Por SERGIO FAJARDO
The New York
Times, 29-10- 2016
En marzo de 2004, pocos meses después de asumir como
alcalde de Medellín, llegó a mi oficina un reconocido gurú del mercadeo de
ciudades. Proponía una marca para la ciudad basada en el esplendor de su eterna
primavera. No nos entendimos. Medellín ya tenía una marca. El problema no era
el desconocimiento, sino las razones por las que era conocida: el narcotráfico,
asociado con el Cartel de Medellín que encabezó Pablo Escobar. Después de
reparar en esto, concluimos que la única forma de cambiar la percepción de
nuestra ciudad era lograr que el mundo viera y entendiera cómo superamos tantos
años de terror.
Más de una década después, Medellín vuelve a estar de
moda. La serie Narcos de Netflix nos pone de nuevo bajo los reflectores
internacionales y de nuevo de la mano de Escobar y su mundo de criminalidad y
barbarie.
Narcos es una versión light de una realidad
profundamente compleja. La serie presenta la historia de Escobar desde la
perspectiva de la DEA en la llamada Guerra contra el Narcotráfico, sin el más
mínimo conocimiento ni interés por la condición de nuestra sociedad: un thriller
con héroes americanos que termina por dibujar y reforzar una caricatura de
país. La confusión entre hechos reales y ficción da como resultado una versión
desfigurada de lo que realmente ocurrió.
Las interpretaciones de nuestra tragedia que solo
reafirman un cliché facilista terminan convirtiéndose en una “verdad” enlatada
para audiencias desprevenidas. El caso de Narcos nos duele, porque volver a
representar a Medellín a través de Escobar y su violencia demencial es reabrir
una herida que todavía no sana completamente. Preferiríamos que nos
reconocieran por el arte de Botero o la música de Juanes o la bicicleta de
Mariana Pajón. Y mucho más aun por la historia de cómo Medellín ha ido
recuperándose del periodo que retrata Narcos.
El narcotráfico empezó en Medellín a finales de los
años setenta, en una ciudad donde muchos jóvenes crecían sin oportunidades ni
esperanza. Eran hijos de familias campesinas que llegaron a la ciudad huyendo
de la confrontación violenta entre conservadores y liberales que dejó miles de
víctimas y mucho resentimiento. La sociedad no tuvo respuestas para la realidad
socioeconómica que creció en sus barrios. La desigualdad no fue entendida y
mucho menos atendida.
La primera generación de narcotraficantes apareció en
ese contexto. Descubrieron que la cocaína era un mercado a explotar en Estados
Unidos y se dedicaron a conquistarlo.
Al comienzo, Escobar se convirtió en el “Robin Hood
Paisa”: repartió dinero a diestra y siniestra, entró a la política y soñó con
ser presidente de Colombia. De su mano, muchos jóvenes buscaron en el tráfico
de drogas y la criminalidad las oportunidades que no tenían, y a cambio
encontraron la muerte. Después de corromper y estremecer los cimientos de
nuestra sociedad, Escobar terminó solo, pistola en mano, asesinado en el techo
de una casa en Medellín. Sin duda cambió el rumbo de nuestra historia
ganándose, en su lugar, un capítulo estelar en la historia universal de la
infamia.
Los guionistas de Narcos no hacen ni el más mínimo
esfuerzo por mostrar hasta qué punto el miedo y la zozobra permearon todos los
rincones de Medellín y Colombia. En los momentos culminantes en la batalla
contra Escobar, en lugar de reconocer la realidad social que se vivía,
presentan a César Gaviria, entonces presidente de Colombia, como un hombre
mediocre y pusilánime, e ignoran olímpicamente el valor de los colombianos que
en esa época tomaron decisiones y acciones que no permitieron que el país
sucumbiera ante el narcotráfico. Sin duda la ayuda internacional fue muy
importante para vencer a Escobar. Pero en Colombia muchos piensan que los
verdaderos enemigos son los consumidores en el exterior y que los mártires han
sido los miles de colombianos que han muerto atrapados en esta guerra.
Más importante aún: Colombia y Medellín no cayeron.
Resiliencia es la palabra que mejor nos describe. Medellín es un ejemplo digno
de mostrar. De 380 homicidios por cada 100.000 habitantes a comienzos de los
noventa, pasamos a tener hoy cerca de 20 homicidios por cada 100.000
habitantes. Todavía suceden muertes violentas, pero hemos avanzado bastante en
los últimos 30 años. Después de vivir sometidos por el miedo, y gracias al
sacrificio y esfuerzo de personas y organizaciones que enfrentaron lo peor,
llegó el momento de la esperanza.
La esperanza se construye y surge cuando la sociedad
recupera la confianza. Es una expresión de la calidad de la política, el pacto
de confianza entre los líderes y los ciudadanos que permite señalar camino
creíble hacia un objetivo común y tangible, y empezar a alcanzarlo.
La ruptura con la política tradicional, asociada con
la corrupción, fue el pacto de confianza que hicimos en Medellín y significó un
punto de quiebre. En lugar de seguir actuando bajo la premisa de que “el fin
justifica los medios”, estábamos convencidos de que los medios justifican el
fin. Para transformar Medellín optamos por la transparencia, y confiamos en las
capacidades de las personas y las comunidades.
De esta forma empezamos a recorrer el camino hacia una
profunda transformación de la ciudad a través de una combinación de ética,
política y estética. Las comunidades fueron los actores principales de nuestros
programas sociales, basados en el criterio “lo más bello para los más
humildes”.
¿El resultado? Construimos nuevos colegios,
parques-bibliotecas, viviendas, centros de salud, canchas deportivas, centros
de emprendimiento barrial, espacios culturales. El Parque Explora, dedicado a
la divulgación de la ciencia, y el Parque del Emprendimiento se convirtieron en
nuevos símbolos urbanos. Esta transformación de los espacios públicos le cambió
la piel a la ciudad. Y todo fue apuntalado con programas de desarrollo humano,
becas para estudios universitarios que apoyaron la reinserción de autodefensas
y crearon un futuro mejor para los jóvenes.
Al mismo tiempo, sacudimos algunas de nuestras
tradiciones más retrógradas como los reinados de belleza, típicos de Medellín,
que convertimos en concursos de talento para las jóvenes, en contraposición con
la idea de que la belleza física es un requisito para ser aceptadas en la
sociedad.
Este conjunto de iniciativas de cultura urbana y
ciudadana nos ayudó a recuperar la esperanza y la autoestima, indispensables
para pasar la página de la violencia y la destrucción, y empezar a escribir un
nuevo capítulo en la historia de Medellín.
Escobar murió en 1993, pero después de cuatro décadas,
su herencia sigue presente en las principales discusiones del país. Narcos
ignora los profundos males culturales que introdujo la búsqueda de la riqueza
fácil que aún perduran y también los nuevos marcadores sociales de poder
asociados a la denominada “cultura traqueta”. El poder corruptor con el que
Escobar infectó la política sigue presente. Así pues, el camino es largo, las
heridas muy profundas y muchos los obstáculos por superar.
La industria de la televisión juega un papel
importante en todo esto. Puede prolongar los lugares comunes que nos
estigmatizan o transmitir de manera creativa los valores que nos ayudaron a
superar la violencia. En Medellín ya vimos el rostro de la esperanza y sabemos
que mejores series están por escribirse.
Sergio Fajardo fue alcalde de Medellín de 2004 a 2007
y gobernador de Antioquia del 2012 a 2015.