Por Javier Boher
Alfil, 6-1-21
“Te salva el
Estado, no el Mercado” fue uno de los mantras predilectos a lo largo de la
cuarentena. Miles de militantes de dudosos recursos intelectuales -o morales-
se dedicaron a glorificar el rol de ese Leviatán que se alimenta de sus
súbditos.
La construcción de
un Estado benigno, benefactor o altruista es una idea muy extendida entre todos
aquellos que lloraron el corrimiento de lo público en tiempos de menemato. Ese
cuento de hadas se ha extendido hasta entrar en contradicción con la habitual
tradición realista del peronismo, según la cual el Estado es solamente un
instrumento para ejercer el poder.
Esa máscara
discursiva ha servido para ocultar todo tipo de tropelías que han confundido
los límites del partido con los del Estado, así como las necesidades privadas
con los recursos públicos. El Estado no es de nadie y somos todos, pero
financia a unos pocos.
El escándalo de
Victoria Donda y su empleada es uno más en una larga lista de mamarrachos a los
que nos vemos acostumbrado los argentinos. Así como el cuerpo se deforma para
tolerar los dolores, nuestra sociedad parece haber hecho lo mismo. Las
consecuencias de ello, claro está, se pagan en el largo plazo.
La historia es más
o menos la misma que cabría imaginar si los personajes fuesen los que
habitualmente demoniza el colectivo kirchnerista. Como cabe esperar de parte de
tan monstruoso rejunte de incongruencias, Donda tenía en situación de
contratación irregular desde hacía años a su empleada doméstica (“personal de
casas de familia”, para estar a tono con la neolengua progresista). Eso
-absolutamente reprochable- es una cuestión un poco más mundana, propio de una
legislación laboral que desalienta el trabajo en blanco.
Lo más grave (más
allá de las desgracias de la empleada) fue cómo pretendió arreglarlo la titular
del INADI. La ex diputada buscó la forma de convencer a la damnificada de
cambiarle los años que faltaban de aportes por un plan social o un contrato en
el organismo que preside: el Estado soy yo, decía Luis XIV.
Posteriormente -y
sin reparar en lo que estaba revelando- afirmó que esa es la forma de entrar a
dicho cuerpo, que ha sabido fungir como comisariado político en cuestiones del
lenguaje, con mecanismos extorsivos que presagiaban la posterior cultura de
cancelación que se ha instalado en la sociedad.
Donda nunca se dio
cuenta de que lo que dijo sobre el funcionamiento del Estado está mal, porque
en su mente así es como funcionan las cosas. El Estado sirve para acomodar
militantes, resolver problemas particulares o perseguir a los que piensan
distinto. Así lo han vivido siempre todos los partidos políticos, pero al menos
antes tenían el decoro de ocultarlo. “Son las reglas de la política”, dicen los
fanáticos de la escrupulosidad nórdica que le pone límites a los políticos de
“Borgen”, mientras acá celebran el obsceno despilfarro del dinero que le sacan
a los contribuyentes
Nada cabe esperar
respecto a esta situación, porque aunque no todos los políticos sean iguales,
el grueso de ellos tiene las mismas mañas. La culpa, obviamente, recae en una
ciudadanía pacífica, sumisa y timorata, que no se anima a exigir con mayor
vehemencia la rendición de cuentas a sus dirigentes.
En estos meses
vimos a un senador acusado de violación no renunciar a su cargo, a un diputado
besándole los senos a su compañera, a una diputada bonaerense envuelta en un
supuesto episodio de violencia vehicular, a un intendente del conurbano
apañando el tráfico de droga en una ambulancia, a un ministro comprando con
sobreprecios, a un presidente violando la cuarentena… Sólo un pueblo muy
apático puede permitir que esas cosas sucedan en sus narices.
Difícilmente el
gobierno le pida a Donda la renuncia, que deja en claro dos cosas. La primera
es que la avalan. Todo el discurso honestista, contra la explotación laboral y
por la igualdad de oportunidades para los inmigrantes y la gente pobre se va a
la basura. Todo jarabe de pico.
La segunda, y
mucho más grave, es la que se ve con todos los hechos relatados previamente. La
ley pasa a ser optativa y sin consecuencias reales, porque los políticos no
reciben sanciones por su sistemática violación de las normas y la confianza
pública.
Hay un viejo dicho
anarquista que dice que las cosas van a cambiar cuando se cuelgue al último
general con las tripas del último cura. Los tiempos han cambiado y el poder ya
no reside en los cuarteles ni en las iglesias, sino en las urnas. No hace falta
colgar a nadie para que las cosas cambien. Eso sí, seguramente serviría
reclamarles más enfáticamente cada vez que traicionen al ciudadano que les puso
el voto.