Por Javier Boher
Alfil, 14 febrero, 2020
Jim Carrey es un reconocido
maestro de la comedia física. Aunque trató de explorar la veta dramática para
evitar quedar encasillado (algo parecido a la historia de Guillermo Francella y
su reconversión) sus obras más recordadas son aquellas en las que explora todo
su potencial físico y de morisquetas.
En 2005, poco tiempo después
del colapso de Enron y algunas otras multinacionales que supieron camuflar su
delicado estado financiero, protagonizó -junto a Téa Leoni- una historia que en
este lado del globo se conoció como “Las locuras de Dick y Jane”. En la misma,
un empleado de una empresa que es vaciada intencionalmente debe enfrentarse a
la desocupación posterior a la quiebra.
En uno de los momentos más
recordados de la película, Carrey es nombrado Vicepresidente de comunicaciones,
cargo desde el cual deberá explicar -en vivo y por un canal especializado- que
la empresa está sólida y que no hay ningún problema en los números. Acosado por
el presentador, no puede justificar los movimientos mientras colapsan los
valores de su empresa en la bolsa, decretándose simbólicamente la muerte de la
misma.
Escrachado gratuitamente,
embaucado por los que urdieron la maniobra, el personaje de Carrey tiene
problemas para conseguir un empleo como el último que tuvo, lo que desvía la
trama a situaciones hilarantes que conllevan un trasfondo de crítica idealista
al sistema financiero y los peces gordos de dicho mundo.
Al que le tocó jugar un poco
el papel de Carrey fue a Martín Guzmán, el ministro de economía, durante su
exposición frente al congreso. Aunque no respondió preguntas como las que le
disparaban al protagonista de la película, quedó en evidencia que no hay más
plan que pagar lo menos que se pueda, sin mayores intenciones de ajustar el
gasto para tratar de hacer cerrar los números.
Guzmán debió poner la cara
para explicar los pormenores de un plan que no se quiere dar a conocer (para no
revelar las cartas -como en el póker- o porque mienten para empardar sin nada
-como en el truco-) o que directamente no sabemos si existe. Aunque se sentó a
hablarles a los de adentro y no a los de afuera, no hubo ningún mensaje
convincente ni para uso ni para otros.
Para colmo de males,
tironeado por el jihadismo cristinista de Kicillof y demás fundamentalistas de
la heterodoxia (autodenominación usada por los que intentan ignorar las leyes
básicas de la economía), las acciones que trata de poner en marcha para
destrabar el freno de la deuda y aligerar el impacto de la crisis son golpeadas
por fuego amigo de manera permanente.
Mientras tanto la política
sigue su curso, ignorando por completo la urgencia del tema de la deuda para
evitar un colapso de la economía argentina. Si hay -o no- presos políticos, si
hay que reformar -o no- la Constitución Nacional, si tiene que salir -o no- el
aborto, y así con todo.
Todo eso con gente que pide
subsidios para las murgas o el teatro mudo pero se queja si les suben los
impuestos (o que no los pagan), gente que defiende los sueldos de los empleados
de empresas públicas “porque tienen buenos gremios” pero se queja si les suben
los servicios, gente que está en contra del punitivismo pero llora si le entran
a robar a la casa, gente que defiende la escuela pública pero manda a los hijos
a la privada, y así con todo.
Se vive en un embrollo
político en el que cada decisión es una pelea entre sectores que quieren
apropiarse de recursos sin pensar en si sus ideas sean sostenibles a largo
plazo, siempre ignorando que hay que pagar por todo lo que se gasta, con plata
que hay que pedir prestada o que hay que cobrar en impuestos.
En ese contexto, sin conocer
todo lo que se cocina en política, mandaron al ministro a defender un plan
económico que -por lo visto hasta ahora- no existe. Mientras Alberto, Cristina
y el resto de la coalición de gobierno sigue sin resolver las disputas, Guzmán
fue a poner la cara sin saber muy bien qué tenía que defender. Ahora, como en
la película, se empiezan a mover los mercados que no confían en el emisario al
que mandaron a hablar.