por qué el feminismo debería homenajear hoy a
la Reina Isabel (la Católica)
Claudia Peiró
Infobae, 12 de
Octubre de 2022
El 8 de septiembre
murió la Reina Isabel II del Reino Unido. Fue impresionante la cobertura de
prensa. Hubo una catarata de necrológicas, casi todas desmesuradas. Es cierto
que fue una longeva protagonista y testigo del siglo XX y parte de éste, pero
es un despropósito calificar de gran estadista a alguien que nunca gobernó.
Sin embargo, hay
una lección que aprender de la parafernalia ceremonial y discursiva que rodeó
la despedida de Queen Elizabeth II, y es la de cómo defienden, legitiman y
exaltan los británicos su historia, su pasado -sin beneficio de inventario- y
los símbolos materiales e inmateriales que lo encarnan. Lección que deberían
aprender nuestros políticos vergonzantes que habilitan y hasta celebran el
deconstructivismo. Que aplauden cuando se habla mal de su país en el exterior
porque creen poder sacar alguna ventaja de ello y no ven que, de cara al mundo,
Argentina es una sola. Es lo que los británicos tienen bien claro.
En España, en
cambio, en vez de enorgullecerse de una de las gestas más impresionantes de la
historia de la humanidad, algunos políticos se dejan amedrentar por los
reclamos extemporáneos de ciertos demagogos latinoamericanos. “Abrumadas por la
Leyenda Negra, las elites dirigentes españolas llevan siglos asumiendo con
contrición los mitos y falsedades elaborados contra la presencia de España en
América”, dijo el historiador Fernando J. Padilla Angulo en 2019, sobre la
desdichada decisión de España de no conmemorar los 500 años de la conquista de
México por Hernán Cortés.
España también
tuvo su Reina Isabel y deberíamos llamarla La Grande porque como política, como
estadista, estuvo a años luz de su recientemente fallecida tocaya británica.
Si el feminismo de
hoy fuese un auténtico movimiento de liberación de nuestro género, debería
interesarse por ella. Porque si hubo en la historia una mujer protagonista,
líder, estadista, fue justamente Isabel la Católica quien, junto a su esposo,
Fernando de Aragón, formó uno de los matrimonios más igualitarios de la
historia y un cogobierno perfecto.
Pero el neofeminismo
es ahistórico, desconoce el pasado o lo deforma; está además penetrado por la
ideología de género y por un anticatolicismo tan rabioso como infundado.
La figura de
Isabel de Castilla contradice el postulado neofeminista de la invisibilidad de
la mujer en la historia y también desmonta la leyenda negra de la conquista
española, como veremos. Un tercer elemento que le agrega atractivo al personaje
es su vida novelesca, de la que sin embargo sabemos muy poco. Afortunadamente,
en 2012, la Televisión Española hizo una serie, Isabel, de excelente factura y
que hace honor a los Reyes Católicos.
En 2021, me
invitaron a dar una charla sobre Isabel la Católica por el Día de la Mujer (una
elección contra la corriente), y en la presentación, el abogado e historiador
Pablo Yurman decía: “¿Por qué incluir a Isabel de Castilla en un panel sobre
historia argentina? Porque la Argentina no nació de un repollo, como
coloquialmente se dice, un 25 de mayo de 1810. El proceso de formación de
nuestra identidad duró varios siglos, y los Reyes Católicos tuvieron mucho que
ver con nuestra historia, pero son ilustres desconocidos; en el mejor de los
casos, se los considera parte de la historia de otro país”.
Ilustres
desconocidos. Nunca mejor dicho. Sus nombres nos son muy familiares. Pero poco
y nada sabemos de sus vidas sin embargo fascinantes. Un casamiento clandestino
y flojo de papeles, una joven que se pone la corona a sí misma, una larga
guerra civil para poder asentar su poder, un perfecto co-gobierno entre cónyuges,
la unión de Castilla y Aragón, el fin de la Reconquista, la audaz decisión de
apoyar a Cristóbal Colón, en cuya aventura pocos creían; la vida de Isabel y
Fernando está llena de atractivos que vuelven inexplicable la poca atención que
les prestamos.
Su reinado fue uno
de los más admirados y no sólo por sus súbditos. Recordemos que Fernando de
Aragón fue el estadista que inspiró El Príncipe de Maquiavelo, que dijo de él:
“De rey sin poder se convirtió en el más glorioso de los monarcas cristianos. Y
si consideras sus acciones, las encontrará notables, y algunas por completo
extraordinarias”.
UN CASAMIENTO
DESAFIANTE
A los 18 años,
Isabel se casó con Fernando de Aragón (de 17), boda y alianza política que ella
misma negoció. A los 23, se autoproclamó reina de Castilla.
Ambas hechos no
fueron fruto del azar, sino de un destino que asumió con una visión política y
una fuerza de voluntad admirables. Isabel no era la heredera natural al trono
de Castilla, ocupado por su medio hermano Enrique IV. Pero la muerte de su
hermano menor Alfonso, a los 15 años, y la debilidad política del reinado de
Enrique, sumado a la vocación y la conciencia de poder de la propia Isabel,
abrieron esa posibilidad para ella. Desde entonces, rodeada de buenos
consejeros y con el respaldo de parte de la nobleza descontenta con Enrique,
trabajó con ese fin.
Eran tiempos en
que ser hijo de rey implicaba un destino azaroso: tanto se podía acabar en el
trono, como perder -literalmente- la cabeza o la libertad en las luchas
dinásticas que solían desatarse con frecuencia entre las casas reinantes e
incluso al interior de éstas.
Fue en ese
contexto que Isabel dio muestras desde muy joven de madurez, prudencia e
inteligencia política a la vez.
Un paso
trascendental fue su matrimonio; un hecho claramente político para una
princesa.
Ella ya había
rechazado varios proyectos matrimoniales de su hermano Enrique IV que deseaba
usar políticamente la boda, como era habitual. Isabel proclama que se casará
con quien ella quiera. Una declaración radicalmente audaz para la época. Pero
que no debe ser leída como el deseo de un matrimonio por amor sino como reflejo
de su conciencia política, de la noción que tenía de su potencial y de la
voluntad de servir a Castilla y a España. Admirable y precoz determinación: la
adolescente que era entonces ya encarnaba el Estado que quería fortalecer.
El elegido fue
Fernando de Aragón, cuyo padre, el rey Juan II, también abogaba por una alianza
con Castilla. Para concretar la boda, Isabel tuvo que huir de la vigilancia de
su hermano. Fernando, por su parte, viajó de incógnito para no levantar
sospechas. Fingía ser el sirviente de unos comerciantes, alojandose en humildes
posadas en el camino hacia Valladolid, donde se encontraría con Isabel.
Tanto empeño y
riesgo para la concreción de esa boda no era fruto de la pasión amorosa. Los
novios ni siquiera se conocían. En cambio, compartían lo que hoy llamaríamos un
“proyecto político”: completar la unificación de España, uniendo sus reinos y
expulsando a los últimos moros de Granada; y fortalecer a la Corona, limitando
los privilegios feudales.
No fue una tarea
fácil. En la época del complicado casamiento de los futuros Reyes Católicos,
tanto Castilla como Aragón estaban convulsionados por guerras civiles, fruto
esencialmente de la rivalidad de los nobles entre sí y de la propia
inestabilidad de la corona; el Rey todavía era visto como un primus inter
pares, lejos de la autoridad que progresivamente irían adquiriendo los monarcas
europeos a medida que sus reinos iban entrando en la modernidad, con la
consiguiente creación de instituciones estatales centralizadas. Esa será la
tarea de los Reyes Católicos.
A eso se sumaba,
en el caso de Castilla, la personalidad de Enrique, irreverentemente llamado
“El impotente” -que lo era, en lo íntimo y en lo político-, que vivía
permanentemente tironeado por los nobles que lo rodeaban.
El reino de Aragón
había sido una potencia marítima importante, pero una expansión demasiado
ambiciosa -su hegemonía se había extendido hasta Sicilia y más allá- lo había
debilitado. Por eso el rey Juan II fue un activo promotor de la unión de su
hijo Fernando con Isabel de Castilla. Un casamiento conveniente para Aragón
pero también para la unidad de España. Castilla, más agraria y más feudal,
estaba sin embargo conociendo una prosperidad creciente y acumulando energías
para la expansión marítima.
Isabel, testigo de
los débiles reinados de su padre y de su hermano, aspiraba a suceder a este
último y no por mera ambición personal.
El historiador
francés Pierre Vilar lo explica así: “Isabel representa el orden monárquico
contra las turbulencias nobiliarias, la moralidad contra las costumbres
degeneradas, la raza reconquistadora contra los judíos y los moros. En 1474,
cuando muere Enrique IV, Isabel representa incluso algo más: anuncia la unidad
española, ya que desde hace cinco años está casada con el heredero del trono de
Aragón” (Historia de España. Crítica, 2010).
El casamiento con
Fernando (octubre de 1469) era también para Isabel una liberación; dejaba atrás
años de constantes intrigas en la Corte de su hermano -muchas la tenían por
objeto o víctima- y podría iniciar su propio camino.
Quedaba un
obstáculo por salvar: los novios eran primos segundos; era necesaria una
dispensa papal, pero el contexto semiclandestino de la boda obligó al
subterfugio. Los consejeros de Isabel falsificaron una bula pontifical…
El matrimonio se
consumó de acuerdo a la costumbre; con testigos que vieron la sábana marcada
por la virginidad de la novia. El cortesano Fernando del Pulgar describe así a
Isabel: “Era de mediana estatura, bien compuesta en su persona, muy blanca e
rubia; los ojos entre verdes e azules. El mirar gracioso e honesto, las
facciones del rostro bien puestas, la cara muy fermosa e alegre. Era muy cortés
en sus fablas”.
Las crónicas de la
época sostienen que el amor nació con el enlace y casi de inmediato: Isabel era
atractiva y Fernando apasionado. Pese a su juventud, ya tenía dos hijos
ilegítimos, a los que mantenía y que ocuparon cargos en su corte aragonesa.
Así, casi en
secreto, empezaba la aventura de los futuros Reyes Católicos. Todavía faltaba
mucho para llegar al trono. Por años irán tejiendo alianzas. Dejarán de lado a
los grandes nobles, los poderosos de la Corte; los conocen, los han padecido.
En cambio, buscarán a sus colaboradores en la Iglesia y en la Universidad.
A los 23 años,
Isabel, al recibir la noticia de la muerte de Enrique IV, en un gesto que daría
envidia a las feministas, sin consultar a su marido que estaba guerreando en la
frontera con Francia, se autoproclamó reina de Castilla y se coronó a sí misma.
Pero las cosas no
eran tan simples. Enrique dejaba una heredera, de apenas 12 años, Juana la
Beltraneja -así llamada porque se creía que no era hija del Rey sino de uno de sus
favoritos, Beltrán de la Cueva-, y enseguida se desataron nuevos
enfrentamientos entre los partidarios de Isabel y de Juana.
La guerra civil
era inevitable y es fácil ver que el triunfo de una u otra princesa marcarían
dos caminos muy diferentes para España.
Juana contaba con
el apoyo de los grandes nobles, pero también de Portugal y Francia, poco
interesados en la unidad de España. Del conflicto que se inicia, en el que
Fernando juega un destacado papel militar, Isabel saldrá triunfante, es decir,
“la España moderna (que) unirá las tradiciones de Reconquista de Castilla a las
ambiciones mediterráneas de Aragón”, dice Vilar. En 1479 se firma la paz con
Portugal e Isabel es reconocida como reina de Castilla. Ese mismo año, Fernando
hereda la corona de Aragón. Se sella así la unidad entre los dos reinos más
poderosos de España.
Empieza entonces
el trabajo de consolidar el Estado y el poder de la Corona, asegurar su
supremacía sobre los nobles y las ciudades, para superar definitivamente las
tendencias facciosas. Se trata de la unidad institucional del reino y de la
reconstrucción del patrimonio estatal recuperando propiedades y fuentes de
ingreso apropiadas por los nobles.
Isabel y Fernando
compartieron el poder y el gobierno de un modo admirable. Ella se empeñó
siempre en marcar su territorio: la reina de Castilla era ella. Esto no dejó de
traer algunos roces en la pareja. Pero en todas sus resoluciones, la fórmula de
rigor era: “El Rey y la Reina…”
Isabel murió el 26
de noviembre de 1504. Tenía 53 años. “Su muerte es para mí el mayor trabajo que
en esta vida me podría venir…”, dijo Fernando.
Evocar la
trayectoria de Isabel la Católica es más necesario que nunca cuando vemos que
resurge la leyenda negra sobre la Conquista y la Colonización españolas,
Esa leyenda tiene
tantos siglos como la Conquista pero ha ido cambiando de voceros y de
motivaciones. Hoy se está reinstalando en el marco del nuevo movimiento contra
el racismo. Así vemos que por ejemplo en Estados Unidos derriban estatuas de
Colón e Isabel. ¿Qué tuvieron que ver ellos con el sistema de segregación
racial que existió hasta mediados del siglo pasado en algunos estados de ese
país?
Pero la leyenda
negra implica en el fondo una deslegitimación de nuestra propia historia,
porque todas las naciones hispanoamericanas somos resultado de aquel proceso.
Isabel tuvo un rol trascendental mucho que ver en ello, no sólo porque respaldó
el viaje de Colón, sino porque de 1492 hasta su muerte en 1504, llegó a tomar
disposiciones esenciales para la configuración que adquirió la colonización.
Somos como somos
en buena medida por la impronta que los Reyes Católicos le dieron a la
conquista a través de decisiones tempranas como la de otorgar a los aborígenes
el estatus de vasallos de la Corona, prohibir su esclavización y, sobre todo,
promover desde un primer momento el mestizaje.
“Cásense españoles
con indias e indias con españoles”, fue la orden que en 1503, le dio Isabel a
Nicolás Ovando, gobernador de La Española (hoy, República Dominicana y Haití).
La Reina le pidió que fomentara los matrimonios mixtos, “que son legítimos y
recomendables porque los indios son vasallos libres de la Corona española’”.
Recordar estos
hechos permite dar una imagen más equilibrada de la colonización, alejada del
falso cliché del genocidio aborigen. La promoción del mestizaje fue una
característica distintiva de la colonización española y una decisión que modeló
a América con una peculiar fisonomía étnica y social.
A diferencia de
otras metrópolis, que instauraron el racismo como sistema -la separación
estricta de razas como marco organizacional-, España promovió el mestizaje
desde el comienzo y concedió a los nativos americanos el estatus de vasallos
libres de la Corona.
El 12 de octubre
debería ser el día del mestizaje. América es un continente mestizo. Un
mestizaje que hoy está siendo cuestionado por corrientes que buscan resaltar el
etnicismo, que con la excusa de rescatar raíces y tradiciones en el fondo ponen
las bases para futuras segregaciones basadas en criterios étnicos. El mestizaje
lo tenemos que reivindicar y profundizar, porque es la mejor y verdadera
respuesta al racismo, a la segregación, a los prejuicios.
El 12 de octubre
debería ser también un día para honrar a la Reina Isabel. A Isabel la Católica.
A Isabel la Grande.