Infocaótica, 14
de abril de 2018
Dietrich von Hildebrand, a quien el papa Pío XII
llamaba «el Doctor de la Iglesia del siglo XX», escribió unas páginas
para diferenciar al «nacionalismo» del «patriotismo» que nos parecen
interesantes. Debemos aclarar que «nacionalismo» no es expresión unívoca, sino
que puede tener, y de hecho tiene, diferentes significados. De modo que un
«nacionalista católico» argentino como el p. Alberto Ezcurra podría coincidir
con von Hildebrand, pues su concepción del «nacionalismo» no incluye los
errores que este autor señalara.
..................................
¿Qué es el nacionalismo? Se trata de un tremendo error
que existe en diversos grados: desde la identificación de la nación con el
Estado hasta la idolización de la nación, convirtiéndola en el principal
criterio de la vida en su conjunto y haciendo de ella el fin último y el bien
superior. Aquí nos limitaremos a señalar la distinción entre el nacionalismo y
el patriotismo genuino, sin abordar todas las demás formas posibles de
deificación de la nación.
El patriotismo genuino y el nacionalismo son tan
diferentes entre sí como el amor propio auténtico y divinamente ordenado lo es
del amor propio egoísta. El patriotismo genuino y el amor genuino a la nación a
la que se pertenece —dos conceptos que no son en absoluto idénticos— son ambos
moralmente positivos e incluso actitudes imperativas, al igual que todo amor
recta y divinamente ordenado. En primer lugar, ese amor afirma el valor que
reside en la comunidad nacional en cuanto tal, considerada como un espacio
espiritual con un carácter cultural individualmente distintivo, un espacio en
el que el individuo ha sido situado (por lo general, no como resultado de
ningún esfuerzo por su parte) y que lo sostiene y alimenta como suelo
espiritual.
La afirmación del valor general que reside en la
nación en cuanto tal, y que adquiere una forma vívida y concreta en cada
persona con respecto a su propia nación, incluye un sentimiento especial de
pertenencia a la nación de la que se es miembro, el amor a la “idea divina” que
representa esa nación concreta, una familiaridad y una solidaridad especiales
con ella, la gratitud hacia todo lo que de ella se recibe, el especial
conocimiento que se posee de ella y, finalmente, la misión que cada uno recibe
por su pertenencia a la misma. Todos estos elementos están contenidos en el
patriotismo genuino, así como en el amor auténtico a la propia nación.
Esta actitud implica a su vez reconocer a toda nación
extranjera en su carácter particular como algo justo y valioso. Naturalmente,
el amor de una persona hacia su propia nación será mayor, más intenso y de una
naturaleza diferente. Pero toda persona que se niegue a conceder a otras
naciones el derecho a desarrollarse libremente, que defienda que puede ignorar
sus derechos y justos deseos, y que piense que puede pisotearlas si eso
beneficia a su país, contradice el fundamento mismo que valida su amor hacia su
propio país. Es —por decirlo claramente— incapaz de amar de verdad a su país.
Su conducta ya no es resultado del amor, sino del egoísmo colectivo o, mejor
dicho, del nacionalismo.
La principal característica del nacionalismo es, pues,
un egoísmo colectivo que prescinde del respeto y el interés hacia las naciones
extranjeras y valora los derechos de la propia nación de acuerdo con valores
diferentes de los que aplica a otras naciones. No ve la viga en el ojo de su
propio país: solo ve la paja en el ojo de los países extranjeros. Este error
fundamental lleva a no reconocer que las naciones se necesitan unas a otras,
incluso desde una perspectiva meramente cultural; que las naciones están
creadas para bien mutuo; y que enfrentar a la propia nación contra otra y caer
en el engaño de la autosuficiencia cultural de toda nación, vacía y hace
estéril el genio de la propia nación.
El nacionalismo está también presente allí donde la
nación se sitúa por encima de comunidades de un valor superior, tales como
comunidades más grandes de pueblos o como la humanidad en su conjunto. El
nacionalista alemán, por ejemplo, defiende que el bienestar de su propio país
es más importante que el “bonum commune” de Europa e incluso el de la
humanidad. También aquí es evidente el egoísmo colectivo. Esta perversión
alcanza su cima cuando la nación se sitúa por encima de la comunidad superior a
todas, es decir, la comunidad sobrenatural de la Iglesia entendida como cuerpo
místico de Cristo. Este fenómeno se ha dado repetidamente a lo largo de la
historia, desde Federico I Barbarroja, Luis IV de Baviera y Felipe IV el
Hermoso hasta nuestros días.
Otra expresión del nacionalismo es considerar al
individuo un mero recurso que explotar por la nación. En cuanto el bien y el
mal de una nación, o incluso su simple existencia, se sitúan por encima del
alma inmortal del ser humano, de su alma inmortal y de su salvación, la
auténtica jerarquía de valores queda invertida y se es víctima de la herejía
del nacionalismo. Quien considera la unidad de la nación como el vínculo último
y fundamental de la comunidad y no mantiene que la unidad de los miembros vivos
del Cuerpo Místico de Cristo constituye una unidad más auténtica, más profunda
y más viva, cae también en el error del nacionalismo. Quien no ve en los demás
antes y por encima de todo un alma creada por Dios y para Dios, ya ha sucumbido
a esa herejía; y lo mismo se puede decir de quien ve a un alemán, a un francés
o a un italiano antes que a un ser humano con quien comparte el profundo
vínculo de un gran destino común, que incluye el nacimiento, la muerte y la
condición de criatura personal, y la ordenación a la eternidad.
Por último,
quien mantiene que el Estado y la nación están tan interrelacionados que toda
nación requiere la existencia del Estado correspondiente, y que por eso ve un
disvalor en la situación en la que o bien una única y misma nación está
presente en varios Estados, o bien varias naciones están unidas en un único
Estado, también es nacionalista. No comprende que el vínculo nacional de unidad
no es el único factor que contribuye a la formación de un Estado próspero. No
entiende que puede ser conveniente que algunas naciones, para desarrollarse
plenamente, estén presentes en varios Estados. Y es que confunde el verdadero
valor de su propia nación con una necesidad imperialista de reclamar la
atención de las demás naciones.
Esto nos lleva a un tema decisivo: el ethos
nacionalista. Ningún acto de idolización tiene su origen en un reconocimiento
auténtico del valor: de hecho, impide necesariamente un reconocimiento del
valor propio de un bien, ya que no reconoce que ese bien es imagen de Dios. Lo
mismo ocurre con el nacionalismo. Los nacionalistas no ven nunca los verdaderos
valores de su nación, su nobleza cultural o el significado profundo de su genio
nacional. Todo lo que ven es su poder, su “gloire”, su influencia política. El
elemento decisivo que llena de orgullo el pecho del nacionalista no es lo
sublime de su cultura, sino el número de kilómetros cuadrados de su país y el
tamaño de su ejército.
El amor del nacionalista no es un amor superior, sino
inferior e impuro. En esencia, no es amor: es autoafirmación, deseo de poder,
ansia de prestigio y autoglorificación. No hay sacrificio hecho por la nación
en tiempo de guerra que pueda cambiar esta realidad. El nacionalista es incapaz
de un amor genuino, porque el amor al bien solo es genuino en la medida en que
participa del amor con que lo ama Dios.
La terrible herejía del nacionalismo no solo destruye
la unidad de Occidente, sino que corroe individualmente a cada nación desde
dentro. Se trata de una tremenda desgracia para cualquier país, pero en el caso
de Austria se trata de la negación de su mismo significado y esencia… El
sentido de la actual misión de Austria consiste en ser una clara refutación del
nacionalismo. Ni siquiera hoy día, Austria, cuya población es casi enteramente
alemana, constituye una simple rama de la nación alemana ni una mera porción de
la esfera cultural alemana; y mucho menos una simple avanzadilla de Alemania en
el Este. Austria constituye un espacio cultural en sí misma, una forma
totalmente singular del carácter alemán, tan diferente de Alemania como América
de Inglaterra. Como ya he hecho notar en estas páginas, Austria encarna el
desarrollo más noble y auténtico del espíritu alemán.
Fuente:
Von Hildebrand, D. Mi lucha contra Hitler. Rialp
(Madrid), 2014. Ps. 178 y ss.