da a luz al mundo post occidental
Eugenio Capozzi
Brújula cotidiana,
19_09_2023
La cumbre del G20
celebrada en Nueva Delhi los días 9 y 10 de septiembre ha marcado un cambio muy
importante en el equilibrio político y económico del mundo. Un cambio
simbólico, encarnado por el protagonismo del país anfitrión –La India, que se
ha convertido recientemente en la nación más poblada del mundo y que en la
actualidad es la mayor potencia económica emergente- y de su líder, el Primer
Ministro Narendra Modi. Pero también es factual, en el sentido de que sus
conclusiones, sumadas a otros acontecimientos político-diplomáticos de los
últimos meses, confirman el peso que ha adquirido en los últimos tiempos el
denominado “Sur Global” en el gran juego de potencias.
Políticos y
comentaristas occidentales han ofrecido en su mayoría una interpretación de la
cumbre como “de continuidad”, quizá buscando enfatizar el protagonismo
estadounidense (expresado en acuerdos como el del “corredor” de transporte
entre el sur de Asia, Oriente Medio, Europa y América estipulado por Biden con
India y Arabia Saudí) y una relativa marginación del peso de China, acentuado
por la crisis económica que atraviesa el gigante asiático. Pero realizando una mirada atenta y menos condicionada por la
propaganda oficial, parece claro que todos los elementos principales surgidos
de este G20 convergen para componer el escenario de un mundo en el que
Occidente puede dictar cada vez menos reglas y condiciones, y se ve cada vez más
obligado a negociar con países que no aceptan su “protección”, manifiestan
total autonomía y persiguen sin complejos sus propios intereses, a menudo
bloqueándose mutuamente.
En primer lugar,
la entrada oficial de la Unión Africana en el foro de Nueva Delhi, conseguida
precisamente a petición de La India, confirma con fuerza el mayor peso de los
países del Sur en el mismo, en una creciente convergencia entre África y Asia.
También hay que destacar cómo, en relación con la agenda “verde” fuertemente auspiciada
por Europa y Estados Unidos, en el comunicado final de la cumbre, aunque
aparecen las fórmulas habituales sobre la lucha contra el cambio climático y el
objetivo de la “descarbonización”, no se fijan objetivos rigurosos y se
prefiere enfatizar el impulso al crecimiento económico de los países menos
ricos y la promoción de alternativas como los biocombustibles. Sobre la guerra
ruso-ucraniana, además, como es bien sabido, se llegó a un laborioso
compromiso, traducido en una condena genérica de la agresión y las tomas de
territorio por medios militares, de la que, sin embargo, se excluyó cualquier
referencia negativa explícita a Rusia, a diferencia de lo ocurrido en el G20 de
Bali en 2022.
Por último, si nos
fijamos en el acuerdo infraestructural lanzado por Estados Unidos con Arabia
Saudí, podemos ver cómo ciertamente constituye un intento de la administración
Biden de desvincular al país islámico de su proximidad a Moscú –recientemente
materializada en la decisión común de mantener baja la producción de crudo
aumentando su coste, en el seno de la Opec-, y crear una alternativa a la
“Nueva Ruta de la Seda” de Pekín, pero, sobre todo, supone un giro de 180
grados respecto al ostracismo inicial de Biden hacia el régimen liderado por
Mohammed Bin Salman. Quien entretanto, además de abrirse a Putin, ha retomado
las relaciones con Irán, su antagonista histórico, y ha solicitado y obtenido
oficialmente el ingreso en el BRICS en la última reunión de ese foro, celebrada
el pasado agosto en Johannesburgo en un clima de creciente competencia con el
G7.
El panorama
general que dibujan todos estos elementos es muy claro: hemos entrado en el
mundo post occidental, que empieza a tomar una forma definida también desde el
punto de vista institucional, y es necesario que Occidente asuma este hecho si
quiere salvaguardar eficazmente sus principios fundacionales y sus intereses
geopolíticos.
El mundo post
occidental no es un mundo en el que la relevancia de Occidente deba
considerarse archivada: a pesar de haber perdido, en comparación con hace unas
décadas, cuotas significativas del PIB mundial y de enfrentarse a competidores
respetables, con China y La India a la cabeza, los países de la OTAN, el G7 y
la UE mantienen una posición de liderazgo en muchos campos esenciales de la
producción, la investigación tecnológica y el armamento. Pero ya no pueden
presentar la realidad de las relaciones internacionales como si se hubieran
detenido en el periodo inmediatamente posterior al final de la Guerra Fría, y
como si los impactantes cambios desencadenados por la globalización nunca
hubieran ocurrido. Ya no pueden esperar imponer su agenda económica y política
a un resto del planeta que ya no está dispuesto a ajustarse a sus normas para
ser aceptado en su “club”, sino que dispone de los medios para ejercer
efectivamente su influencia de diversas maneras.
La era de bloques
y cercos ideológicos del siglo XX ha terminado definitivamente, dejando el
campo libre a contrastes y convergencias más complejos, bajo los cuales deben
considerarse las sólidas y duraderas líneas de fractura de civilizaciones y
culturas. Por tanto, categorías como la de la antítesis entre democracias y
“autocracias” (hoy en día muy exagerada en las clases dirigentes occidentales)
ya no son útiles para comprender los actuales equilibrios políticos mundiales,
e incluso pueden resultar engañosas: categorías vagas incapaces de captar las
complejidades de la coexistencia de modelos político-institucionales y
culturales irremediablemente heterogéneos.
Las pruebas de
fuerza y los tiras y aflojas para afirmar al Occidente liderado por EEUU como
“gendarme” planetario, como fue el caso de las políticas promovidas por la
administración Bush Jr. en los primeros años del siglo XXI, son ahora
inviables. En su lugar, Occidente, si quiere mantener su centralidad, debe
desarrollar estrategias adecuadas a la nueva fase histórica, basadas en la
disuasión militar inteligente, el realismo y la capacidad de tejer alianzas
internacionales amplias, plurales y estables. Al mismo tiempo, tiene que
preocuparse por seguir garantizando el pluralismo político-económico y la
esperanza de una prosperidad creciente ante todo dentro de sus propios países,
tratando así de que sigan apareciendo, concreta y no ideológicamente, como
modelos atractivos incluso para aquellas zonas del mundo que han llegado a los
procesos de modernización desde raíces culturales diferentes.