ni espontánea ni transversal
– Por Agustín Laje
Fundación Libre, October 30,
2019
El
ataque a las instituciones chilenas es un ataque esencialmente de tipo
izquierdista.
En América Latina
acostumbramos a equiparar crisis económicas con crisis políticas, en el sentido
general de que las primeras desencadenan las segundas. Por eso la propia noción
de crisis nos remite, casi automáticamente, a gráficos y números; a complejos
cálculos que un desfile de economistas tratan de resumir por televisión; a
inflación, desabastecimiento, corridas bancarias, desempleo, pobreza. Esa,
pues, es la fisonomía de una crisis en el imaginario colectivo latinoamericano.
Ahora bien, nada de eso
ocurre realmente en Chile, sencillamente porque la crisis no es económica, sino
estrictamente política e ideológica. Y esto debe ser tenido en cuenta a partir
de las variables macroeconómicas que posicionan, no por nada, a Chile como el
país más desarrollado de la región gracias al modelo que hoy precisamente se
impugna: crecimiento promedio anual del 3,7 % en las tres últimas décadas,
incremento del PIB per cápita de 4.000 a 28.000 dólares en las últimas cuatro
décadas, reducción de la pobreza del 53 % al 6 % en ese mismo lapso, inflación
actual virtualmente inapreciable, una movilidad social envidiable, caída del
coeficiente de Gini desde los ’80 a hoy, etcétera.
Si en nuestro imaginario
colectivo son las crisis económicas las que desatan las crisis políticas, ¿en
qué medida una crisis política se desata si no es a través de una crisis
económica? Fundamentalmente, a través de una crisis de legitimidad respecto de
la totalidad del sistema. Y estas son, sin dudas, las crisis más corrosivas,
porque no se solucionan con un nuevo plan económico o con una reforma puntual,
sino con una reestructuración radical, o bien de las expectativas sociales
respecto de esa totalidad, o bien con el derrumbamiento de la totalidad como
paso previo para rearmar un nuevo sistema: y a eso es lo que llamamos, desde
luego, revolución.
¿Hay una revolución, pues,
en Chile? No en sentido estricto. Por ahora hay insurgencia y rebelión. La
revolución es el paso siguiente, en el que las grietas del sistema interpelado
se ensanchan de tal manera que toda la estructura termina de caer. Y eso, por
el momento, no ha pasado. En términos marxistas, podríamos decir que lo que hoy
vemos en Chile todavía acontece al nivel de la superestructura política,
jurídica, cultural e ideológica, pero que está apuntando a dar un salto
cualitativo hacia la estructura económica como fin último.
La peculiaridad de la
actividad revolucionaria al nivel cultural es que demora en brindar frutos lo
que demoran las generaciones en adoctrinarse. Y en Chile, claro está, la
izquierda domina el sistema cultural (escuelas, universidades, medios de
comunicación y farándula) desde hace muchos años ya.
Personalmente, he dictado
conferencias en colegios donde hacía algunos días habían estado enseñando las
ideas de Antonio Gramsci dirigentes comunistas como Boric y Jackson, quienes a
su vez han sido formados por Mouffe y Laclau en recurrentes visitas de estos a
Chile.
Estoy hablando, en el caso que me tocó vivenciar, de un colegio de clase
alta del sur del país. Y personalmente, también, me tocó vivir al menos tres
actos de censura en universidades chilenas, que cancelaron mis conferencias con
menos de 24 horas de antelación.
Entiéndase lo que se quiere
decir: si se advierte la composición sociocultural de los manifestantes
chilenos, podrá advertirse que no estamos, en efecto, frente a una revolución
proletaria ni mucho menos. Es el estudiantado de clase media, media alta y alta
el que protagoniza la revuelta. Y la revuelta no es el fruto de crisis
económica alguna, sino de una crisis de legitimidad del sistema que hizo de
Chile el país más próspero de la región, que viene siendo cuidadosamente
trabajada desde hace muchos años en aquellos que, por fin, están listos para
salir al campo de batalla.
Ahora bien, la crisis
política chilena no es simplemente una crisis de legitimidad, sino que además
es el producto de un contexto político internacional bien preciso, en un
momento en el que la izquierda populista se rearma en la región tras el punto
de inflexión que significó la victoria de AMLO en México y el armado del
llamado Grupo de Puebla.
Al respecto, existe una
tendencia tan estúpida como infantil de considerar que toda variable
geopolítica es parte de una “teoría de la conspiración”. Y es que la política
no tiene que ver simplemente con urnas, votos, discursos y partidos políticos:
esto es, en todo caso, lo que se ve de la política. Pero hay una dimensión de
la política (quizás la más política de sus dimensiones) que no se coloca a la
luz del día: servicios de inteligencia, infiltraciones, interceptaciones,
carpetas reservadas, etcétera.
El éxito de la revuelta
chilena descansa, precisamente, en su apariencia de “espontaneidad”. Sustraído
de toda conexión política-internacional, de toda evaluación de intereses
foráneos, de toda determinación de relaciones de fuerzas entre naciones, el
conflicto chileno se define a sí mismo como la autodeterminación de un “pueblo”
que “transversalmente” decidió “decir basta” (sin saber muy bien a qué). En
otras palabras, el éxito de la revuelta descansa en la imbecilidad colectiva
que gusta de épicas de cartón diseñadas para imbéciles.
“Vamos mejor de lo que
pensábamos. Y todavía lo que falta. Estamos cumpliendo el plan. Foro de San
Pablo, estamos cumpliendo el plan, ustedes me entienden”, decía Nicolás Maduro
al ser señalado como responsable de la violencia en Ecuador y en Chile.
Diosdado Cabello, por su parte, hablaba de la “brisa bolivariana que recorre la
región”.
Por eso mismo el Comunicado de la Secretaría General de la OEA del 16
de octubre de este año, que decía expresamente que “las actuales corrientes de
desestabilización de los sistemas políticos del continente tienen su origen en
la estrategia de las dictaduras bolivarianas y cubana, que buscan de nuevo
reposicionarse”.
¿No entran a diario cientos
de venezolanos a Chile, que huyen de la pobreza de su país? ¿Cuán difícil es
meter venezolanos con “otro tipo” de intereses? ¿E incluso cubanos? ¿O acaso no
son las fronteras chilenas tan porosas como Bachelet las dejó? Llegan, además,
refuerzos de otros países. Los dirigentes del Frente de Izquierda de Argentina,
Gabriel Solano y Romina Del Pla, por ejemplo, anunciaron en sus redes sociales
que estaban viajando ahora mismo a Chile “para apoyar la rebelión del pueblo
chileno”.
Y a ello hay que sumar el movimiento indígena organizado, los grupos
feministas, los lobbies LGBT y todos los movimientos sociales que la izquierda,
con gran astucia, ha estado formando durante décadas a partir de la teoría de
la hegemonía laclauniana.