un estudio inglés
cuestiona los tratamientos de transición de género que aquí se aplican
libremente
Claudia Peiró
Infobae, 28 Abr, 2024
En la Argentina,
una concepción terraplanista de género -negación de la biología y del binarismo
sexual- ha llevado a la adopción en 2012 de una legislación que habilita, entre
otras cosas, las terapias hormonales en menores (Ley n° 26.743). Esa misma
concepción ha desatado una fiebre por la ESI: con la excusa de la educación
sexual, se difunde entre niños y adolescentes la idea de que la transición de
género es natural y hasta deseable, de que sexualmente hablando somos una
página en blanco y podemos diseñarnos como se nos antoje.
En el mundo al
revés de hoy, si alguien dice que la tierra es plana, lo tratan de chiflado,
pero se puede afirmar tranquilamente que el sexo es asignado arbitrariamente al
nacer y que podemos cambiarlo a piacere. Nadie se escandaliza. O todos fingen
no escandalizarse porque lo contrario es políticamente incorrecto. Pero si
alguien dice que la humanidad se compone de hombres y mujeres y que no existe
un tercer sexo, inmediatamente será censurado y tildado de transfóbico. Y se
cancelará todo debate.
Una cosa es que
haya un puñado de fanáticos que crea y promueva esto; pero la ideología
trangénero se ha difundido y ha permeado todas las esferas de la vida social,
asociaciones, gobiernos y medios.
En una entrevista
con Infobae, el actor Imanol Arias habló de unos “rarísimos tipos
multimillonarios que se han adueñado de la medicina, la alimentación, el
transporte y la moral”. En el caso del transgenerismo, todas las ONG que
“militan” esa causa están financiadas por los multimillonarios de los que habló
el artista español, sin que se sepa con qué derecho o legitimación, más allá
del poder del dinero. Uno de ellos se sinceró: “Hay que imponer a la fuerza los
cambios woke”.
Con este respaldo
han logrado que, progresivamente, las universidades se plieguen a este
discurso, los legisladores promuevan leyes dictadas por los supuestos intereses
de estas minorías, las autoridades del sistema sanitario los pongan al tope de
sus prioridades, las escuelas dicten clases de ESI impregnadas de doctrina
queer, etc. Hasta las empresas marcan el paso, exponiendo sus políticas de
“diversidad”. Y guay del que se atreva a exponer una duda. Ni preguntar se
puede.
No se refiere esto
al ínfimo porcentaje de personas (adultas) que verdaderamente viven una
incongruencia de género, sino a la liviandad de promover la reasignación de
sexo en base a la sola expresión del interesado, incluso si se trata de un
niño, tal como lo habilita la ley argentina, y autorizar la hormonización e
incluso la cirugía en menores.
Esta
naturalización del transgenerismo explica la explosión de casos que se viene
verificando en los últimos años. Pero un hecho muy relevante y de alto impacto
acababa de irrumpir en este panorama. De pronto, las inquietudes y objeciones
expresadas por muchos tienen correlato y respaldo científico, con la publicación
del Informe Cass, uno de los más contundentes en exponer los extravíos del
transgenerismo. Esta “Revisión independiente de los servicios de identidad de
género para niños y jóvenes” fue encargada por el gobierno inglés.
En realidad, no es
el primer estudio que cuestiona la idea de que la transición de género es un
juego de niños, o el disparate de que los menores están en condiciones de
expresar con claridad su “identidad de género”, separada de su genitalidad, y
de que el único camino es afirmarlos en esa “autopercepción”.
Los países
pioneros en transición de género -hormonal, quirúrgica y legal- ya están
revisando las prácticas excesivamente liberales que admitían hasta hace poco;
así lo han hecho Suecia, Finlandia, Noruega y ahora Inglaterra.
Uno de los
argumentos estrella del transactivismo es que los adolescentes que padecen de
disforia de género deben ser apoyados por sus padres en su transición y nunca
contrariados, ya que hacerlo los empujaría al suicidio. Se ejerce sobre los
padres un chantaje emocional: ¿qué prefieren: un hijo trans o un hijo muerto?
Pero el 17 de
febrero pasado el British Medical Journal publicó un estudio realizado en
Finlandia por espacio de 20 años, de 1996 a 2019, que muestra que, aunque la
tasa de suicidios entre los adolescentes y jóvenes que experimentan incongruencia
de género es más elevada que la media, ello puede deberse a otros factores,
ajenos al impedimento de transicionar: uno es que la mayoría sufre de otros
desórdenes -depresión, anorexia, trastornos del espectro autista, etc-. El
estudio también demuestra que la cirugía de reasignación de sexo no desemboca
en la disminución de esa tasa de suicidio.
Otro argumento muy
meneado por los activistas transgénero es que los efectos de los bloqueadores
de pubertad, además de ser inocuos, son perfectamente reversibles. En el
documental ¿Qué es una mujer?, una pediatra explica con total soltura que dar
bloqueadores es como frenar la reproducción de un DVD: ponemos pausa, se
detiene, ponemos play, vuelve a arrancar.
Sin embargo, un
estudio dirigido por el genetista Nagarajan Kannan, de la Clínica Mayo,
publicado en marzo pasado, (“Puberty Blocker and Aging Impact on Testicular
Cell States and Function”) indica que los bloqueadores de pubertad tienen
efectos sobre la salud y no son reversibles. Por ejemplo, entre los
adolescentes varones, generan atrofia testicular, comprometiendo su fertilidad
futura.
Pero un golpe
decisivo a la irresponsabilidad de los promotores de estos tratamientos en
menores lo propinó el Informe Cass, publicado el 9 de abril pasado. Es una
revisión de cómo encara el Servicio de Salud Inglés (NHS) el tratamiento de
menores con disforia de género, dirigido por Hilary Cass, ex presidente del
Real Colegio de Pediatría, con la cooperación de la Universidad de York.
Iniciado en 2020, se extendió por 4 años.
Una consecuencia
inmediata del informe es que, por decisión del gobierno, ya no se dará
bloqueadores de pubertad a los niños, salvo en contexto de estudios clínicos;
su disforia será tratada con psicoterapia. Decisión tomada a partir de la
inquietante constatación de que las evidencias que han servido hasta ahora para
justificar el uso de bloqueadores y hormonas para masculinizar o feminizar el
cuerpo son absolutamente insuficientes. Más aún, los intentos “por mejorar la
base de evidencia se han visto frustrados por la falta de cooperación de los
servicios de género”.
El Informe Cass
hace un poco de historia recordando que cuando se creó el Servicio de
Desarrollo de Identidad de Género (GIDS, por sus siglas en inglés), en 1989, se
“atendía a menos de 10 niños al año” y “el enfoque principal era terapéutico,
con solo una pequeña proporción derivada para tratamiento hormonal alrededor de
los 16 años”.
Todo esto cambió
con la aparición de un Protocolo Holandés que promocionaba la “intervención
temprana”, o sea, el uso de bloqueadores de pubertad. Sin embargo, “los
resultados preliminares del estudio de intervención temprana en 2015-2016 no
demostraron beneficios”. Y aunque “no hubo resultados positivos mensurables”,
desde el año 2014, en el Reino Unido, “los bloqueadores de la pubertad pasaron
de ser un protocolo de investigación a estar disponibles en la práctica clínica
de rutina y se administraron a un grupo más amplio de pacientes que no habrían
cumplido con los criterios de inclusión del protocolo original”.
Es decir que, pese
a la poca evidencia, se siguió aplicando el protocolo con pretensión
científica. “La adopción de un tratamiento con beneficios inciertos sin un
mayor escrutinio es un alejamiento significativo de la práctica establecida”,
dice el informe.
Lo que cabe
subrayar entonces es que todos los tratamientos hechos hasta ahora con
bloqueadores de pubertad han sido experimentales. Se ha estado experimentando
con menores.
Otra conclusión
importante del Informe Cass es que “el sentido de identidad de los jóvenes no
siempre es fijo y puede evolucionar con el tiempo”. “Los clínicos nos han dicho
que no pueden determinar con certeza qué niños y jóvenes tendrán una identidad
trans duradera”, señalan.
Una constatación
que aconsejaría prudencia. “Nuestra comprensión actual de los impactos a largo
plazo de las intervenciones hormonales es limitada”, advierten.
Según las
conclusiones del Informe Cass, todos los tratamientos aplicados hasta ahora con
bloqueadores de pubertad han sido experimentales. Se ha estado experimentando
con menores
También señalan
algo lógico: que “muchos clínicos” tienen dudas acerca de “su capacidad y
competencia” en el tema y “algunos tienen miedo dado el debate social que los rodea”.
Los profesionales de la salud se sienten presionados por las autoridades y por
el transactivismo, en el sentido de que ante estos casos sólo cabe la
reasignación de género.
Ya en 2022, la
Revisión dirigida por Hilary Cass resaltó “las grandes lagunas y debilidades en
la base de investigación que respalda el manejo clínico de niños y jóvenes con
incongruencia y disforia de género”, en especial, por lo poco que se sabe sobre
los resultados a mediano y largo plazo de los tratamientos.
La revisión
también constató un fenómeno que por su anormalidad debería llamar a la
reflexión a los promotores de la hormonización de menores: el aumento
exponencial de casos y el hecho de que es desproporcionado el porcentaje de
mujeres en el total de adolescentes que presentan incongruencia o disforia de
género.
Una encuesta
realizada por MANADA (Madres de Niñas y Adolescentes con Disforia Acelerada)
entre las familias que se contactan con esa asociación argentina arroja una
proporción de 90,8% de mujeres.
El informe Cass
descarta que el aumento exponencial de casos de los últimos 10 años se deba a
una salida del placard masiva, otro argumento queer. “El cambio exponencial
[en] un período de tiempo particularmente corto es mucho más rápido de lo que
se esperaría para la evolución normal de la aceptación de un grupo
minoritario”, dicen.
También afirma
que, entre los jóvenes que sufren de disforia de género, existe una proporción
mayor que la media de individuos que presentan otros trastornos psicosociales,
desde maltrato familiar a esquizofrenia, pasando por el autismo, la depresión o
la anorexia.
Esto habilita a
pensar que muchos diagnósticos de disforia son errados e incluso están
orientados por la ideología. Conclusiones que deberían además conllevar
responsabilidades en quienes de una forma tan ligera vienen administrando
tratamientos invasivos a menores de edad.
En 2018, un
psiquiatra del GIDS, David Bell, publicó un informe sobre las prácticas médicas
dudosas de ese servicio; en particular, la velocidad con la cual se
diagnosticaba disforia de género a niños y adolescentes y se los orientaba
hacia tratamientos de transición, como bloqueadores, hormonas y cirugías.
La realidad es que
estos tratamientos se aplicaban y se siguen aplicando sin el suficiente respeto
por el rigor científico ni por las normas éticas de la medicina. El Informe
Cass denuncia que los servicios que los brindan ni siquiera conservan bases de
datos apropiadas como para asentar conclusiones científicas.
También está en la
mira la entidad que todos los promotores de la reasignación de sexo temprana
citan como respaldo: la Asociación Internacional de Profesionales de la Salud
de las personas transgénero (WPATH), de la que emana los “Estándares de
atención para los desórdenes de la identidad de género“, que operan como guía
para estos tratamientos en los países que los aceptan, Argentina incluida.
Para WPATH todo se
reduce a la autodeterminación: son las personas trans las que deben decidir qué
cuidados o qué tratamientos desean recibir, y cualquier negativa o simple
freno, objeción o sugerencia en contrario por parte de los profesionales
conlleva el peligro de agravar su malestar. Es como si un paciente le impusiera
al médico su diagnóstico y su tratamiento…
A comienzos de
marzo, el sitio Environmental Progress publicó varios documentos internos de
WPATH fechados entre 2021 y 2024 que revelan que los médicos de la entidad
improvisaban muchas veces los tratamientos, que desconocían sus efectos a
mediano plazo; que eran conscientes de que los niños y adolescentes tratados no
estaban en condiciones de dar un consentimiento válido, porque no podían
comprender realmente los efectos de estas intervenciones en sus vidas. Varios
de estos pacientes padecían además otros trastornos psicológicos o se
encontraban en situación de alta precariedad socioeconómica.
En concreto, los
documentos revelaron una liviandad peligrosa a la hora de determinar
tratamientos y sugerir criterios por parte de la WPATH.
Todo esto
constituye un gran mentís para los que reaccionan acusando de transfobia a
quienes tienen reparos frente a los contextos en que se aconsejan estos
tratamientos. Queda claro que sí hay fundamento para preocuparse por estas
prácticas poco seguras y que toman a los pacientes como conejillos de indias.
La transición hormonal y quirúrgica de sexo todavía está en una etapa
experimental.
Quienes en
Argentina se dedican alegremente a estas transiciones deberían poner las barbas
en remojo.
Hilary Cass
propone en su informe un nuevo modelo de atención para los menores con disforia
de género que implique un enfoque integral “centrado en el paciente y la
familia” y “con fuertes vínculos con los servicios de salud mental”, incluyendo
por ejemplo “servicios para niños, niñas y jóvenes con autismo y otras situaciones
de neurodiversidad”. Y, en caso de que se decida un tratamiento médico, “acceso
a los servicios de endocrinología y de fertilidad”.
“Las lagunas más
significativas están relacionadas con el tratamiento con bloqueadores de la
pubertad”, dice Cass. “El desafío consiste en determinar cuándo se alcanza un
punto de certeza sobre la identidad de género en un adolescente que se
encuentra en un estado de maduración, desarrollo de la identidad y fluidez”,
agrega.
Se desconoce en
profundidad el rol que juegan las hormonas sexuales en el desarrollo de la
identidad sexual, por lo tanto no puede afirmarse con certeza que “pausar” este
desarrollo no tenga consecuencias en la conformación de la identidad sexual. Es
decir, no puede saberse si, en vez de ganar tiempo para tomar una decisión, no
se está condicionando esa elección.
Según el informe
“otro motivo de preocupación” es que “la maduración del cerebro puede verse
interrumpida temporal o permanentemente por los bloqueadores de la pubertad, lo
que podría tener un impacto significativo en la capacidad de toma de decisiones
complejas y de gran riesgo, así como posibles consecuencias neuropsicológicas a
largo plazo”.
El Informe Cass es
impactante: revela la falta de respaldo científico y estadístico de los
tratamientos aplicados hasta ahora y en Inglaterra ha tenido por resultado el
cambio de enfoque, en una primera etapa, en lo que concerniente a niños y
adolescentes. Pero se prevé que en un futuro, se revise también el servicio
dado a adultos trans.
Por todas estas
lagunas, Cass considera imprescindible más investigación en estas “áreas con
poca evidencia”. También propone foros de discusión y de ética para los “casos
complejos” o “cuando haya incertidumbre o desacuerdo”; y “una auditoría
nacional”, entre otras cosas.
En concreto, una
serie de salvaguardas que permitan tratar el tema con la seriedad y el rigor
científico que merece, por involucrar la vida y el bienestar futuro de las
jóvenes generaciones. Huelga decir que todo esto debería implementarse también
en la Argentina.
Otro aspecto
importante es que el informe invita a poner fin a esa idea absurda de que niños
de apenas 11 o 12 años pueden tomar decisiones que implican cambios
irreversibles en sus vidas. Lo increíble de todo esto no son las conclusiones
del Informe Cass, sino el hecho de que se haya considerado “normal”,
“recomendable”, “saludable”, frenar el desarrollo de un niño en su transición a
la edad adulta, interferir en su maduración y creer que eso es inocuo.
Pero hay otro
efecto -o no efecto- del Informe Cass: es el silencio estruendoso con el que
fue recibido en nuestro país, como si la Argentina fuese ajena a la realidad
que allí se describe. No se registró ninguna reacción, refutación o explicación
por parte de quienes aquí promueven y realizan estas prácticas con absoluta
inconsciencia y, hasta ahora, con total impunidad.
Lo increíble no
son las conclusiones del Informe Cass, sino el hecho de que se haya considerado
“normal”, “recomendable”, “saludable”, frenar el desarrollo de un niño en su
transición a la edad adulta, interferir en su maduración y creer que eso es
inocuo
Los mismos que
celebraron los 10 años de nuestra Ley de Identidad de Género o Ley Trans,
guardan silencio hoy frente al Informe Cass, a pesar de que una revisión
análoga en nuestro país sin lugar a dudas revelaría la misma falta de rigor y
las mismas lagunas en materia de respaldo científico.
En las páginas del
gobierno de la Ciudad, por ejemplo, se informa que la ley “dispone que los
servicios de salud brinden la cobertura de terapias hormonales e intervenciones
quirúrgicas totales y parciales para modificar el cuerpo de acuerdo a la
identidad de género autopercibida, sin que para ello se requiera autorización
judicial, administrativa, médica, psiquiátrica y/o psicológica”.
Se informa sobre
los “distintos tipos de cirugías” disponibles: “aumento de pechos y glúteos, la
extirpación de mamas, testículos, útero, ovarios y trompas así como la
construcción de genitales que puede requerir el uso de prótesis”.
“Estas
intervenciones quirúrgicas -dice la página del gobierno de la Ciudad- son una
posibilidad más del proceso de construcción corporal” de cada persona. Como se
ve, se promociona como lo más natural del mundo la extirpación de órganos
sanos. Y se califica a la terapia hormonal como “práctica no invasiva”.
Se aclara además
que, en virtud del Código Civil y Comercial de 2015, las “personas de 16 o más
años son consideradas como adultas/os”, por lo tanto “las terapias hormonales
pueden ser administradas a toda persona de 16 años o más”, con “la sola firma
de su consentimiento informado”.
A raíz del 10 aniversario de la Ley, el sitio Open Democracy (financiado por los millonarios de los que habla Imanol Arias) publicó un artículo que decía que “cuando la ley de identidad de género fue aprobada en 2012, las instituciones todavía se negaban a reconocer que niños y niñas trans tenían capacidad para expresar su identidad”.
Esta misma idea de
autonomía infantil está presente en un documento del gobierno de Santa Fe,
provincia que fue vanguardia en estos temas mientras el narco se enseñoreaba de
ella, y que dice que “uno de los campos en los cuales más claramente se
expresan prejuicios es en el de las infancias, fundamentalmente por la
dificultad de reconocer en las niñas, niños y niñes, sujetes de derechos
autónomes, y no objetos propiedad de un o una adulta encargada de determinar
cuál será la orientación sexual, identidad o expresión de género ‘deseada’ o
‘esperable’ obstaculizando la libre expresión y vivencia de aquello que se
siente, que se autopercibe”.
Es decir que, para
el gobierno provincial de entonces, considerar que los niños carecen del suficiente
grado de madurez como para tener autonomía es un prejuicio.
Sin sorpresas, el
documento santafesino cita como autoridad en la materia a la cuestionada
Asociación Internacional de Profesionales de la Salud de Personas Transgénero
(WPATH).
Es decir que estas
prácticas, alegremente promovidas en la Argentina por diferentes
administraciones, están tan flojas de papeles como las del Servicio de Salud
inglés. En especial en lo que concierne a los menores de edad, estos enfoques
ameritarían un debate científico y ético y una auditoría nacional. Un mínimo
grado de prudencia y de responsabilidad que evite la experimentación con niños.