Ideología de Género y manipulación
del habla
Nicolás Márquez
Si hay alguna herramienta utilizada por el marxismo
cultural y su consiguiente ideología de género a la hora de ganar terreno en su
batalla psico-política, es justamente la del lenguaje. Para tal fin, estos
lobbystas no han escatimado en manosear el idioma y el sentido de las palabras,
para luego acudir no sólo a su embestida propagandística sino también a la
amable quimera del “diálogo” como herramienta de “persuasión civilizada”: “No
hay dicotomía entre diálogo y acción revolucionaria. No hay una etapa para el
diálogo y otra para la revolución. Al contrario, el diálogo es la esencia misma
de la acción revolucionaria”[1] sostenía el agente marxista Paulo Freire,
pedagogo brasileño oriundo de Pernambuco (suerte de Antonio Gramsci
tercermundista), quien tanto influyó con su famosa obra Pedagogía del oprimido
publicada en 1968.
Pero tres años antes y con notable vocación
visionaria, otro brasileño nacido en San Pablo y pensando desde las antípodas
ideológicas de Freire, ya venía denunciando la incipiente trampa “dialoguista”
del neocomunismo desde su libro Trasbordo ideológico inadvertido y diálogo
(1965): nos referimos a Plinio Correa de Oliveira. Es en esta imprescriptible
obra donde este avezado intelectual de derecha advertía que desde la técnica
del diálogo las palabras “ecumenismo”, “diversidad”, “pacifismo” y afines,
serían las que de ahora en más acuñaría la estrategia comunicacional
revolucionaria para engañar a la población y de esta forma “trasbordar
ideológicamente” al interlocutor no izquierdista. Estos vocablos especialmente
seleccionados eran denominados por Plinio como “Palabra-talismán” y según el
autor “Se trata de palabras cuyo sentido legítimo es simpático y a veces hasta
noble”[2], motivo por el cual “los conferencistas, oradores o escritores que
emplean tales palabras, por ese sólo hecho ven aumentadas sus posibilidades de
buena acogida en la prensa, en la radio y en la televisión. Es este el motivo
por el cual el radioescucha, el telespectador, el lector de diarios o revistas
encontrará utilizadas esas palabras a todo propósito, que repercutirán cada vez
más a fondo en su alma” y ante ello, los comunicadores tendrán “la tentación de
usarla con creciente frecuencia y así lograrán hacerse aplaudir más fácilmente.
Y, para multiplicar las oportunidades de usar tal palabra, la van utilizando en
sentidos analógicos sucesivamente más audaces, a los cuales su elasticidad
natural se presta casi hasta el absurdo”[3].
Con este mecanismo de acción
psicológica, sostenía Plinio que “un anticomunista fogoso puede ser
‘trasbordado’ a un anticomunismo adepto exclusivamente a las
contemporizaciones, a las concesiones y a los retrocesos”[4], agregando que el objetivo
es “el de debilitar en los no comunistas la resistencia al comunismo,
inspirándoles un ánimo propenso a la condescendencia, a la simpatía, a la no
resistencia, y hasta al entreguismo. En casos extremos, la distorsión llegaba
hasta el punto de transformar a los no comunistas en comunistas”. Por ende los
comunistas “esperan mayores resultados de la propaganda que de la fuerza”[5],
dado que “ya no es más de los partidos comunistas existentes en los países
libres, sino de la técnica de la persuasión implícita, que el comunismo espera
la conquista de la opinión pública”[6]. Más aún, decía Plinio que cuanto menos
emparentado esté el eventual comunicador con el comunismo, mayor penetración
tendrá su mensaje en las masas. No es casualidad entonces que la “ideología del
género” esté hoy siendo apoyada por tantos voceros desideologizados o
semicultos, frecuentemente pertenecientes al mundo de la farándula, del deporte
o del periodismo panelístico:
“El partido comunista no puede mostrarse. Debe
escoger agentes de apariencia no comunista, o hasta anticomunistas, que actúen
en los más diversos sectores del cuerpo social. Cuanto más insospechables de
comunismo parecieren, tanto más eficaces será”[7], concluía con impecable
certeza Correa de Oliveira.
Luego, con este consenso comunicacional hegemonizado y
con las bases de este “diálogo” sedimentadas, los sofistas de la subversión
cultural comienzan a jugar con las palabras cuyo significado ha sido
previamente manipulado, enfatizando aquellas que serían funcionales a su causa
y quitando las que podrían resultarles inconvenientes. Es por ello que hace
tiempo vienen erradicando por “reaccionaria y arcaica” la denominación binaria
“hombre-mujer” y en sentido contrario, multiplicaron sus consignas con la sigla
“GLBT” (visualmente acompañadas por pabellones multicolores) correspondiente a
“Gays” (homosexuales varones), Lesbianas (homosexuales mujeres), “Bisexuales”
(personas que practican actividad venérea con personas de ambos sexos
alternadamente) y según el caso, la letra “T” se corresponde con “Travestis”,
“Transgenéricos”, “Transexuales” y elementos afines, cuyos significados
terminológicos se encuentran en “plena evolución” según informan sus glamorosos
catequistas.
Tanto es así que los grupos LGTB en sus comunicados han llegado a
catalogar un total de 23 “identidades sexuales” (“agenéricos”, “pansexuales”,
“intersexuales” y muchas otras ocurrencias) y con esta flexibilidad, se
pretende licuar todo paradigma sexual instaurando un verdadero desconcierto
discursivo en el cual se diluye cualquier criterio rector y se procura ir
arrastrando sutilmente al desprevenido interlocutor hacia su causa o al menos,
a ser indiferente ante ella.
En esta inteligencia, uno de los principales triunfos
filológicos conseguidos por la maquinaria propagandística del “género” sin
dudas ha consistido en imponer en el léxico popular la palabra “gay” (vocablo
anglosajón que suena “cool” y vanguardista), la cual no significa absolutamente
nada en términos sexuales -“alegre” es la traducción de “gay” del inglés al
español- y con ello, se le brinda a una conducta reñida con la naturaleza una
connotación sonriente y festiva: “La misma palabra ‘gay’ es un catalizador que
tiene la facultad de anular lo que expresaba la palabra ‘homosexualidad’” le
comenta en 1981 el periodista Gilles Barbedette al pornógrafo comunista Michel
Foucault, cuyo entrevistado celebra este triunfo idiomático respondiendo lo
siguiente:
“Es importante porque, al escapar a la categorización
‘homosexualidad-heterosexualidad’, los gays, me parece, han dado un paso
significativo e interesante. Definen de otro modo sus problemas al tratar de
crear una cultura que sólo tiene sentido a partir de una experiencia sexual y
un tipo de relaciones que les sean propios. Hacer que el placer de la relación
sexual evada el campo normativo”[8]. O sea que con este revestimiento simpático
y auspicioso, la cofradía del género toma más impulso para vanagloriase
públicamente de sus hábitos procurando así, no que la homosexualidad sea
tolerada -nadie se opone a la existencia de dicha tolerancia-, sino que esta
praxis sea catalogada de una manera tan valiosa y fecunda como la heterosexual
o incluso superior a ella: “Los hombres y las mujeres gays, al conocer mejor
sus propios cuerpos, podían estimular y satisfacer a sus compañeros más
efectivamente que los hombres a las mujeres”[9], sostiene el ideólogo del
género costarricense Jacobo Schifter Sikora, cuyo macizo libro Ojos que no ven…
psiquiatría y homofobia se desvive por “demostrar” la superioridad moral homosexual
por sobre la heterosexual.
Y así como se ha pretendido con éxito la adulación a
toda manifestación cultural emparentada con la homosexualidad, de manera
inversamente proporcional se buscó (también con éxito) satanizar a todo aquel
que cuestione dicha agenda, imponiéndole al circunstancial contradictor la
etiqueta pseudocientífica de “homofóbico”, apodo fabricado por George Weinberg
-psicólogo izquierdista aliado a la causa homosexual-, quien inventó dicho
estigma para regocijo y gratitud de Arthur Evans, co-fundador del “Gay
Activists Alliance” (Alianza de Activistas Homosexuales)[10]: “La invención de
la palabra ‘homofobia’ es un ejemplo de cómo una teoría puede echar raíces en
la práctica”[11] sostuvo con júbilo. De más está decir que dicha denominación
no sólo no tiene el menor rasgo científico (no figura en ningún DSM de
psiquiatría) sino que la naturaleza del vocablo incurre en una evidente
contradicción: si el prefijo griego “homo” significa tanto “hombre” como
“igual”, y del mismo griego surge que “fobia” es un “miedo” o “aversión”,
tendríamos que “homo-fobia” es un “miedo o aversión a los hombres o a los
iguales”. Es decir, en comprensión literal, la palabra “homofobia” es un
sinsentido consistente en que uno siente miedo de los iguales a uno, cuando de
existir alguna “fobia” habría de ser del diferente y nunca del afín: salvo que
los homosexuales confiesen que no se sienten iguales sino diferentes, pero esta
confesión iría en contradicción con el igualitarismo ideológico tan caro al
discurso de su respectiva agenda.
O sea que la “ideología de género” impuso la paradoja
de brindarle una connotación patológica no a quienes atentan contra el orden
natural sino a quienes lo reivindican. No es para menos; la exoneración de todo
aquel que se resista al engaño cultural fue una técnica que también supo ser
definida por el precitado delincuente idiomático Paulo Freire: “Cuando la
creación de una nueva cultura es apropiada pero se la ve frenada por un
‘residuo’ cultural interiorizado es preciso expulsar este residuo por medios
culturales. La acción cultural y la revolución cultural constituyen, en
diferentes momentos, los modos apropiados para esta expulsión”[12]. Luego, nada
más efectivo que inventarle a todo detractor de la ideología de género el infamante
apodo de “homofóbico” y así, expulsarlo de la contienda dialéctica: denuesto
artificial que ya fue indulgentemente recogido como propio por el grueso de los
acobardados exponentes del centrismo bienpensante y el libertarianismo
funcional.
Pero estrategias sucias al margen preguntamos: si a
los defensores del orden natural se los considera “homofóbicos” y por ende
enfermos (dado que la fobia es una patología): ¿Cómo puede ser entonces que se
acuse de manera insultante al “homofóbico” por ser tal si al ser un enfermo no
sólo no habría que reprocharle su “fobia” sino contenerlo y auxiliarlo?
Indudablemente, la incorporación acrítica de dicha fabricación lingüística con
pretensión despreciativa es otro gran triunfo publicitario de la nueva
izquierda.
Y si no es “homofobia” el insulto, la palabra
talismánica utilizada en su reemplazo por los voceros del género y sus
bienpensantes colaterales es justamente “discriminación”, muletilla por
antonomasia aplicada a todo aquel que no acepte dócilmente concederle a la
Internacional Rosa los caprichos de su agenda. Incluso, la palabra
discriminación ha sido también bastardeada como si todo acto discriminatorio
fuese malo en sí, cuando en su cabal acepción discriminar significa “distinguir
o discernir”. Vale decir: discriminar es lo contrario a confundir. Y lo que no
se suele decir en la materia que nos concierne, es que hay discriminaciones que
no surgen del prejuicio, ni de la ley, ni tampoco de ninguna “construcción
cultural” sino de la naturaleza misma: “Al condenar toda discriminación,
deberíamos por lo mismo reprochar a la membrana plasmática las tareas que
realiza para el bien de nuestro organismo, dado que esta membrana selecciona,
discrimina las moléculas que deben entrar a la célula respecto de otra, las que
deben salir. Asimismo, deberíamos castigarnos a nosotros mismos por distinguir
lo verdadero de lo falso, lo bueno de lo malo, lo natural de lo
contranatural”[13] sentencia el joven ensayista Juan Carlos Monedero (h) en su
libro Lenguaje, ideología y poder, texto precisamente dedicado a estudiar las
trampas lingüísticas utilizada por los agentes de la subversión cultural.
Otra apelación recurrente de la propaganda del género
es al término “diversidad” -que según la Real Academia Española significa
“desemejanza”[14]-, vocablo extraño puesto que justamente lo que caracteriza al
vínculo sexual de una persona con otra del mismo sexo es que el otro no es un
“diverso” sino un “semejante” -es decir lo opuesto a la diversidad-. O sea que
el vínculo homosexual, lejos de hacer honor al cacareado mantra de la
“diversidad” hace lo contrario, dado que representa lo redundante, lo
equivalente, lo imitativo: “En el acto homosexual no se realiza ese asombroso
trascender hacia la unión de los opuestos; al ser encerrado en sí sólo une lo
mismo con lo mismo, incapacitado de saltar a la diverso”[15] señala el
neurólogo y psiquiatra chileno Armando Roa.
De igual forma, uno de los recurrentes trucos
lingüísticos propagados es el referido a la pretensión manifestada por algunos
travestis, consistente en operarse y así “cambiarse de sexo”. Pero el sexo no
se cambia jamás en la vida y en todo caso, a lo que un travesti puede aspirar
es a someterse quirúrgicamente a la autoagresión corporal consistente en
amputarse los genitales, pero esta insana decisión de arrancarse la entrepierna
en modo alguno implica que el mutilado varón deje de ser varón: nació varón y
morirá varón con o sin tijeretazo.
Este tipo de farsas dialécticas como las
ejemplificadas son muy parecidas a las promovidas por las filicidas, es decir
por las mujeres abortistas, aquellas que bregan por asesinar a su hijo antes de
nacer, al sostener que persiguen el “derecho a disponer de su cuerpo”: nadie
les niega ese derecho, pero una cosa es disponer de “su cuerpo” -verbigracia
hacerse un tatuaje, teñirse el pelo u operarse los senos- y otra absolutamente
distinta, es disponer del cuerpo de un tercero y que encima ese tercero sea
nada más y nada menos que su propio hijo, y cuya “disposición” consistiría en
asesinarlo. Aunque ellas insisten en su engañoso eufemismo llamando a dicho
crimen como “Interrupción del embarazo”, encubrimiento del homicidio con
lenguaje cortés, dado que los embarazos no se “interrumpen” porque la
interrupción es el cese transitorio de una actividad para su posterior
reanudación, pero el aborto es un acto de naturaleza definitiva e irreversible:
precisamente porque la muerte es un hecho de naturaleza definitiva e
irreversible.
¿Y cuál fue el secreto de tan exitosa estrategia
comunicacional? Además de los muchos aportes de Paulo Freyre y de varios de los
ideólogos ya mencionados, en los años ´70, se publicó un extenso documento de
marketing sodomítico titulado “Vendiendo la homosexualidad a América”[16]
(Selling homosexuality to America). En tal documento se detallaban los
pormenores de la campaña que iniciaron los grupos de presión en aquellos
tiempos -quienes para tal fin contrataron expertos en comunicación egresados de
la Universidad de Harvard- en la cual se puso en funcionamiento el concepto de
la aplicación de “las cuatro P” del marketing para transferir masivamente la
idea normalizadora de la homosexualidad[17].
Este texto primigenio sirvió de antesala para que en
1989, un par de publicistas homosexuales (Marshall Kirk y Hunter Madsen) se
asociaran, entre otras cosas, para publicar en los Estados Unidos un libro
titulado After the Ball: How America Will Conquer Its Fear and Hatred of Gays
in the 90’s (Tras la fiesta: Cómo conquistará Estados Unidos su miedo y odio
hacia los gays en los años 90´s), el cual detalló una serie de pasos a seguir
en la estrategia tendiente a imponer los objetivos de su agenda. Este libro se
convirtió luego en el manual por excelencia en el que abrevaron todos los
movimientos pansexualistas modernos[18]. En este trabajo, los autores sostienen
que el público prioritario a conquistar es el de los indecisos de centro —“los
escépticos ambivalentes” según sus palabras— y la principal táctica
comunicacional debe apuntar al costado emocional del interlocutor a convencer:
“La insensibilización tiene como objetivo reducir la intensidad de las
reacciones emotivas anti-homosexuales a un nivel próximo a la total
indiferencia; el bloqueo intenta obstruir o contrariar el gratificante ‘orgullo
de ser prejuicioso’ (…) vinculando el odio contra los homosexuales a un
sentimiento previo y autocastigador de vergüenza por ser intolerante (…) Tanto
la insensibilidad como el bloqueo (…) son simples preludios para nuestro
objetivo máximo, aunque indefectiblemente mucho más lento de obtener, que es la
conversión”[19].
Una vez agotada esta instancia, la estrategia apela al
sentimentalismo e intenta centrar el debate acudiendo a la “compasión”. De este
modo, se supone que quien apoya la agenda homosexual demuestra compasión y
quien no lo hace, insensibilidad. Pero en verdad, esta dicotomía es otra
deliberada distorsión. Por empezar hay que aclarar que la compasión es un noble
sentimiento humano relacionado con la conciencia del sufrimiento ajeno y el
consiguiente deseo de aliviarlo. Pero ocurre que este sentimiento es manipulado
por la ideología del género, porque aquí no se percibe como compasivo a todo
aquel que se acerque al homosexual con el fin de ayudarlo o contenerlo sino a
quien se acerca para ponderar sus hábitos. Es decir, el concepto de la
compasión ha sido hábilmente maniobrado en los debates y reducen este
sentimiento sólo a su aspecto emocional despojándolo de toda intervención de la
razón, dado que si alguien efectúa sobre el tema que nos ocupa un juicio refractario
(sea moral, biológico, ideológico, antropológico o científico), ese alguien
“carecería” de toda compasión. O sea que con ese criterio, ante un amigo
alcohólico la compasión no consistiría en intentar rescatarlo de su desarreglo
sino en proveerle mayores dosis de bebida para que no se enoje ni sufra
abstinencia etílica.
Luego, una compasión que no sea guiada por la razón
quedaría reducida a una simple pulsión desprovista de prudencia y
discernimiento. En definitiva, la “compasión” tal como se exhibe y concibe en
los manipulados debates televisivos, acaba siendo una piedad mal orientada, la
cual nos conduce a proporcionarle al paciente los medios para que este siga
apegado a sus vicios y no al rescate de los mismos: tal acción favorecería no a
la persona sino a la permanencia de sus malos hábitos.
Los ejemplos abundan y las tergiversaciones
idiomáticas son trabajadas de manera permanente, dado que esta constancia
distorsiva del lenguaje forma parte del catecismo sentenciado por el “pedagogo”
Freire: “Para ser auténtica, una revolución debe ser un acontecimiento continuo
o de lo contrario cesará de ser una revolución y se convertirá en burocracia
esclerótica (…) el proceso revolucionario se convierte en revolucionario
cultural”[20]. León Trotski supo publicar La revolución permanente en 1930,
Freire varias décadas después propuso también la revolución permanente pero no
a través de la agitación callejera como su predecesor sino de la deformación
idiomática y cultural: nuevos vientos para viejas banderas. Mismos objetivos
pero distinta estrategia. Aquella revolución era ruidosa, hostil, armada y
dolorosa. Esta es silenciosa, simpática, desarmada y con anestesia.
No en vano en los años ‘30 Charles Maurras con sentida
preocupación advertía: “La revolución verdadera no es la Revolución en la
calle, es la manera de pensar revolucionaria”[21].
Nicolás Márquez
Prensa Republicana
___________________
[1] Bandera, A. Paulo Freyre. Un Pedagogo. Caracas,
Universidad Católica Andrés Bello, 1981, p. 92.
[2] Oliveira, P. Trasbordo ideológico inadvertido y
diálogo. Santiago de Chile, Corporación Cultural Santa Fe, 1985. p. 48.
[3] Correa de Oliveira, P. Ob. Cit., p. 49.
[4] Correa de Oliveira, P. Ob. Cit., p. 18.
[5] Correa de Oliveira, P. Ob. Cit., p. 14:20.
[6] Correa de Oliveira, P. Ob. Cit., p. 31.
[7] Correa de Oliveira, P. Ob. Cit., p. 35.
[8] Foucault, M. El triunfo social del placer sexual.
Una conversación con M. Foucault. [Entrevista con Gilles Barbedette, 1981]. En
Michel Foucault: La inquietud por la verdad. Escritos sobre la sexualidad y el
sujeto, Cit. Ver nota completa en el siguiente enlace: http://perrerac.org/francia/michel-foucault-el-triunfo-social-del-placer-sexual-una-conversacin-con-m-foucault/876/
[9] Ojos que no ven…psiquiatría y homofobia. San José,
Editorial ILPES, 1997. p. 4.
[10] La Alianza de Activistas Gays (“Gay Activists
Alliance”) fue fundada en Nueva York el 21 de diciembre de 1969 por miembros
disidentes del Gay Liberation Front (GLF; “Frente de liberación gay”, en
español), entre los que se encontraban además del citado Arthur Evans, Sylvia
Rivera, Marsha P. Johnson, Jim Coles, Brenda Howard, Christopher Charles y
Altan Zimbabwe.
[11] Evans, A. The Logic of Homophobia. [Nota
periodística]. Ver informe completo en el siguiente enlace:
[12] Prólogo a Freyre, Paulo. Concientización. Buenos
Aires, Búsqueda, 1974, p. 31. Citado en: Díaz Araujo, E. Ob. Cit., p. 187.
[13] Citado en Monedero (h), J.C. Lenguaje, ideología
y poder. La palabra como arma de persuasión ideológica: cultura y legislación.
Buenos Aires, Ediciones Castilla, 2015, p. 81.
[14] Definición provista por la Real Academia
Española, que puede verse digitalmente en el siguiente enlace: http://dle.rae.es/?id=E0b0PXH
[15] Roa, A. Ob. Cit., p. 217.
[16] Rondeau, P.E. Selling Homosexuality to America.
EE.UU., Regent University Law Review, 2002.
[17] Las “cuatro P” consisten en: Product
(conceptualizar el producto que se desea vender), Price (centrándose en el
precio de exacción), Promotion (mecanismos que se utilizarán para promocionar
la idea al público) y finalmente Place (lugar o clientes que serán objeto de la
campaña).
[18] El nombre es un neologismo que proviene del
prefijo griego pan-, que significa “todo”. Pansexual se refiere a las personas
que se sienten atraídas por todos los géneros y sexos de manera indistinta.
[19] Kirk, Marshall; Madsen, Hunter. After the Ball:
How America Will Conquer Its Fear and Hatred of Gays in the 90’s. New York,
Penguin Books, 1990, p. 153.
[20] Citado en Díaz Araujo, La Rebelión de la Nada, o
los ideólogos de la subversión cultural. Buenos Aires, Cruz y Fierro Editores,
1983. 185.
[21] Maurras, Ch. Mis ideas políticas. Buenos Aires,
Huemul, 1962, p. 183.