la quema de iglesias en Buenos Aires en 1955?
Pablo Yurman
Infobae, 17 Jun,
2023
El Qui prodest,
latinismo que puede traducirse como ¿Quién se beneficia?, constituye una de las
preguntas básicas que ha precedido la investigación de hechos que a simple
vista resultan sencillos y hasta obvios pero que, una vez que se ahonda en
ellos, sugieren que el beneficiario real termina siendo el menos evidente.
Mucho se ha
escrito sobre la luctuosa jornada del 16 de junio de 1955 con epicentro en la
ciudad de Buenos Aires, más precisamente en Plaza de Mayo y manzanas
adyacentes. Ríos de tinta han corrido asimismo para indagar sobre el sorpresivo
y vertiginoso conflicto entre el gobierno de Juan Domingo Perón y la jerarquía
de la Iglesia católica, a partir de noviembre de 1954. Sobre todo si se tiene
en cuenta que durante casi una década hubo entre ambas partes un clima
colaborativo en aspectos centrales, tales como, por ejemplo, la cuestión
educativa.
Debemos centrarnos
en los incendios provocados contra una decena de templos ubicados en el casco
histórico de Buenos Aires al caer la noche de aquella jornada, una de las más
tristes de la historia argentina del siglo XX.
¿Quién se
benefició con ello? Indudablemente autores peronistas como antiperonistas
coinciden en que no fue ni Perón ni su gobierno. No obstante hasta hoy vueve
periódicamente la acusación desde distintos sectores de “haber mandado quemar
las iglesias”. Sectores que acaso hoy ya no frecuenten ni la liturgia ni los
templos, pero que siguen valiéndose de la frase a modo de reprobación
contundente. Tampoco podría decirse que la beneficiaria fuese la propia
Iglesia. Resulta inconcebible aún para la mente más maquiavélica, por más que
existieran sacerdotes antiperonistas en 1955, imaginar que fuesen católicos
practicantes quienes urdieran los incendios como instrumento para derrocar a un
gobierno.
Uno de los
abordajes más comunes consiste en afirmar que el incendio de los templos
católicos del centro porteño fue “en represalia” por los bombardeos llevados a
cabo por la sublevada aviación naval desde el mediodía hasta promediar la tarde
de aquel día. ¿Por qué descartar, sin más, que el segundo hecho fuese
complementario del primero, con distintas manos ejecutoras, pero acaso con idénticos
autores intelectuales? Resulta llamativo que, pese al clima de tensión y
enfrentamiento suscitado meses antes entre el gobierno y la Iglesia, la
profanación de iglesias quedara circunscripta al casco histórico de la Capital.
Es un hecho comprobado que en los barrios populares y en el resto del país no
sólo no se profanó edificio alguno, sino que ni siquiera hubo intentos en tal
sentido. Resulta indicativo de que los sectores obreros, y amplias franjas de
los sectores medios, de haber existido una orden de Perón, no la acataron, y
fueron en todo caso testigos atónitos de los hechos.
En Historia
Argentina – Homenaje a José María Rosa, los autores señalan: “Los únicos casos
de ataques incendiarios a iglesias en la Argentina tuvieron que ver con la
masonería; el más recordado y notorio fue el del asalto e incendio del Colegio
del Salvador, ocurrido el 28 de febrero de 1875. En aquella oportunidad -como
en ésta de 1955- no estuvo el pueblo entre los atacantes, sino grupos
organizados, incitados y capitaneados ‘por las logias masónicas y los llamados
clubes liberales’, según documenta el historiador Guillermo Furlong” (Chávez,
Fermín; Cantoni, Juan C.; Manson, Enrique; Sulé, Jorge, tomo XV, pág. 32).
Estos autores
amplían la pista y citan una versión dada años más tarde por el propio Perón.
Nos dicen: “Coinciden estos dichos [los de Perón] con las conclusiones de la
investigación periodística efectuada por la Revista Primera Plana en 1969,
donde se expresa: ‘Cuando esta investigación llegó a su término fue archivada.
Al producirse el derrocamiento de Perón, las carpetas con todas las
documentaciones fueron halladas en una oficina estatal, pero sus conclusiones
se desestimaron porque indicaban como responsables de los incendios a una logia
masónica ligada a los revolucionarios’. En verdad, el local, más de una vez
aludido, estaba ubicado en la calle Moreno al 400 y pertenecía a Ian Drysdale,
quien llegó a ser Gran Maestre de la Masonería Argentina.”
Un testigo
privilegiado de la jornada, el general Franklin Lucero, amigo de Perón y
ministro de Guerra por aquellos días, adhiere a lo expresado y destaca -al
relatar el episodio de la quema de una bandera argentina días antes del 16 de
junio- su “convencimiento de que ellos [los conspiradores] fueron los
inspiradores, con la intervención, además, de gente liberal-masónica infiltrada
en el gobierno, que se prestaba fácilmente a sus diabólicos planes” (Lucero,
Franklin, “El precio de la lealtad”, Editorial Propulsión, Bs. As., 1959, pág.
122).
El dato revelado
por Lucero en cuanto a la presencia de masones en el gobierno resulta
esclarecedor y permite entender en parte la dinámica del conflicto entre éste y
la Iglesia. Son varios los historiadores que señalan al propio vicepresidente
de entonces, almirante Alberto Teisaire, y ministros del gabinete como el de
Asistencia Social y Salud, Raúl Conrado Bevacqua, y el de Educación, Armando
Méndez de San Martín, como los más enfervorizados atizadores de las medidas
gubernamentales anticatólicas, y a la vez ligados a la masonería argentina.
De hecho, según
testigos presenciales de los incendios, en medio de esas manzanas céntricas
presumiblemente desoladas por los bombardeos de horas antes, fue bien visible
el accionar de tres columnas que provistas de bidones de combustible y con
personas que daban órdenes precisas, consumaron la sacrílega faena. Una de
ellas partió de la sede del Partido Justicialista, cuyo presidente era a la
sazón Teisaire. Otra del Ministerio de Asistencia Social y Salud Pública, a
cargo de Bevacqua, y la tercera de un domicilio no suficientemente
identificado, aunque algunos sugieren que pudo tratarse del ya mencionado local
de calle Moreno al 400.
En mensaje radial
emitido aquella misma noche, el presidente Perón convocó a la conciliación
nacional. En las semanas sucesivas cesaron súbitamente las diatribas contra la
Iglesia desde los medios de comunicación oficiales. Fueron echados algunos de
los funcionarios antes señalados. Pero ya era tarde y quizás Perón comprendió
su error en haber permitido la escalada de violencia de los meses anteriores.
Es cierto que algunos sacerdotes eran abiertos opositores y que en algunos
colegios y parroquias se permitían reuniones de conspiradores contra el
gobierno constituido. Pero fue un salto al vacío el no distinguir eso de la fe
arraigada y profunda de vastos sectores de la población, sin distinción de
clases.
Tras el
derrocamiento de Perón, en septiembre de ese mismo año, algunas voces
procedentes del nacionalismo católico comprendieron, también demasiado tarde,
que el catolicismo fue utilizado como ariete por una sociedad secreta que le
era históricamente hostil. Como ejemplo podemos citar a Jordán B. Genta en su
ensayo La masonería y el comunismo en la Revolución del 16 de septiembre,
publicado a poco de transcurridos los hechos. Ello quedará bastante claro
cuando el sector liberal de la revolución produjo el desplazamiento del general
Eduardo Lonardi y su reemplazo por Pedro Eugenio Aramburu, el 13 de noviembre
de 1955.
Los que en vez de
un “peronismo sin Perón” deseaban una “Argentina sin peronismo” y conspiraban
en las sombras desde el 4 de junio de 1946, dueños verdaderos del golpe
institucional y posiblemente sus autores intelectuales desde el comienzo, se
deshacían así de sus circunstanciales camaradas, los que se habían sumado como
mano de obra apenas pocos meses antes. Qui prodest?