Claudia Peyró
Contracorriente,
20 de junio de 2023
¡Hola! Gracias por
sumarte a una nueva edición de Contracorriente. Te doy la bienvenida a la
batalla cultural desde este espacio que rechaza la dictadura de la corrección
política.
Lo prometido es
deuda. Dije que este tema tenía mucha tela para cortar. Lamentablemente. Esta
vez, voy a hablar de la lobotomía educativa que venimos padeciendo desde hace
varias décadas.
Como se acerca una
elección, los políticos aseguran que les preocupa la educación. Permítanme
dudarlo. De lo que no dudo es de que no tienen la menor idea de por dónde pasa
el problema. Por lo tanto, tampoco tienen soluciones.
Un ejemplo bien
concreto es la reforma de la escuela primaria que prepara el Gobierno porteño. Lo
anunciaron en abril pasado. La metodología que dicen haber usado para
elaborarla y los lineamientos que adelantaron permiten esperar lo peor.
Las soluciones que
pensaron —¿pensaron?— demuestran que no entienden por qué estamos en la
decadencia educativa en la que nos encontramos —no les interesa o son parte del
problema— y por lo tanto no harán sino profundizarla.
El ministerio que
conduce Soledad Acuña en la Ciudad de Buenos Aires dice haber hecho una ronda
de consultas con quince mil (15.000) docentes, alumnos y especialistas para
elaborar su reforma. Más demagogia no se consigue. Supongamos que es cierto que
consultaron a 15.000 personas, entre ellas alumnos. ¿Desde cuándo esa es la
metodología correcta para elaborar una reforma de cualquier institución o
política pública? Más todavía una referida a la educación. Una ley, el diseño
de un organismo, la elaboración de una política, etc., ¿no es tarea de
especialistas? ¿Y de los mejores?
Puede sonar
antipático, pero la escuela no es una institución democrática. No existe
escuela, ni educación posible, sin jerarquía.
Estamos, como
escribió Hannah Arendt ya en 1960 en un artículo memorable, en una crisis
causada por las innovaciones que la pedagogía “moderna” (por llamarla de algún
modo), realimentada por la psicología —también moderna—, introdujo en la
escuela, enfocándose en aspectos formales y relacionales y olvidando que el rol
principal y la razón de ser de esa institución es transmitir conocimientos. Tan
simple y tan olvidado como eso.
La moda pedagogista
privilegia el cómo por sobre el qué, las formas sobre los contenidos, la
didáctica sobre los conocimientos. La “contención” antes que la enseñanza.
Equiparar, en una
consulta destinada ni más ni menos que a establecer las nuevas reglas de la
educación, a los alumnos con los docentes, es demagogia pura. Y emana de la
idea de que el niño construye su propio saber —qué frase tan bonita—, aprende
solo; es el ridículo postulado de que el maestro es apenas un guía —cuando no
un obstáculo— para que el pequeño genio salga de su lámpara y descubra por sí
solo lo que a la humanidad le ha tomado siglos aprender, sistematizar y
transmitir de generación en generación.
La versión
vernácula de estos despropósitos la representa muy bien el ministro de
Educación de la Nación, Jaime Perczyk, que no se cansa de repetir zonceras como
que “la educación tradicional dice que los profesores sabemos algo que los
chicos no saben...” O: “Existe una idea educativa predominante y es que las y
los (sic) estudiantes no saben y uno tiene que transmitirles un conocimiento de
origen cultural”. Qué idea tan loca, ¿no? Pensar que los docentes saben algo
que deben transmitir a los estudiantes…
No se quedaba
atrás su par porteña, Soledad Acuña, que al anunciar la reforma de la primaria
decía: “Las complejidades que reveló la pandemia nos dieron la oportunidad de
reflexionar y ser innovadores en los modelos de enseñanza y aprendizaje. Esto
nos llevó a cuestionar las estructuras tradicionales de la educación y a soñar
con nuevas alternativas que pudieran hacer frente a los desafíos de la sociedad
actual”. Esto suena a lo mismo que hizo Alberto Sileoni en la provincia de
Buenos Aires: convertir en ley el facilismo educativo con el cual se saltearon
la no educación durante más de un año de confinamiento.
Ante el comentario
de Acuña, me pregunto cuál es la novedad: ¿no vienen acaso desde años
destruyendo la educación tradicional? ¿No están rompiendo hace rato con el
pasado, con la autoridad del maestro, con la disciplina, con la idea del
esfuerzo, de la excelencia, de la evaluación del conocimiento?
La educación,
decía Hannah Arendt, debe ser conservadora porque su misión es transmitir al
niño un bagaje de conocimientos acumulado a lo largo de los siglos, una
tradición.
Volvamos al
anuncio porteño: “Nos propusimos repensar [N. de la R.: ¡cómo les gusta ese
verbo!] la educación primaria, centrándonos en su diseño curricular y buscando
redefinir sus tiempos, espacios, rutinas, agrupamientos y organización, siempre
teniendo en cuenta las necesidades de los estudiantes y su aprendizaje, y con
el objetivo de hacer de la primaria un espacio cada vez más inclusivo”, dijo
Acuña. “Adoptamos un enfoque participativo porque creemos que involucrar a
todos los actores de la sociedad es fundamental para encontrar las mejores
soluciones”, añadió.
¿Desde cuándo son
los alumnos los que tienen que diseñar la escuela, definir los contenidos,
decidir qué van a estudiar? Es la receta segura para el desastre. Mayor subversión
de roles no se puede imaginar.
En 1984 se
reformaron los programas de las carreras de Humanidades de la UBA. Participaron
los estudiantes. Una cosa que cambió en la carrera de Historia fue que Latín y
Griego dejaron de ser obligatorios. Resultado: bajó dramáticamente la
inscripción en esas materias. Puestos a escoger, los estudiantes suelen optar
por el menor esfuerzo. Años después, un ayudante de cátedra, excelente
profesor, que había participado de la reforma de los programas, nos decía,
autocrítico: “Recién ahora entiendo la importancia del griego y el latín para
los historiadores…”.
Con esto quiero
decir que los estudiantes no son los mejor posicionados para saber lo que les
conviene estudiar. Mucho menos lo son alumnos de primaria o secundaria que,
entre otras muchas cosas, aún no saben qué carrera van a seguir en el futuro.
La autoridad ha
sido abolida por los adultos y esto solo puede significar una cosa: que los
adultos se niegan a asumir la responsabilidad del mundo en que han colocado a
sus hijos, decía Hannah Arendt. Los pedagogos de hoy le piden al docente que
renuncie a ejercer su profesión. Él no es el dueño del saber. Está al mismo
nivel que sus alumnos. Así privan al niño del derecho a adueñarse de la
herencia cultural de la humanidad.
La demagogia
política se ha trasladado a las aulas, porque el interés del alumno, que se
dice inspira estas medidas, es el de aprender. Y eso es lo que se le está
negando. Con alumnos de primaria es doblemente grave, porque las fragilidades
en materia de adquisición de conocimientos en esa etapa son muy difíciles luego
de superar.
Veamos ahora
cuáles son los 7 principios surgidos de esta consulta populista que dicen haber
hecho:
Principio número 1
Menos contenidos,
pero énfasis en los centrales. Es grave que a esta altura crean que a los
programas de enseñanza les sobra contenido cuando es exactamente al revés. Se
está constatando que los chicos ingresan a la Universidad con falencias en sus
conocimientos y se quiere adelgazar aún más los contenidos. Lo del énfasis en
los centrales puede estar bien siempre y cuando los centrales sean Lengua y
Matemática y no la ESI. Pero en pandemia, cuando se adelgazaron los contenidos
al extremo, la ESI seguía figurando como un contenido esencial de la educación…
Nos toman el pelo.
Principio número 2
Una idea brillante
surgida de las consultas fue que las “capacidades” sean sumadas como
contenidos, que sean objeto de enseñanza. Por capacidades entienden: resolución
de problemas, comunicación, pensamiento crítico, etc. Empecemos por decirle a
la ministra y a sus 15 mil consultados que la capacidad no es un contenido. Es
imposible enseñar el pensamiento crítico en abstracto. Éste es un resultado del
aprendizaje, no un a priori. Tampoco las habilidades se enseñan en abstracto.
La teoría moderna
del aprendizaje, decía Arendt en su artículo, dice que no se trata de “enseñar
un saber, sino inculcar una destreza”. Nuestros pedagogistas locales repiten
como un mantra que hay que enseñar “habilidades”. Irónicamente, Arendt decía
que esta concepción funciona o puede tener éxito “cuando se trataba de enseñar
a conducir o a escribir a máquina”.
Pasemos por alto
lo de la resolución de problemas, a menos que se refieran a los de Matemática…
¿Qué pretensión es esta de que niños de 6 a 12 años resuelvan conflictos? Si ni
muchos adultos pueden hacerlo….
Principio número 3
Estructuras menos
rígidas. La primaria en la que están pensando, dicen, tendrá una nueva
distribución de los tiempos, estructuras de trabajo menos rígidas y materias
que conversen (sic) entre sí. Más relajo, sería la traducción, con perdón de la
palabra. Los consultados consideran también que los estudiantes de hoy
necesitan "dinamismo". Eufemismo para insinuar que hay que
entretenerlos. Se ha instalado la idea de que la escuela debe ser
"entretenida" y de que al niño no hay que aburrirlo ni traumatizarlo.
Con ese fin, se han empobrecido los contenidos y se han flexibilizado las
exigencias.
No se trata de que
no existan metodologías más atractivas. Es evidente que sí. Hay maestros que
fascinan y otros tediosos. Pero transmitir la idea de que se aprende jugando,
sin esfuerzo, es engañar a los alumnos.
Principio número 4
Aprendizaje
grupal. Vaya novedad. Existe hace añares. Es positivo porque permite que los
alumnos más avanzados ayuden a los que tienen más dificultades. Pero depende de
la materia de que se trate. En este punto, los repensadores de la educación
primaria agregan la propuesta de un aprendizaje más flexible, que exceda los
límites del aula y llegue a otros espacios dentro y fuera de la escuela.
Traducción: más paseos, más visitas a museos, más cine… etc. Pero, de nuevo, la
escuela no está para entretener.
Punto número 5
Mayor presencia de
tecnología. Otra obviedad. La escuela tiene que ir incorporando los adelantos
técnicos, pero sin pensar que estos pueden sustituir el contenido, o reemplazar
al maestro, como creen algunos. Un alto funcionario del Ministerio de Educación
de la Nación me dijo una vez : “Hoy sabemos que el conocimiento está a disposición
de todos y que la escuela sólo debe darles a los chicos la herramienta para
apropiárselo…” Sencillo. Una laptop a cada chico y listo. ¿Para qué queremos
maestros?
Punto número 6
Más articulación
con el jardín y con la secundaria. La primaria está en medio de los tres
niveles obligatorios, dicen, como si no lo supiéramos. Con o sin nivel inicial,
la escuela argentina fue por décadas muy eficiente y una herramienta de
igualación. Con esto no quiero decir que no sea importante el preescolar, sino que
hay que enseñar a leer y escribir en primer grado, como se hizo
tradicionalmente. Es falso que hagan falta dos años. Cualquier niño de seis
años puede aprender a leer y a escribir en primer grado.
Lo contrario, el
dejar que el chico vaya a su ritmo, que construya su propio saber, es renunciar
al aprovechamiento pleno de un tiempo precioso de aprendizaje que luego no se
recupera: aquel en el cual el niño absorbe con enorme facilidad una
considerable cantidad de conocimientos. Por algo se ingresa a la escuela a los
6 años.
Lo que sí o sí
debe asegurar la primaria es que el chico egrese de séptimo grado preparado
realmente para el colegio secundario. Veamos lo que dicen las autoridades
educativas porteñas: “Los consultados observan que con frecuencia los alumnos
no están preparados para las nuevas dinámicas de trabajo y contenidos del
siguiente nivel. Por eso, aparece la necesidad de establecer estándares de
aprendizaje que aseguren niveles de conocimiento para pasar al siguiente”.
Esta afirmación
demuestra que eso, que era básico en la escuela, se ha abandonado. No se
respetan los estándares que autorizan a un alumno a pasar de un nivel al
otro. Hace tiempo que, más o menos
solapadamente, se presiona a los docentes para que los alumnos no repitan, en
nombre de la necesidad de evitarles un trauma, pero también de la estadística.
Cualquier docente sabe que si en segundo grado tiene a alumnos que no
cumplieron los objetivos de primero, todo el grupo deberá adaptarse al ritmo y
nivel de esos niños. El resultado será un retroceso para todos. Pero las
autoridades hace rato han prohibido la repitencia en primer grado. Haciendo de
necesidad virtud, aseguraban que "los chicos logran aprender a leer y
escribir al final de segundo grado". Falso. Triste constatación de un
fracaso.
A nadie se le
ocurre que si alguien pierde en un torneo o sale segundo en una competencia
deportiva es porque se lo está discriminando. Sin embargo eso es exactamente lo
que se pretende aplicar en las escuelas, en las que el derecho a la educación
se ha convertido en el derecho a ingresar, transitar y egresar del sistema, se
aprenda o no.
Punto número 7
Prácticas más
inclusivas. Bueno, no podía faltar esa palabrita mágica: la inclusión. El
ministerio aclara que no se está hablando solo de los chicos con discapacidad,
sino que se “refiere a comprender la diversidad y por tanto la riqueza propia
de las aulas, en la que cada estudiante es único y debe poder participar y
aprender activamente”. Qué manera de decir obviedades, como si fuesen
novedades.
La escuela no
necesita ser “repensada” sino restaurada. Pero no hay espacio para mucha
esperanza viendo todos los lugares comunes en los que incurren nuestros
pedagogos, seguidos además por los políticos a los que la demagogia siempre
tienta, acerca de que tenemos una escuela tradicional que no se adapta a los
cambios, que no se prepara a los niños para el siglo XXI y que lo más
importante es enseñarles informática y darles una computadora. El resultado es
que salen de la escuela sin entender lo que leen. No hablemos de Matemáticas o
Ciencia ni mucho menos de cultura general, que no es ni más ni menos que
conocer el acervo cultural de la humanidad.
Los responsables
de nuestra política educativa se niegan a ver que todas las innovaciones que han
aplicado en los últimos 50 años —flexibilización de la disciplina, de las
condiciones de promoción, de los exámenes, supresión de las calificaciones,
etc.— no han redundado en mejora de la calidad educativa. La obligatoriedad del
secundario implicó una mayor degradación de los contenidos y resultados de ese
nivel. Ninguna de las reformas presuntamente modernas ha ayudado a los niños y
adolescentes de este país; por el contrario. Si antes un alumno de primaria en
la Argentina aprendía a leer y escribir en 6 meses, hoy alegan que necesita dos
años, para ocultar lo que en realidad es un fracaso pedagógico.
Hay tiempo para
que los políticos se preocupen en serio por la educación y, entre otras cosas,
frenen estas reformas escolares que sólo traerán más decadencia. Y no se crea
que es solo en Capital. También en provincia de Buenos Aires, como dije, se
están relajando las condiciones de promoción en el secundario, por ejemplo.
Y el inefable
Jaime Perczyk fantasea con una nueva escuela secundaria, “una escuela que
genere interés en los pibes, que ellos mismos generen proyectos, donde estén
más tiempo, donde puedan construir sus proyectos de vida pero no sólo los
educativos”.
Obviamente,
también están viendo “cuánto se pueden 'adelgazar' algunos conocimientos
generales”, igual que en Capital.
Vaya coincidencia.
¿Será que tienen las mismas fuentes de inspiración?