Aunque no compartimos que sea necesario quitar el foco del consumidor, ni aplicar una práctica de reducción de daños, este artículo destaca lo que se oculta habitualmente. Si alguien consume drogas prohíbidas y fallece como consecuencia de esa decisión que tomó libremente, es absurdo poner el acento en la responsabilidad de otros. Es escandalosa la pretensión de que la autoridad pública se encargue de proteger el consumo de sustancias.
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Imputaciones, sin tomar en cuenta
la decisión individual
Por María Viqueira
Alfil, 10 agosto, 2016
El “efecto Time Warp” llegó a la
Justicia cordobesa. Así, en el marco de la investigación por la muerte de Tania
Abrile, de 38 años, en un show de música electrónica en el Orfeo, en el
análisis del suceso se dejó de lado una variable central: la decisión que tomó
una adulta que, tristemente, tuvo consecuencias fatales.
Los organizadores de la fiesta -titulares de Buenas
Noches Producciones SA- quedaron incriminados por la presunta comisión del
delito de facilitación del lugar para consumir drogas. Además, al igual que el
jefe del servicio médico que trabajó durante la noche del evento, se les imputa
homicidio culposo.
La medida que involucra a los empresarios, basada en
las previsiones de la Ley de Estupefacientes, la dictó el fiscal de Lucha
contra el Narcotráfico Marcelo Sicardi. Se trata de Héctor Baistrocchi y de los
hermanos Iván y Micaela Aballay, quienes alquilaron el Orfeo para la
presentación del DJ John Digweed.
El defensor Ezequiel Mallía valoró que la decisión es
“absurda”. En ese sentido, argumentó que en el lugar había 30 policías y que
sus asistidos contrataron seguridad privada. Además, recordó que el Orfeo tiene
cámaras y, sobre esa base, concluyó que lejos de facilitarse el uso de drogas
ilegales, lo que se hizo fue prevenir esa clase de conductas.
Para el letrado, se cumplieron “a rajatabla” las
medidas de seguridad, como el “cacheo” y similares, y estimó que si alguien
tuvo “actitudes particulares” eso escapaba del control de los organizadores.
En la otra causa que la Justicia Penal instruye, la
fiscal Liliana Sánchez intenta establecer las circunstancias en las que murió
Abrile, que consumió éxtasis y metanfetamina. La mujer se descompensó en el
show, fue asistida y luego trasladada al Hospital de Urgencias, donde murió
horas después.
Tal como sucedió a mediados de abril, luego de que
cinco personas perdieran la vida en la fiesta electrónica “Time Warp”, en la
Ciudad Autónoma de Buenos Aires, políticos, comunicadores y funcionarios
judiciales tomaron posición rápidamente.
La selectividad y el oportunismo se destacan en los
discursos de muchos: se escandalizan por sucesos que involucran drogas ilegales
y acciones privadas, pero pasan por alto que los fines de semana los
intoxicados por abusar del alcohol desfilan por el sistema de salud pública, y
que lo consumen en boliches, casas y recitales.
Da la sensación de que el sentido común se deja de
lado y prevalece la necesidad de legitimarse ante el público -especialmente, el
de las clases medias y altas- y que poco o nada importa la coherencia de los
planteos.
En Córdoba, días después de la “Time Warp, la Policía
Federal allanó las oficinas de la agencia de viajes “Próxima Estación”, a raíz
de que uno de los fallecidos vivía acá.
Antes de ese procedimiento, las autoridades porteñas
prohibieron eventos similares y en los tribunales se dictaron masivas
imputaciones.
Quizás por la extracción social de quienes mueren por
usar drogas sintéticas o tal vez porque la Justicia tomó nota de su pobre
imagen y, ante casos de alta visibilidad, busca mostrar que “trabaja”, se toman
decisiones que podrían definirse como reñidas con el orden constitucional.
De hecho, uno de los objetivos del procedimiento por
la “Time Warp” en la ciudad fue acceder al listado de los casi 100 pasajeros
que se trasladaron a Buenos Aires para asistir al evento. También se
secuestraron documentos, agendas, computados, celulares y elementos
relacionados con el archivo de datos vinculados a la gente que viajó.
Si se toma en cuenta que no se detectó ningún hilo
conductor entre las víctimas, cuesta entender qué fundamento tuvo semejante
avance sobre la privacidad de ciudadanos sin relación con los eventos
investigados.
Es posible que en casos como el de la fiesta porteña o
el del Orfeo los daños hubieran sido menores (o inexistentes) con mayores
controles y previsiones. Sin embargo, es difícil comprender por qué se exigen
respuestas institucionales partiendo de la base de que se pierden vidas como
consecuencia de planes criminales o (siempre) por negligencia.
Las acciones privadas y las consecuencias de los actos
voluntarios quedan fuera de la discusión. Todos piden más control del Estado,
pero no sopesan los costos económicos y sociales y, fundamentalmente, el
impacto en la esfera de las libertades individuales.
Cuando se abordan muertes en contextos como los
analizados, suele acentuarse la idea de que “los chicos” (aunque sean adultos)
están bajo una suerte de “permanente peligro” y de que “alguien debe hacer algo
para protegerlos”, sin que importe la razonabilidad de las medidas o el libre
albedrío de los involucrados.
También surge la dimensión moral de la cuestión. Los
sectores más conservadores logran presencia mediática y refuerzan la idea de
que hay estilos de vida que son dignos y otros que no, sea que se trate de los
fallecidos o de quienes se dedican a “la noche”.
Así, se reiteraron argumentos incompatibles con el
orden constitucional, tanto de corte perfeccionista (basados en la noción de
que el Estado puede o debe imponer un modelo de moral individual a los
ciudadanos) como paternalista (que entienden que los poderes deben proteger a
la fuerza la salud individual).
Lo dicho no implica que no se indague sobre la posible
responsabilidad empresarial o gubernamental. Sólo se intenta recordar que se
pierde la oportunidad de abordar una discusión sobre una política de drogas
seria, que quite el foco del consumidor, y de abordar con altura y conocimiento
debates relacionados con la necesidad de implementar prácticas de reducción de
daños.