
operaciones de desmalvinización y expandir la ideología progresista hacia la
cátedra, los medios y el entretenimiento.
La Argentina, que había sido
pionera en los decisivos campos de la salud y la instrucción pública, y
protagonista del más exitoso ejemplo mundial de asimilación inmigratoria, se
dedicó a remedar innecesariamente el estado de bienestar socialdemócrata y a
inventar problemas inexistentes como la discriminación, la violencia de género,
la salud reproductiva, el indigenismo, el feminismo, el multiculturalismo y
otras patrañas semejantes, que sólo sirvieron para multiplicar la burocracia,
desencadenar infinidad de programas y actividades e imponer al estado
obligaciones imposibles de afrontar.
CIRCULO VICIOSO
Así comenzó a girar el
círculo vicioso del que no hemos logrado salir, caracterizado por el
endeudamiento y la inflación, síntomas de un Estado que gasta por encima de sus
posibilidades, y que esquilma a los ciudadanos en exclusivo beneficio de una
mafia corrupta encaramada en el poder.
De la mano de Carlos Menem
llegó el otro brazo de la pinza globalizadora, el brazo financiero, con sus
préstamos previsiblemente incobrables, sus defaults, sus buitres, sus jugosas
comisiones y esos enigmáticos fondos de inversión a la pesca de pichinchas
entre las esperables víctimas del desmanejo económico.
Las
aberrantes decisiones económicas adoptadas en casi cuatro décadas de
democracia, con sus secuelas de concentración y extranjerización, todas
contrarias al interés nacional, no se entienden sino en el marco de un
propósito deliberado: es probabilísticamente imposible tanta persistencia en el
error.
El neoliberalismo de Menem y
Macri y el populismo de los Kirchner y los Fernández son espantajos ideológicos
agitados por la prensa para encubrir un único y mismo fenómeno, una verdadera
política de Estado que reconocemos no por sus nobles intenciones sino por sus
innobles efectos: la destrucción económica, cultural, social y política de la
nación argentina en beneficio de un puñado de comisionistas de intereses
externos y otro puñado de saqueadores del patrimonio nacional.
Hay quienes perciben la
magnitud de la tragedia, y le buscan salida, generalmente por el lado que su
experiencia les hizo más evidente: unos ponen el acento en las reglas de juego
económicas, otros en la colonización cultural, éstos en las cuestiones
migratorias, aquéllos en la endeblez de nuestro sistema de defensa, otros más
en las anomalías del sistema político.
Y
todos tienen razón, pero me temo que están tomando el rábano por las hojas. Si
la reconstrucción de la Argentina todavía es posible, debe comenzar por sus
cimientos: por la vocación, el proyecto, la voluntad nacional, cuyo alimento y
combustible es el patriotismo, la memoria y aprecio del patrimonio histórico,
cultural y material que nos es propio.
LA RECONSTRUCCION
La conciencia nacional
revive y se retempla en el combate. Lo demostró la guerra de Malvinas y, a
contrario sensu, lo demostró la urgencia y la intensidad de la
desmalvinización.
Más de treinta años tuvieron
que pasar para que el gran público comenzara a conocer las historias y los
nombres de los héroes de esa gesta. Este único dato debería indicarnos que ése
es el camino, y el propio enemigo nos lo ofrece al iniciar las hostilidades.
La Argentina, como los
principales países del Occidente cristiano, sufre hoy el ataque del capital
financiero, su meta es la eliminación de las soberanías nacionales y la
remisión de los ciudadanos a la condición de esclavos, su arma es la ideología
socialdemócrata, progresista o izquierdista.
Nos ha declarado la guerra,
y se trata de una guerra armada de palabras, de relatos, de consignas, de
imágenes repetidas hasta el hartazgo por una red mediática globalizada y
cómplice, y conducida en el terreno por quintacolumnistas a sueldo. Su blanco
es la nación, la fe, la familia, el idioma, la música, el lenguaje, la memoria,
todo aquello que sostiene la identidad de una persona y de una comunidad de
personas.
No
habrá reconstrucción posible de la Argentina sin una convocatoria a la defensa
en este combate decisivo que no va por los cuerpos sino por las mentes, por el
espíritu. Los pueblos de la Europa del este -con Polonia y Hungría a la
cabeza-, los votantes de Donald Trump en los Estados Unidos, los británicos
tenaces que resistieron tres largos años de lavado de cerebro e impusieron su
Brexit contra la voluntad de los globalizadores, nos dicen que la victoria es
posible.
La Argentina ganó su primera
batalla en esta guerra cuando logró frenar el proyecto que buscaba la
legalización del aborto, y se convirtió en modelo y guía para el resto de la
región. Sería imprudente dejar escapar ese impulso. No estamos ciertamente en
condiciones de librar una guerra convencional, pero para la batalla cultural
que nos proponen nos sobran arsenales: tenemos una historia, una cultura, un
patrimonio rico y propio con los que armar escudos, rellenar obuses y dar
pelea.
Si en la hermandad de la
trinchera recomponemos el vínculo afectivo, nos reencontramos como argentinos,
recuperamos aquella ambición de futuro que sembraron nuestros patricios, el
resto se nos dará casi por añadidura. Tendremos por fin una brújula para
orientar políticas y un cartabón para medir su eficacia en la persecución de un
destino nacional. Debemos saber, sin embargo, que las guerras, incluso las
simbólicas, son costosas, a veces prolongadas, y exigen sacrificios, y que
nadie responde a un llamado a filas si no reconoce, primero, su bandera.
La Prensa – Opinión, 19 de
enero de 2020 (tomado del Centro de Estudios Salta)