Al conmemorar el
25 de mayo de 1810, conviene hoy analizar el pasado, pues existe en la
Argentina, como nunca antes, un desaliento generalizado sobre su destino y una
falta notoria de interés por la acción cívica. Estos síntomas evidencian que
está debilitada la concordia, factor imprescindible para que exista una nación
en plenitud, y para que se cumpla un anhelo de la Oración por la Patria: el
compromiso por el bien común. De allí, entonces, la importancia de conocer la
propia historia nacional. Pues, como enseña el Profesor Widow, “cada cual es lo
que ha sido. Condición indispensable para asumir la propia realidad es, por
consiguiente, el juicio recto sobre el pasado: es la única base posible para
una rectificación o ratificación de intenciones y conductas, evitando las
ilusiones y los complejos”.
Debemos precisar los términos, es necesario
distinguir dos aspectos involucrados en esta celebración. En efecto: ¿el
bicentenario alude a la nación o al Estado argentino?
Si se toma la expresión Nación Argentina como
equivalente a Estado Argentino, es necesario decir que el mismo no quedó
constituido el 25 de mayo de 1810, fecha en que se formó un gobierno propio,
pero provisorio, hasta que el Rey, que estaba preso de Napoleón, reasumiera su
corona. El Estado Argentino sólo surgiría seis años después, con la Declaración
de Independencia.
Por otra parte,
si se toma la expresión Nación Argentina en su sentido sociológico -como
conjunto de personas que conviven en un mismo territorio, poseen
características comunes y manifiestan el deseo de continuar viviendo juntas- ya
estaba consolidada antes del 25 de mayo. A partir del 29 de junio de 1550, con
la fundación de la ciudad de Barco -actual Santiago del Estero- comienza la
lenta formación de nuestra nación. Varios autores consideran que la
nacionalidad argentina, preexiste al Estado nacional. Por nuestra parte,
consideramos que en ocasión de las invasiones inglesas, quedó en evidencia que
la Argentina como nación estaba ya consolidada.
Apuntemos al
respecto varios elementos.
1º) Existía ya
en el territorio del Virreynato del Río de la Plata, mayoría de criollos,
algunos de los cuales, como Saavedra y Belgrano -integrantes de la primera
Junta-, desempeñaban funciones públicas de importancia.
2º) Existía,
como lo afirma el sociólogo Guillermo Terrera, una cultura criolla argentina
que, para 1750, tenía características propias y definidas. Agrega Puigbó:
“Varias circunstancias facilitaron esta paulatina y coherente asimilación que
culminó en una integración social, reconocible fácilmente a mediados del siglo
XVIII”.
3º) No existían
tropas profesionales en número suficiente, para repeler el ataque extranjero,
de modo que la resistencia estuvo a cargo de las milicias criollas y de los
vecinos que se sumaron voluntariamente a la lucha. Sería impensable que esto
ocurriera en una sociedad cuyos integrantes se conformaran con ser una colonia.
Precisamente, la decisión masiva de los criollos de combatir, revela a un
pueblo con identidad propia que asume la defensa de su tierra, pese a la ausencia
del Virrey, que se había replegado a Córdoba.
Por lo señalado, si queremos fijar en una
fecha la vigencia de la nacionalidad argentina, la que podría corresponder es
la del 12 de agosto de 1806, cuando se produce la Reconquista de Buenos Aires.
Desde el comienzo de la vida independiente, el
Estado Argentino fue el marco formal de una sola nación, por lo que ambos
aspectos mencionados están estrechamente vinculados.
La cuestión de
la soberanía constituye un tópico fundamental en la filosofía política, con
evidente proyección sobre la realidad social. Lo que aquí nos interesa
dilucidar es el fundamento intelectual de la posición sustentada por los
patriotas argentinos en el proceso de la independencia nacional.
Si bien la
declaración formal se produce recién en 1816, la emancipación comienza en 1810,
al constituirse una Junta de Gobierno que desplaza al Virrey, por considerarse
haber caducado el gobierno soberano de España y la reversión de los derechos de
la soberanía al pueblo de Buenos Aires. En el Cabildo Abierto del 22 de mayo,
la mayoría de los asistentes respaldó el voto de Cornelio Saavedra que
finalizaba con la conocida expresión: que no quede duda de que el pueblo es el
que confiere la autoridad o mando. La resolución del conflicto mereció
interpretaciones diferentes, que vamos a analizar sucesivamente.
Hasta mediados del siglo XX, era opinión
generalizada que la frase de Saavedra y la argumentación previa de Castelli,
estaban fundamentadas en Rousseau y su tesis de la soberanía popular.
Interpretación que puede rechazarse de plano, teniendo en cuenta dos aspectos.
A) Una cuestión
de hecho: el Contrato Social de Rousseau, además de haber tenido poca
aceptación en España a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, sólo parece
haber sido conocido, entre los patriotas que actuaron en el Río de la Plata
antes de mayo de 1810, por el Deán Funes. Recién a comienzos de 1811 se termina
de reimprimir esta obra en Buenos Aires, por disposición de Mariano Moreno.
Sin negar que
haya influido posteriormente, cabe recordar que en febrero de ese año, el
Cabildo llegó a la conclusión “que la parte reimpresa del Contrato Social de
Rousseau no era de utilidad a la juventud, y antes bien pudiera ser
perjudicial.
B) El otro aspecto a tener en cuenta, es el
contenido en sí de la obra. Puede afirmarse que la misma es incompatible con
los argumentos utilizados en el Cabildo de Mayo, donde se alegó la reversión de
los derechos de la soberanía al pueblo. En efecto, en la obra del ginebrino se
sostiene que el ejercicio de la voluntad general, o sea la soberanía, no puede
nunca ser enajenada; el poder puede ser transmitido, pero no la soberanía, lo
que significa que no puede volver al pueblo.
Otra tesis
atribuye al P. Francisco Suárez la mayor influencia en los sucesos de Mayo; se
destaca el P. Guillermo Furlong quien afirma que “fue el filósofo máximo de la
semana de Mayo”.
Recordemos que
Suárez, en su Defensio fidei, rebate la argumentación del rey de Inglaterra,
Jacobo I, quien sostuvo que el poder de los reyes procede inmediatamente de
Dios. Suárez rechaza el llamado derecho divino de los reyes, sosteniendo que la
autoridad política no proviene directamente de Dios, sino por intermedio del
pueblo, que la confiere -expresa o tácitamente- al gobernante, y la recupera en
caso de vacancia o de tiranía.
Si bien la
doctrina de Suárez fue difundida ampliamente en los dominios españoles, creemos
que no puede haber influido en la independencia argentina, por varios motivos:
-A raíz de la
expulsión de la Compañía de Jesús, en 1767, fue prohibida, por Cédula Real del
año siguiente, la difusión de la doctrina de sus maestros. Por ejemplo, en la
Universidad de Córdoba, donde la enseñanza quedó a cargo de los franciscanos,
éstos “rectificaron lo que se llamaba doctrina jesuítica, sobre todo en lo que
se refiere a la Teoría del Poder”.
-El propio
Furlong admite que: “Entre nosotros (en el Río de la Plata) sólo conocemos una
mención explícita a Suárez, y ella se encuentra en la nota que, con fecha 12 de
octubre de 1811, elevó el Obispo Orellana a las autoridades nacionales desde su
prisión de Luján”.
Con respecto a
la tesis en sí, ha sido cuestionada por otros teólogos. Por ejemplo, el jesuita
argentino Julio Meinvielle, sostiene que el pueblo no puede realizar las
funciones complejas que implica el ejercicio de la autoridad. Entonces, no
tiene sentido que se le atribuya el papel de intermediario en la transmisión de
la autoridad, ya que no puede transferir lo que no posee, y no posee lo que no
puede ejercer.
Precisamente, el
criterio para establecer los derechos naturales es la necesidad que de su uso o
ejercicio se tiene. Si la comunidad o pueblo jamás puede ejercer la autoridad,
no se justifica transferírsela, aunque fuera transitoriamente.
No existe
ninguna evidencia de que Castelli conociera la obra de Suárez, y no es creíble
que se inspirara en esta doctrina católica, teniendo en cuenta su actuación
posterior en el Alto Perú, donde permitió a Monteagudo la ejecución de actos
irreligiosos sumamente graves.
La tesis del
derecho divino de los reyes fue adoptada como doctrina oficial por la dinastía
borbónica. A fines del siglo XVIII se difundieron en América las ideas
iluministas y del despotismo ilustrado, cuya influencia se advierte en
patriotas como Belgrano, Vieytes, Mariano Moreno y el Deán Funes.
La enseñanza del
derecho natural racionalista se impuso en España, luego de la expulsión de los
jesuitas, pudiendo señalarse la importancia de su creador, Hugo Grocio, para el
análisis de este tema.
Debemos
considerar que la palabra soberanía que utilizan Castelli y otros de los
participantes del Cabildo de mayo, no pertenece al vocabulario escolástico, lo
que obliga a indagar de dónde se adopta, y con qué sentido. Por una parte, como
señala Tanzi, el vocablo era utilizado en España y América, en esa época, como
equivalente a autoridad o gobierno, y no entendido como el ejercicio de la voluntad
general rousseauniana.
Zorraquín Becú
demuestra la “identidad de pensamiento y hasta de vocabulario”, entre la
argumentación de Castelli y lo sostenido por Grocio en el Derecho de la Guerra
y de la paz, donde afirma: “que si el Rey de un Reino Electivo, o la Familia
Real de un Reino Hereditario, vienen a faltar, la Soberanía vuelve al Pueblo.”
En otro párrafo
de su obra, Grocio contempla, precisamente, el caso que se daba en el Río de la
Plata: "Ocurre a veces que no hay sino un solo Jefe de varios Pueblos, los
cuales sin embargo forman cada uno un Cuerpo perfecto... al extinguirse la
Familia Reinante, el Poder Soberano vuelve a cada uno de los Pueblos antes
reunidos bajo un mismo Jefe”.
Debemos agregar,
que un año antes de la Revolución, Castelli, en su defensa del inglés
Paroissien, argumentó que el establecimiento de las Juntas en España era
ilegítimo pues “no hay pacto específico o tácito de reservación en la nación”.
Esta postura es análoga a la de Jovellanos y diferente a la que iba a sostener
Castelli en el Cabildo Abierto. Lo que induce a creer que este hábil abogado
utilizó en su discurso de Mayo la argumentación que consideró más conveniente
desde una perspectiva práctica. Y acertó, pues no fue rebatida, habiendo
impugnado el Fiscal Villota únicamente el derecho del pueblo de Buenos Aires a
formar por sí solo un gobierno soberano.
Los sucesos de
Mayo no salieron nunca del marco de la propia tradición política hispánica, que
tuvo características singulares. Esta tradición alcanza su madurez intelectual
con la escuela teológica y jurídica española del siglo XVI.
El vocablo
soberanía, que introduce Bodino, no es más que una expresión equivalente a majestas
o summa potestas que utilizaban los juristas españoles para indicar la
particularidad del poder del Estado, que se define por la cualidad de no
reconocer superior. Pero Bodino agrega que es el poder absoluto y perpetuo en
una República, lo que perfila una diferencia clara con el enfoque de los
pensadores españoles: la desvinculación del poder supremo de la ley.
“Un legislador
-dice Vitoria- que no cumpliera sus propias leyes haría injuria a la república,
ya que el legislador también es parte de la república. Las leyes dadas por el
rey, obligan al rey...”. El gobernante, entonces, posee una facultad suprema,
en su orden, pero no indeterminada ni absoluta. El poder se fundamenta en razón
del fin para el que está establecido y se define por este fin: el bien común
temporal.
En su discurso
en el Cabildo, Castelli afirmó -según la versión conocida- “que el pueblo de
esta Capital debía asumir el poder Majestas o los derechos de la soberanía”,
sosteniendo su argumento “con autores y principios”. Como no se conoce el texto
completo de su alegato, únicamente podemos deducir quienes eran esos autores y
cuales los principios.
Ya señalamos la
probable influencia de Grocio, en la elaboración de las frases mencionadas,
pero, como Castelli no fue rebatido, es razonable pensar -como lo hace Marfany-
que la bibliografía citada era la utilizada habitualmente por los abogados,
sacerdotes y funcionarios. Por ejemplo, la Política para Corregidores y señores
de vasallos, de Jerónimo Castillo de Bovadilla, que preveía para el caso de
acefalía: “Y no es mucho que en este caso provea el pueblo Corregidor, y se
permita, pues faltando parientes de la sangre y prosapia real, podría el reino
por el antiguo derecho y primer estado, elegir y crear rey”.
Esto significa
que la Revolución de Mayo se realizó sin apartarse de la propia legislación
vigente. En efecto, Castelli presentó en su discurso un problema concreto; al
haber sido obligado a salir de España el Infante don Antonio, caducaba el
gobierno soberano, puesto que el Virreinato estaba incorporado a la Corona de
Castilla, y no tenía obligación de subordinarse a otro órgano de gobierno. La
norma respectiva está incluida en la Recopilación de Leyes de Indias, promulgada
por el Emperador Carlos V, que dispone: “Que las Indias Occidentales estén
siempre reunidas a la Corona de Castilla y no se puedan enagenar”.
Es opinión común
entre los autores considerar que el voto de Saavedra en el Cabildo, al que
adhirió la mayoría de los asistentes, implica el reconocimiento del pueblo como
fuente de la soberanía, ya sea en la versión rousseauniana o en la suareciana.
El voto terminaba con la famosa frase: y que no quede duda de que el pueblo es
el que confiere la autoridad o mando.
Creemos más
atinada la interpretación de Marfany: que el propósito de Saavedra fue corregir
parcialmente el voto del General Ruiz Huidobro, que fue el primero en votar
contra el Virrey, opinando que su autoridad debía reasumirla el Cabildo como
representante del pueblo.
Saavedra, que se
había desempeñado en el Cabildo como Regidor, Síndico Procurador y Alcalde,
comprendió que la fórmula propuesta era defectuosa, pues el Cabildo no podía
ejercer actos de soberanía como el que se le pretendía conferir. Era un
gobierno representativo del pueblo, pero destinado al gobierno municipal, de
modo que la facultad de formar una junta que reemplazara al Virrey debía surgir
de una atribución expresa del Cabildo Abierto.
Que esta
intención fue comprendida por el Cabildo surge del Reglamento que dictó para la
Junta, que expresa en su cláusula Quinta, que, en caso de que las nuevas
autoridades faltasen a sus deberes, procedería a su deposición, reasumiendo
para este sólo caso la autoridad que le ha conferido el pueblo.
La independencia
argentina, como lo reconocen hoy la mayoría de los historiadores de prestigio,
se produjo como una consecuencia lógica de los sucesos de España, y no por
influencia de las revoluciones norteamericana y francesa, ni de los autores de
la Enciclopedia. Existió sí, una combinación de influencias intelectuales
diferentes y a veces contradictorias, con utilización de autores modernos, pero
sin que se produjera una “acentuada inclinación modernista”.
La tradición política hispánica, de sólida raíz católica, es la que
prevaleció en el proceso emancipador, lográndose “una síntesis admirable” al
incorporar ideas contemporáneas depuradas de “toda connotación agnóstica”. Únicamente
así puede entenderse que en el Congreso de Tucumán, en 1816, se dispusiera que
la Declaración de Independencia debía ser jurada por Dios Nuestro Señor y la
señal de la Cruz.
En realidad, la
guerra de la independencia fue una guerra civil, entre dos concepciones. Por
eso, en los dos bandos enfrentados hubo españoles, y el ejército realista que enfrentó en el norte
a los patriotas del Río de la Plata, estuvo integrado en un 90 % por criollos e
indios.
Los reyes
borbónicos se habían apartado de la tradición hispánica; influidos por el
racionalismo, aplicaban el llamado despotismo ilustrado. Desde el Pacto de
Familia de 1761, España dejó de interesarse en América. Además, Napoleón
quiebra la unidad imperial, y los americanos temían ser negociados por la Junta
Central.
San Martín peleó
–siendo oficial del ejército español- contra el invasor francés, pero no se
ilusionaba con la victoria de Bailen. Napoleón entró con 250.000 hombres y
repuso en el trono a su hermano José. Suponiendo que triunfara España con ayuda
de Inglaterra, sería la victoria de unos reyes ineptos; a las miserias de la
Corte borbónica, Napoleón las resumía
así: la madre era adúltera, el padre consentido, el hijo traidor. Por eso, quien
sería después el Padre de la Patria, decidió combatir por la independencia y
salvar la verdadera España, en América.
No fue una
decisión personal, sino compartida por muchos nativos de este continente que
vivían en España. Lo explica San Martín: “En una reunión de americanos en
Cádiz, resolvimos regresar cada uno al país de nuestro nacimiento, a fin de
prestarle nuestros servicios en la lucha (carta a Castilla, 11-9-1848).
Con respecto al
sistema de gobierno, tuvo una posición pragmática, no tenía predilección por
ningún sistema teórico. En ocasión del Congreso de Tucumán, dijo que sea
cualquiera con tal que no vaya contra la religión, es decir que no sea malo en
sí mismo. Tuvo en una primera etapa simpatía por la república, dada la
experiencia de la corte española, pero en América, siempre postuló la
monarquía, desde que llegó hasta que se fue. También lo hizo en Chile y en
Perú.
De lo que no
tenía dudas es de la necesidad imperiosa de proclamar la independencia, sobre
lo cual insistía en sus cartas al representante de San Juan, Godoy Cruz. No
todos compartían esa visión. Alvear, siendo Director, en 1815, escribió dos
pliegos a las autoridades británicas, que se conservan en el Archivo Nacional,
afirmando que estas provincias desean pertenecer a Gran Bretaña. Cuando se
concreta la declaración, el 9 de julio, no queda satisfecho el general pues
conocía las gestiones que se realizaban para subordinar este territorio a
Inglaterra o a Portugal, y el acta solo se refería a Fernando VII, sus
sucesores y metrópoli. Por eso siguió presionando hasta que el 19 en reunión
secreta, presidida por Medrano, se agregó: y de toda otra dominación
extranjera.
La propuesta de
Belgrano de coronar a un descendiente de los incas, formulada en sesión
especial el día 6 de julio, ha motivado algunas dudas. Algunos han creído
identificar al candidato en Dionisio Inca Yupanqui, educado en el Seminario de
Nobles de Madrid, que llegó a ser Coronel de Dragones en el Ejército español.
Por cierto, que la conjetura es un recurso válido en la investigación
histórica, siempre que haya alguna evidencia concreta, que en este caso no
existe.
En cambio, se
conoce bien la existencia de Juan Bautista Tupac Amaru, hermano menor de
Gabriel Tupac Amaru, que encabezó la última rebelión indígena contra los
españoles, y que fue cruelmente ajusticiado junta a toda su familia. El único
que sobrevivió fue Juan Bautista, pues fue confundido con un reo común, y
mantenido en prisión muchos años en distintas cárceles, hasta llegar a Ceuta,
en África. Allí lo encontró un sacerdote peruano, el P. Durán, quien lo ayudó a obtener la libertad y lo embarcó
rumbo a Buenos Aires, a donde llegó en 1812.
Las autoridades
le concedieron una pensión, y le encargaron que escribiera sus memorias que
fueron publicadas en 1824, en la Imprenta de Niños Expósitos. Este curioso
personaje falleció a los 88 años, y fue
enterrado en el cementerio de la Recoleta. Consta en las memorias que conoció a
San Martín y Belgrano, de modo que la propuesta del prócer mencionado no fue
una fantasía romántica, como creyeron algunos. Mitre, por ejemplo en su biografía
del creador de la bandera, lo critica duramente por estas ideas. Sin embargo,
era opinión general que habiendo reasumido su trono Fernando, y constituida la
Santa Alianza, no había seguridad de que fuese aceptado un gobierno
republicano.
De allí que
promover una monarquía constitucional, encabezada por un descendiente de los
incas, era una idea sensata, y por eso la apoyó San Martín.
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Habiendo
intentado esclarecer el proceso de independencia de nuestra patria, podemos reflexionar
ahora sobre el futuro de la misma.
En el mundo
actual, sólo podrán sobrevivir como pueblos con identidad propia, aquellos que
se afiancen en sus propias raíces, descartando los cantos de sirena de modas y
costumbres ajenas, que se impulsan en el mundo globalizado. El complejo trámite
de alejamiento de Gran Bretaña de la Unión Europea (brexit), debería ayudarnos
a meditar sobre los riesgos de un multiculturalismo que arrasa con las
tradiciones para imponer con más facilidad
las ideologías e intereses prevalecientes.
Nos parece que, si
a la política se la considera la “cenicienta del espíritu”, habrá en el país
mayor proporción de buenos profesionales, eficientes técnicos, abnegados
docentes e inspirados artistas, que políticos aptos en el servicio a la
comunidad. No puede extrañar que esta actividad genere recelos, pues es la
función social más susceptible a la miseria humana; la que exacerba en mayor
medida todas la pasiones y debilidades. Pero la situación actual en nuestro país
es, y desde hace mucho tiempo, verdaderamente patológica; la mayoría de los
buenos ciudadanos, comenzando por los más inteligentes y preparados, abandonan
deliberadamente la acción política a los menos aptos y más corruptos de la
sociedad, salvo honrosas excepciones.
Por cierto que los
desatinos y desfalcos de los sucesivos gobiernos, resultantes de esta selección
al revés -kakistocracia: gobierno de los peores-, realimenta el desprecio hacia
la política. Explica Marcelo Sanchez Sorondo que: “...al ocurrir la vacancia
del Estado por el ilegítimo divorcio entre el Poder y los mejores, en la
confusión de la juerga aprovechan para colarse al Poder los reptiles inmundos
que, denuncia Platón, siempre andan por la vecindad de la política, como andan
los mercaderes junto al Templo.”
Se ha llegado a
esta situación por un progresivo y generalizado aburguesamiento de los
ciudadanos, de acuerdo a la definición hegeliana del burgués, como el hombre
que no quiere abandonar la esfera sin riesgos de la vida privada apolítica. No
se tiene en cuenta la advertencia de Carl Schmitt: “si un pueblo teme las
fatigas y el riesgo de la existencia política, otro pueblo vendrá que le
arrebate esas fatigas y cargue con ellas, asumiendo la política contra los
enemigos exteriores y, con ella, la soberanía política.”
Siendo tan grave el
riesgo, vale la pena intentar discernir el sentido profundo del drama político
argentino. En primer lugar, debemos bucear en el pasado nacional, para tratar
de comprender como pudo llegarse a la situación actual.
El segundo aspecto
a considerar, es determinar si una sociedad como la Argentina, puede pretender
realmente ser conducida por un Estado independiente, en un mundo globalizado.
Este aspecto está íntimamente vinculado con el anterior, pues ningún gobierno
actuará con independencia si no está convencido de que puede y debe hacerlo. Si
se piensa, como Alberdi, que no es nuestro hermano un hombre porque ha nacido
en la misma tierra que nosotros, pues no somos hijos de la tierra sino de la
humanidad, nunca la acción gubernamental se orientará al progreso de la propia
sociedad.
La defensa integral
de la sociedad, como decisión firme, exige una actitud patriótica. Ahora bien,
no cabe duda que la globalización implica un riesgo muy concreto de que
disminuya en forma alarmante el grado de independencia que puede exhibir un
país en vías de desarrollo. Entendiendo por independencia la capacidad de un
Estado de decidir y obrar por sí mismo, sin subordinación a otro Estado o actor
externo, la posibilidad de dicha independencia variará según las circunstancias
del país respectivo y de la capacidad y energía que demuestre su gobierno.
Resulta claro que
–desde hace décadas- los gobiernos
nacionales optaron conscientemente por
una “dependencia asumida o resignada”. Pese a todos los condicionamientos que
impone la globalización, de ninguna manera es ésa la alternativa más racional,
ni, por cierto, la única posible para la Argentina. Pues una cosa es orientar
las velas en la dirección del viento, y otra muy distinta, entregar el timón
del barco. Desde nuestra perspectiva, no deben ser motivo de preocupación los
cambios de tamaño, forma y roles del Estado, mientras cumpla su finalidad de
gerente del bien común. Pues,
más allá de las pretensiones de los ideólogos de la globalización, lo cierto es
que el Estado continúa manteniendo su rol en nuestros días. En varios países el
Estado maneja más de la mitad del gasto nacional, y no es consistente, por lo
tanto, afirmar que los políticos son simples agentes del mercado. Es claro que
ello exige fortalecer el Estado, que sigue siendo el único instrumento de que
dispone la sociedad para su ordenamiento interno y su defensa exterior.
Pese a todos los
condicionamientos que impone la globalización, el Estado sigue siendo el mejor
órgano de que dispone una sociedad para su ordenamiento interno y su defensa
exterior. De modo que conviene no proclamar apresuradamente la desaparición del
Estado, que sigue siendo una sociedad perfecta, por ser la única institución
temporal que protege adecuadamente el bien común de cada sociedad territorialmente
delimitada.
Como enseña
Benedicto XVI en su encíclica Caritas in veritate: parece más realista una
renovada valoración de su papel y de su poder, que han de ser sabiamente
reexaminados y revalorizados, de modo que sean capaces de afrontar los desafíos
del mundo actual, incluso con nuevas modalidades de ejercerlos (24).
La situación
internacional, vista sin anteojeras ideológicas ofrece, - en especial desde
1989- posibilidades de actuación autonómica aún a los países pequeños y
medianos. Por otra parte, es necesario expresar que la posibilidad, que
sostienen muchos, de un gobierno mundial ya fue desestimada por Carl Schmitt en
1932: “El mundo político es un Pluriversum, no un Universum”. “La unidad
política no puede, por razón de su esencia, ser universal, en el sentido de una
unidad que abrazara la humanidad toda y la tierra entera”. Agrega Castaño que
una sociedad es política, mientras no efectúe una cesión general e irrevocable
de sus facultades de gobierno y jurisdicción a una entidad superior.
Esto no ocurre,
ni con las Naciones Unidas y con la Unión Europea. Según la Carta de las
Naciones Unidas, los propósitos consisten en mantener la paz y fomentar entre
las naciones relaciones de amistad, en base al principio de la igualdad
soberana de todos sus miembros. A su vez, el tratado de la Unión Europea,
establece que la Unión actúa dentro de los límites de las competencias que le
atribuyen los Estados miembros, para lograr los objetivos que éstos determinen.
En virtud del principio de subsidiariedad, la Unión intervendrá sólo en caso de
que los objetivos no puedan ser alcanzados por los Estados miembros. La
decisión adoptada por el Reino Unido de retirarse de la Unión –Brexit- estaba
prevista por el artículo 50 del Tratado, y confirma que la adhesión es
revocable. Por consiguiente, un poder subsidiario “sí puede ser compatible con
la existencia de comunidades políticas que no han renunciado a su status de
tales, esto es, de Estados independientes”.
La cultura de un
pueblo se mantiene vigorosa, cuando defiende sus tradiciones, sin perjuicio de
una lenta maduración. La identidad nacional se deforma cuando se corrompe la cultura
y se aleja de la tradición, traicionando sus raíces. La nación es una comunidad
unificada por la cultura, que nos da una misma concepción del mundo, la misma
escala de valores y se proyecta en actitudes, costumbres e instituciones. Cuando un pueblo se debilita
en la defensa de su autonomía frente al mundo, desaparece como tal, como ha
ocurrido muchas veces en la historia.
Si es correcto
el análisis, la prioridad absoluta consiste en restaurar el Estado, y procurar
que actúe eficazmente al servicio del bien común. Sin embargo, la restauración
del Estado argentino no ocurrirá como consecuencia necesaria de elaborar un
buen diagnóstico, pues el grave problema de nuestra sociedad es que su Estado
ha sido progresivamente desmantelado, y en la actualidad no cumple con eficacia
sus funciones esenciales. Es estas condiciones, sería insensato confiar en que
pueda producirse espontáneamente un cambio positivo. Sólo ocurrirá si un número
suficiente de argentinos con vocación patriótica decide actuar en la vida
pública, buscando la manera efectiva de influir en ella, para lo cual deberá
planificar cuidadosamente sus acciones.
Un plan para la
nación, es mucho más que extrapolación
en el tiempo; el vocablo se refiere a la intervención necesaria de la voluntad
humana en su configuración. “El futuro de un pueblo, entendido como proyecto
vital colectivo, puede en buena medida ser regulado desde el presente”. “Un
plan de la nación no aparece, pues, como una fórmula mágica, sino como una
combinación perfectible de realismo y voluntad”. Y es en el marco del Estado
donde debe realizarse el planeamiento global que establezca las metas y las
prioridades en el proceso de desarrollo integral de la sociedad.
Un proyecto
nacional puede contribuir, en ésta época signada por el fenómeno de la
globalización, a compatibilizar la inevitable integración del país con los
demás países, con la preservación de la propia identidad cultural, haciendo
explícito lo que somos a fin de buscar lo que debemos ser; lo contrario sería
abandonarse al futuro sin prudencia, de la mano de un empirismo más o menos
ciego.
Para finalizar
esta reflexión, conviene mirar al pasado para que nos sirva de inspiración y no
caer en un pesimismo estéril. Por ejemplo, recordar una arenga a la tropa del
General Levalle, durante la Campaña del Desierto (1877):
“Camaradas, no tenemos yerba, ni tabaco, ni pan, ni
ropa, ni recursos, ni esperanzas de recibirlos; en fin, estamos en la última
miseria, pero tenemos deberes que cumplir, y los cumpliremos.”
(*) Exposición
efectuada por Mario Meneghini, el 23 de
mayo de 2019, a comenzar el Ciclo de Conferencias organizado por el
Centro de Estudios Cívicos, y que se lleva a cabo en el Colegio de Escribanos
de Córdoba.