miércoles, 2 de noviembre de 2016

LAS DIETAS Y LA DEMAGOGIA DE SIEMPRE



Por Pablo Esteban Dávila

Alfil, 2 noviembre, 2016


Cada vez que algún cuerpo legislativo decide ponerse al día con los ingresos de sus miembros comienza el mismo debate demagógico e inconducente sobre los aumentos de las dietas. Lo mismo podría decirse de los funcionarios públicos nombrados por el presidente, los gobernadores o los intendentes. Siempre es igual. Una parte de la opinión pública parece desear que sus representantes trabajen gratis o mal pagos. O que ignoren la inflación, como lo hizo Guillermo Moreno durante tantos años.

Existe un principio que señala que la remuneración debe estar en directa relación con las responsabilidades que se ocupan. En este sentido, deberíamos suponer que la mayoría de los legisladores en el país se encuentran lejos de cumplir con tal precepto. A juzgar por lo que cobran, sus responsabilidades son pequeñas o su remuneración no es acorde con aquellas.

El Poder Legislativo representa al pueblo de la Nación. Sin embargo, el Congreso de la Nación sólo gasta el 0,7% del total del presupuesto, por debajo del Poder Judicial (1,2%) y de otras reparticiones del Poder Ejecutivo cuyas misiones parecen menos relevantes. El Ministerio de Agroindustria, por caso, se lleva el 0,8% del total, pese a entender sobre uno de los sectores más dinámicos y prósperos del país. La misma relación se observa en provincias y municipios. Si se razonase sólo por los recursos asignados, algún observador podría colegir que la representación popular se encuentra infravalorada en la Argentina.

Claro que, rápidamente, la discusión siempre se extravía en arenas movedizas. Una significativa porción de estos equívocos se concentra en la supuesta superficialidad del trabajo legislativo. Gente sentada discutiendo por horas asuntos incomprensibles las pocas veces que se reúnen a sesionar. Cualquier cifra que se les pague, desde este reduccionismo, parece exorbitante.

Pero ocurre que, a modo del iceberg, el debate plenario es la culminación de una base mucho menos expuesta de trabajo, consensos y disensos. La tarea de representación puede ser muy ardua, mucho más de lo que la gente imagina. Y, al final del día, siempre quedará la duda sobre si lo que se ha contribuido a decidir (sea por acción y omisión) ayudará a quién se intentó ayudar o si, en forma menos altruista, perjudicará o beneficiará a la base de votantes ante la que, tarde o temprano, cualquier legislador debe rendir cuentas.

Se podrá decir que esta visión es excesivamente romántica. No lo es. La democracia es cruel con quienes deben ejercer cargos electivos. Cada cuatro años es necesario revalidar títulos. En los Estados Unidos los congresistas dedican casi la mitad de su mandato a las matemáticas de la reelección. En Argentina, aunque no existen las circunscripciones electorales que personalicen a los candidatos en términos comarcales, el solo hecho de ocupar una lista requiere tanto de una adecuada imagen pública como de interminables meandros en los partidos políticos, las instituciones que la Constitución consagra para postularse a cargos electivos. De no lograr la reelección (o ser electo, según el tramo de la carrera política), hay que volver a casa. O aceptar algún conchabo del poderoso de turno.

La combinación entre la responsabilidad teórica de decidir colectivamente sobre asuntos que involucrarán a todos los argentinos y el costo de oportunidad que entraña dedicarse por completo a la vida pública (hoy la política demanda una dedicación absoluta) justifican un salario decoroso. De lo contrario, deberá tomarse el riesgo que los grandes asuntos del país queden en mano de los ricos –que disponen de tiempo libre para dedicarse “deportivamente” al tema– o de simples aventureros, dispuestos a compensarse en la primera ocasión que puedan.

Debe recordarse que esta ecuación, absolutamente comprobable, fue tempranamente comprendida por el partido socialista, uno de los primeros partidos realmente modernos. Max Weber señalaba que, en sus inicios, una parte del aporte de sus afiliados se destinaba a pagar los sueldos del funcionariado partidario para que, una vez realizadas las debidas acciones proselitistas, pudieran ocupar cargos relevantes en el Estado. A diferencia de los conservadores, los socialistas eran pobres y debían compensar los ingresos que perdían por dedicarse a la vida pública. Si la democracia es el gobierno del pueblo por el pueblo, debe aceptarse que los grandes temas del Estado puedan ser decididos también por quienes no tengan posiciones privilegiadas desde lo social. Esa es la esencia del sistema.

El asunto se vuelve todavía más interesante si se analiza el tema de las dietas desde el punto de vista de la independencia. Aunque a regañadientes, mucha gente acepta que los Jueces no paguen ganancias, o que tengan ingresos mayores al promedio, bajo la excusa de su juzgar conforme a su convicciones. Lo mismo ocurre con un legislador. Si sus dietas son magras, o no guardan la debida relación con las funciones que deben ejercer, sus grados de libertad se vuelven más estrechos. Puede parecer materialista, pero no puede negarse que la independencia necesita de cierta previsibilidad económica. En este punto, la democracia requiere de un juego dinámico entre ideales, dedicación, realismo y, necesariamente, los aportes públicos necesarios para sostener esta dialéctica. Negarlo no ayuda mucho a comprender los alcances de la representación ni, mucho menos, a aceptar la complejidad de los sistemas políticos modernos.

Finalmente, queda la referencia obligada al sector privado. A nivel del trabajo no gerencial, la Argentina tiene ejemplos curiosos (en Córdoba, especialmente, abundan): los trabajadores del estado tienen estabilidad absoluta y suelen ganar más que sus colegas en el campo privado. Esto hace que muchos padres, que quieren lo mejor para sus hijos, sueñen con un hermoso puesto en la Municipalidad o en EPEC antes que con una maestría en La Sorbona. Pero no sucede lo mismo en los altos niveles de dirección. Aquí la relación se invierte, y los funcionarios públicos suelen estar lejos de las referencias del mercado pese a que, en la mayoría de los casos, sus responsabilidades son mayores. Siempre nos ha parecido ridículo que el presidente de la Nación cobre muchas veces menos que un CEO de una multinacional. Lo mismo corre con los legisladores.


Alguien dirá: nadie los ha obligado a estar donde están. Es cierto. Pero siempre podrá replicarse que los espacios que no se ocupan alguien termina llenándolos. Que estén los mejores o los peores no depende, ciertamente, de cuánto gana un senador o un diputado. En absoluto. No obstante, es inevitable evocar la célebre máxima sobre el dinero: no hace a la felicidad, pero ayuda bastante. Lo mismo podría suponerse respecto a la calidad de nuestros representantes.