La Nación, editorial, de mayo de 2018
Los sobresaltos periódicos de la economía en el estado
emocional de la opinión pública son de un estrépito llamativo. ¿Qué otra cosa
podía esperarse con sensatez en un ámbito nacional que desde la restauración
democrática de 1983 hasta 2016 se ha desenvuelto con una inflación promedio
anual del 72 por ciento?
Como no se trata de cargar en exceso las tintas en un
asunto de sobrada seriedad, se excluye un año del cálculo. Si se incluyera
1989, con su casi 4000% de devaluación de la moneda, se obtendría un promedio
inflacionario anual de alrededor del 150%. Sería motivo de interés científico
investigar por cuánto tiempo cabría prolongar la existencia de una nación que
estuviera algo por debajo de la profundidad de esas aguas. La población se
disgusta por tanta inflación, tal como lo atestiguan los sondeos de opinión
pública. ¿Pero qué aporte hace cada uno, Estado, empresas, individuos, dentro
de las respectivas competencias para conjurarla de verdad? Un tercio de la
economía está en negro.
¿Con qué denuedo, con cuántas voces airadas acaso, se
ha reclamado por ejemplo contra el aumento del empleo público, que pagamos
entre todos y conspira contra las cuentas públicas? Entre 2003 y 2016, las
provincias aumentaron el 72% su plantel; la administración nacional, el 61%, y
los municipios, de comportamiento más visible y próximo para los vecinos, que
podrían haber protestado contra la tendencia y no lo han hecho, batieron el
récord: 110%. Esto quiere decir que la suma de empleados públicos en solo 13
años ha saltado de unos 2.300.000 a unos 4.200.000. Casi el doble. ¿Nadie
desconfiaría de la estabilidad económica y financiera de una empresa que, sin
producir más, dilapidara recursos en un número excesivo e innecesario de
asalariados? El gobierno de Macri poco o nada ha hecho para aliviar la gravedad
del asunto. Sin embargo, ha debido cargar con las imputaciones populistas de
rigor de querer desmantelar el Estado.
Ya suman alrededor de 20 millones las personas que
todos los meses reciben alguna remuneración o prestación económica de alguna
clase por parte del Estado: empleados públicos más jubilados, pensionados y
beneficiarios de asignaciones familiares y de planes sociales. Frente a esos 20
millones de personas y a una población total de algo más de 44 millones,
empalidece la cifra de 8 millones correspondiente a empleos formales del sector
privado. Y ni qué decir de la relación de 1 a 1,4 entre la clase pasiva y la
clase activa, con cuyas contribuciones se supone se asiste a quienes se hallan
en retiro. ¿Alguien cree que es sostenible esa relación por mucho más tiempo?
Han sido 35 años de gobiernos democráticos, unos
genuinamente respetuosos de la naturaleza de su origen y otros, como el que
cesó en 2015, desviándose día tras día, como lo hizo, hacia formulaciones
francamente autoritarias. Hemos andado a partir de 1983 por el más largo
período desde 1930 sin gobiernos militares a los cuales acusar por haber
ejercido el poder a espaldas del pueblo. Todo lo narrado se ha hecho de cara al
pueblo, excepto la corrupción, tal vez más subrepticia por su naturaleza, pero
implícitamente aceptada por quienes aplauden a los corruptos. Cada ciudadano
con cuyo voto se haya ungido a un presidente, a un gobernador, a congresales y
legisladores o a concejales municipales, o a quienes fuere, deberá admitir que
en el ejercicio de sus derechos cívicos ha asumido al menos una mínima parte de
las responsabilidades que caben por la evolución de su comarca, de su
provincia, de su país, en suma.
En este momento en que una nueva crisis estalla, como
han estallado otras tantas veces en los últimos 35 años, constituye una
oportunidad imperdible, al margen de aprovecharla a fin de exigir a los
gobernantes de turno la mayor eficiencia en el cumplimiento de sus funciones,
de preguntarnos entre todos de una buena vez si vamos a continuar con un Estado
inviable y en un país en el que se gasta y se consume más de lo que se produce.
En un país que educa menos de lo que debería educar, según lo constatan los
cuadros comparativos con el rendimiento de estudiantes de muchísimos otros
países en lectura, en aritmética, en ciencias.
Sin ahorro interno suficiente. Sin inversiones
externas directas como las que reciben algunos países vecinos. Con un déficit
fiscal primario superior al 4% del producto bruto interno y del 7% si se suma
el pago de intereses por nuestro endeudamiento inevitable en tales condiciones.
Con una balanza comercial que en 2017 cerró con saldo negativo de 8472 millones
de dólares, ¿cómo puede sorprendernos, con todo eso, la nota que estamos hoy
dando ante el mundo? ¿Cómo no íbamos a estar entre los más vulnerables de los
países emergentes a partir del momento en que los capitales mundiales se
replegaran sobre el dólar, como finalmente ocurrió este año, a raíz del aumento
de las tasas de interés en los Estados Unidos y del comienzo de la fuga de
capitales financieros de las economías emergentes? Tasas más altas de interés
en Estados Unidos, es cierto, pero no solo eso. También más seguridad jurídica,
que no puede garantizar un país con esa franja judicial colonizada por la
corrupción y con una inseguridad física y para los propios bienes que se
patentizó esta semana en el horror de la mujer víctima de una salidera bancaria
a quien una joven policía, después de haber estado a punto de aprehender al
delincuente que había arrebatado los ahorros de aquella, confesó que había
evitado dispararle al desoír aquel la orden de detención porque de haberlo
hecho era ella la que podía terminar presa. ¿Cuántos policías de países
civilizados están en condiciones de confesar que el Estado ha renunciado a la
coacción legítima ante el delito flagrante?
Con tantos antecedentes como los expuestos, en días
como los que corren tiene tanto o más sentido dirigirse a la sociedad que a los
hombres que la gobiernan, sirve preguntarse en voz alta cómo por la voluntad
mayoritaria de los ciudadanos pudo haber triunfado la concertación oficialista
en la forma en que lo hizo en octubre último en las elecciones nacionales
legislativas y a solo medio año de ese fenómeno electoral se ha trastrocado en
términos considerables el favor de aquella manifestación colectiva que la llevó
a la victoria. Se deben poner en perspectiva, para el razonamiento debidamente
fundado, las causas de fondo de la crisis que agita el humor social y reducir a
su verdadera dimensión los efectos, sin duda dolorosos para muchos, de un
sinceramiento paulatino en las tarifas de servicios públicos que ha seguido
tomando a la sociedad más desprevenida que preparada para recibirlo. Un Estado
enviciado en sumo grado no se aguanta a la larga, pero ahora resulta que no se
aguantan tampoco los remedios a sus vicios.
Con la mirada puesta en la situación que ha impulsado
a requerir de urgencia un préstamo al Fondo Monetario Internacional, con un
beneplácito tan amplio como el que va de Estados Unidos y Japón a China,
España, Francia, Chile y Brasil, queremos suponer que un final satisfactorio de
las negociaciones traerá la calma interna que todos deseamos. El mundo cree,
tal vez más que la veleidosa y oscilante opinión de los argentinos, en la buena
dirección del Gobierno. Pero la comunidad internacional no podrá hacer mucho
más por nosotros si nuestras contribuciones no se potencian en todos los
órdenes y no comprendemos la imposibilidad, por definición, de continuar
apelando a un Estado inviable, con ciudades donde en 2015, escribió el
economista Alieto Guadagni, el agua costaba, como en Buenos Aires, 21 veces
menos que en Montevideo y 13 veces menos que en Santiago de Chile.
El Gobierno debe comenzar por las propias reflexiones,
desde luego. El diálogo es un instrumento de extraordinario valor cívico no
solo como vía de consenso para la resolución de problemas que no podían
prolongarse por más tiempo, como las tarifas ficticias que el kirchnerismo
congeló durante su gestión, a pesar de que acumuló en sus 12 años una inflación
del 1200%. El diálogo es una expresión de tolerancia, de auténtico espíritu
democrático que mal podría exigírsele únicamente a la oposición y al que todos
deben acceder tanto por responsabilidad política como moral. No pasó por alto
de ningún observador político que en la gestión oficial ha habido de un tiempo
a esta parte un cierto desdén del núcleo íntimo del Presidente por el espíritu
dialoguista de algunos de los integrantes de su cofradía.
El Presidente debe reflexionar sobre esa asombrosa
metodología de gobierno con cinco o seis ministros con asuntos económicos a su
cargo, pero sin un líder con conocimientos y experiencia específica que los
coordine con suficiente vocación de mando. Debe meditar por igual sobre la
continuidad de esta Jefatura de Gabinete con secretarios a quienes rinden
cuenta los ministros día tras día, con olvido de que si hay traspiés en una decisión
administrativa serán mañana solo él y quienes refrenden sus actos los
responsables ante la ley.
Entre 1983 y 2017 el producto bruto interno de la
Argentina creció en 24 años el 126,5%, pero decreció en los otros diez años de
ese período el 46,7%. No hay palabras que reflejen mejor que esas cifras el
cuadro precedente del país. Son reveladoras de un fenómeno casi único en la
evolución comparada de las naciones en la contemporaneidad y prueban el porqué
de la inestabilidad económica consuetudinaria de la Argentina.
El Gobierno ha perdido la oportunidad, por cálculo
errado, de subrayar todo esto a su tiempo. Pero la sociedad no puede seguir
ignorando lo que es una evidencia a riesgo de sufrir más daños en su progreso.
Y, sobre todo, el futuro de sus hijos.