¿Ya no vale la pena una misa?
Claudia Peiró
Infobae, 04 de agosto de 2024
La paráfrasis del título, aunque no muy original, es pertinente en el contexto actual. Hubo un tiempo en que un rey, para poder entrar a París y sentarse en el trono de Francia, tuvo que convertirse al catolicismo y de ahí su célebre frase: “París bien vale una misa”.
Para sus contemporáneos, Enrique IV de Navarra, el primer Borbón, fue “el Rey bueno”. Una de sus primeras medidas fue el célebre Edicto de Nantes (1598), que abrió una etapa de tolerancia hacia los hugonotes -protestantes-, la religión de Enrique antes de su conversión. El mismo decreto declaró al catolicismo religión de Estado a la vez que promovió la reconciliación a partir de la renuncia a toda revancha por parte de los dos bandos que hasta la asunción de Enrique se habían desangrado en una larga guerra civil.
Esa tolerancia le costó la vida al rey que murió apuñalado por un fanático en 1610. Después del regicidio, su mujer, María de Medicis, hizo erigir un monumento en su memoria, en el corazón de París, en la isla de la Cité, que Desde ese momento fue un punto de referencia para todos los franceses. Era un sitio emblemático como para nosotros puede ser la Plaza de Mayo o la del Congreso.
Cuando estalló la Revolución Francesa, en 1789, Enrique IV -su monumento, mejor dicho- se salvó por un tiempo de la furia iconoclasta amparado por su buena imagen, hasta que, en 1792, la Asamblea nacional ordenó la destrucción de todos los símbolos monárquicos. y la estatua fue derribada. En 1818, con la restauración de los Borbones en el trono de Francia, una nueva estatua ecuestre de Enrique IV fue ubicada en ese mismo lugar privilegiado de la ciudad, en el Pont-Neuf.
El 27 de julio pasado, llamó la atención un comunicado de la Iglesia Católica de Francia deplorando las “escenas de escarnio y burla al cristianismo” en uno de muchos espectáculos ofrecidos en la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos (JJOO).
Era una respuesta a lo que fue leído como una parodia del cuadro de Leonardo Da Vinci, “La última cena”, que representa a Jesús celebrando la Pascua con sus discípulos. Frente a las críticas, hubo explicaciones de que no se aludía a esa obra -en ese caso no se entiende por qué los organizadores pidieron disculpas-, mientras que otros llegaron a alegar que el cuadro de Da Vinci no era de inspiración religiosa. El artista recibió el encargo de realizar un mural en el refectorio del convento de Santa Maria delle Grazie en Milán. Pintó a Jesús sentado a la mesa con sus doce discípulos. Algunos reconocibles, como Judas, o Juan. Pero para la iconoclasia actual, al cristianismo no hay que reconocerle ni siquiera lo que es suyo. A la Iglesia se le roba hasta la Navidad.
Thomas Jolly, director creativo de la ceremonia, dijo: “No quise ser subversivo ni burlarme ni escandalizar... En Francia podemos creer o no creer, pero tenemos muchos derechos y quería transmitir esos valores a lo largo de la ceremonia”. Mientras que el cantante Philippe Katerine, que aparece recostado en la mesa y con el cuerpo todo pintado de azul, dijo: “Fui educado como cristiano y lo mejor del cristianismo es el perdón. (...) Por eso pido que me perdonen si ofendí a alguien. Y los cristianos del mundo me lo concederán, estoy seguro. Y comprenderán que en gran parte fue un malentendido, porque en el fondo no se trataba en absoluto de representar La última cena”.
Malentendido o no, lo interesante fue la reacción del catolicismo francés, porque la Iglesia Católica se encuentra en la mayoría de los países, y en Europa en particular, en una posición defensiva, culposa. Se deja calumniar, soportando en silencio todo tipo de insultos y de fake news. Parece que, como “lo mejor del cristianismo es el perdón”, se lo puede ofender a piacere.
En un punto, el silencio es comprensible, porque varios de los altos dignatarios que ganaron protagonismo en la jerarquía en los últimos tiempos fueron inmediatamente acusados falsamente de pedofilia o de encubrimiento de la pedofilia. Dos casos fueron emblemáticos y funcionaron a modo de disuasión: quedarse en el molde o ser denunciado. Esa era la cuestión.
El más grave fue el cardenal australiano George Pell, víctima de una falsa acusación en su país que le valió más de un año de cárcel hasta que fue exonerado. Si se busca en Internet, todavía aparece la acusación y condena y el eterno calificativo de “polémico”, antes de que su liberación por ser todo un montaje. ¿Cuál fue el crimen de Pell? Haber sido nombrado en el consejo de asesores que creó Francisco a poco de asumir. Y lo único “polémico” fue el alevoso montaje de una acusación fraudulenta para mandar a un inocente a la cárcel.
El otro caso concierne directamente a Francia. Bastó que el papa Francisco distinguiera con su amistad y confiara una misión al cardenal Philippe Barbarin, entonces arzobispo de Lyon, para que éste fuese objeto de una denuncia, en este caso por encubrimiento de abusos. En primera instancia, fue condenado a seis meses de prisión en suspenso. En enero de 2020 fue absuelto en apelación, pero el daño ya estaba hecho y el objetivo de correrlo de la escena, cumplido.
En este contexto, muchas autoridades eclesiásticas optan por tolerar en silencio los agravios. Por eso llamó la atención el comunicado de la Iglesia Católica de Francia, país en el cual, varios siglos después de Enrique IV, mofarse de la religión mayoritaria se ha vuelto deporte nacional. Al igual que, contra toda la evidencia histórica, negar las raíces cristianas de Europa. Ofender a los católicos, a los cristianos en general, es gratuito. Pareciera que el único legado que fascina a cierta izquierda es el de la guillotina, como lo mostró también el espectáculo en La Conicergerie, la prisión donde fue recluida María Antonieta antes de su ejecución.
También fue sorprendente el impacto que tuvo ese comunicado. Y el hecho de que desde muchos otros sectores se elevan reclamos contra la escena grotesca. Hasta Jean-Luc Mélenchon, principal referente de La Francia Insumisa (LFI), el ala más ultra del socialismo, obviamente ateo, se sumó a las críticas. “No me gustó la burla a la cena cristiana, última cena de Cristo y sus discípulos, fundadora del culto dominical. No entro por supuesto en el calificativo de 'blasfemo' [pero] pregunto: ¿para qué arriesgarse a lastimar a los creyentes? ¡[Lo digo] aun siendo anticlerical! Esa noche le hablamos al mundo”.
El obispo delegado para los JJOO, monseñor Emmanuel Gobilliard, señaló que muchos atletas son creyentes y su fe juega un papel en estos días de desafíos y sueños. Pero además, en línea con Mélenchon, Gobilliard apuntó al contexto. Para él, este tipo de espectáculos deben estar reservados al teatro y no a un acontecimiento como la ceremonia inaugural de los JJOO, “dado que la carta olímpica pide explícitamente que no se expresen opiniones políticas, ideológicas o religiosas”. “Una velada que debía incluir y pacificar, pero que ha excluido”, agregó.
La amplitud de las reacciones es indicio de que algo está cambiando. De que, por exceso, toda la corriente progresista iconoclasta que, en nombre de una supuesta defensa de derechos de minorías se siente autorizada a avanzar sobre los derechos de las mayorías, estaba comenzando a generar una reacción. Era hora de que el péndulo empezara a volver.
Sobre todo porque esta constante campaña anti iglesia es, en el fondo, una campaña anti francesa, una demolición de su propia cultura. Las sociedades occidentales en general están entregadas a una apología de la deconstrucción. De sus propias raíces culturales.
La escena en cuestión no tenía relación alguna con el deporte ni con el espíritu olímpico. A nadie pudo parecerle agradable ese espectáculo, o motivador, emocionante o interesante. Tenía el nivel “artístico” de una diversión de colegiales que se disfrazan con lo que tienen una mano. La baja calidad del espectáculo revela que el objetivo no era agradar, sino molestar, provocar. De hecho, todos los que salieron a elogiar la actuación no aludieron a la calidad del espectáculo sino a su intencionalidad.
La diputada ecologista Sandrine Rousseau lo dijo con todas las letras: “Esta ceremonia fue la mejor respuesta al ascenso del fascismo y de la extrema derecha”. Lo mejor fue el remate: “Que el mundo sea despertó. Será tanto más lindo”
Un diputado de LFI, Thomas Portes, dijo: “Una ceremonia a contrapelo de las obsesiones racistas y reaccionarias de la extrema derecha y sus representantes mediáticos”. Otro referente de esa corriente, Manuel Bompard, opinó: “Qué orgullo cuando Francia le habla al mundo, cuando a los valores de libertad, igualdad y fraternidad se le agregaron los de sororidad, paridad e inclusividad”.
Lo de la sororidad es bastante relativo considerando que se regodearon en un feminidio y no incluyeron a Juana de Arco entre las mujeres destacadas, aunque fue la protagonista femenina por excelencia de la historia de Francia. Descalificada por santa.
Ni el jacobino Mélenchon apreció la escena de la decapitación de la reina -”¿Por qué ella y no él?”, preguntó, sororo: “Critico la cabeza cortada de María Antonieta -precisó-. Bravo por el alegato divertido sobre la libertad de género. ¡Pero la humillación de los condenados siempre está de más!”
La jefa de los ecologistas (EELV) Marine Tondelier destacó la grieta: “Estoy leyendo los tuits de la extrema derecha a la defensiva en esta ceremonia de apertura. Lo confirmo: está muy lograda”.
Más claro imposible: el éxito de la ceremonia no fue lo artístico sino el mensaje pretendidamente inclusivo y en realidad sectario.
Uno de los aludidos de la “extrema derecha”, el diputado Jean-Philippe Tanguy lamentó el “regocijo” ante una ceremonia que “fractura aún más y siempre a Francia”, en vez de unirla.
La única escena que despertó la aprobación unánime fue la de Céline Dion cantando, desde el primer piso de la torre Eiffel, el Himno al amor que Edith Piaf se hizo famoso. Por algo lo clásico es clásico y despierta la admiración del mayor número.
Desde Beirut, la Asamblea de Católicos de Tierra Santa (ACOHL por sus siglas en inglés) recordó una verdad que tantos occidentales parecen haber olvidado: “El cristianismo fue el primero en preservar las libertades, proteger la diversidad y preservar la dignidad y los derechos humanos ”.
Esto apunta a uno de los karmas de los deconstructores de nuestra cultura: a cada paso que dan se topan con el cristianismo. Le pasó al ultra feminismo cuando se enteró de que Simone de Beauvoir, su sacerdotisa, reivindicaba un origen y un protagonismo cristiano en la lucha por el derecho al voto femenino. Les pasan a los convencidos de que la ciencia y fe son incompatibles, antagónicos, cuando se enteran de que la teoría del big bang fue formulada por el sacerdote jesuita Georges Lemaitre, colega y amigo de Albert Einstein. Les pasa a las apologistas de la Revolución Francesa cuando se enteran de que “Libertad, Igualdad y Fraternidad” es un lema pensado por un obispo francés.
Ni hablar de los transgresores que idearon la apertura de los JJOO de París, frente al hecho de que el lema de las Olimpíadas relanzadas por el Barón de Coubertin, “Citius, Altius, Fortius” (“Más rápido, más alto, más fuerte” ), fue creado por el fraile dominico Henri Didon (1840-1900), pionero de la integración del deporte a la educación de los jóvenes.
Como señala también el ACOHL, “a lo largo de su historia, el cristianismo ha inspirado el desarrollo humano en los campos de la ciencia, la cultura y las artes”.
Pero las críticas no apuntaron solo a la burla a la religión: para el filósofo judío francés Alain Finkielkraut, “en esta ceremonia de apertura de los JJOO el genio francés brilló por su ausencia”. Para él, se trató de “un espectáculo grotesco que, de las drag-queens a la decapitación de María Antonieta desarrolló con devoción todos los estereotipos de la época”.
Muy apropiado el término “devoción”, porque como dice Jean-Francois Braunstein, profesor de filosofía en la Sorbona, estamos frente a una nueva religión. La religión despertó. “El objetivo de los despertares es 'deconstruir' toda herencia cultural y científica de un Occidente que acusan de sexista, racista y colonialista. Incluso los académicos parecen haber sido seducidos por la absurdidad de estas creencias, y rechazan la razón y la tolerancia que hasta ahora habían sido el núcleo de su profesión”, dice Braunstein.
El historiador Patrick Boucheron, uno de los guionistas de la ceremonia de apertura de los JJOO, dijo: “Restauramos un orgullo por este país, no por su identidad, sino por su proyecto político: ir para adelante, con una historia en movimiento”.
Una confesión de parte, relevo de pruebas. Un proyecto que no se asienta en la identidad, es como un árbol sin raíces que cualquier viento puede derribar.
Ferghane Azihari, delegado de la Academia Libre de Ciencias Humanas, criticó duramente a los artistas que, para destacarse, sólo pueden apelar a la provocación.
Y esa provocación solo puede hacerse sobre lo clásico, lo elevado. “Se entiende que, para algunos, el éxito de una actuación artística depende de su capacidad para asquear y no para reunirse en torno a una estética universal”. Demoledor, agregó: “La paradoja de muchos artistas contemporáneos es que viven de la renta de una herencia que disfrutan de empañar pero sin la cual ellos brillarían menos”. O no brillarían.
De hecho, su definición encaja muy bien con algunas iniciativas estéticas progresistas que consisten precisamente en intentar contra lo clásico; no se busca maravillar, sino provocar. Pensemos por ejemplo en las pomposamente llamadas “Columnas de Buren”, el nombre del “artista” que en 1986 dejó su rastro mediocre en el hermoso patio de honor del Palais Royal. Las columnas en cuestión (¡260 para colmo!) son unos mojones de forma octogonal, de diferente altura y pintados de blanco y negro, sin el menor interés artístico. Nadie hablaría de ellos de no ser por el lugar donde están ubicados.
Del mismo modo, la pirámide del Louvre sólo es notaria por su ubicación. Podría ser admirada en el contexto de una arquitectura moderna, en un sector urbano idem, pero no tendría la prensa que tiene por arruinar la hermosa vista del Palacio (hoy Museo) del Louvre.
En 2014, el árbol verde inflable de un tal McCarthy en Place Vendôme tuvo una sola virtud: ser efímero. El “artista” aseguraba que su obra era abstracta y de libre interpretación, cuando todo el mundo veía un juguete sexual antes que un “Tree” como él llamaba al engendro.
Volviendo a los JJOO, el mayor realce de la ceremonia no estuvo dado por el espectáculo en sí -con excepción de los efectos técnicos muy logrados- sino por el magnífico escenario que ofrece la capital francesa, con su elegante perspectiva casi desde cualquier punto a orillas. del Sena, una elegancia que debe más a la “oscura” Edad Media, siempre denostada por el simple motivo de que se la asocia a un tiempo de mayor influencia de la Iglesia, pero que le dejó a París su hermoso corazón con Notre Dame, la Conciergerie, la Sainte-Chapelle y otras joyas; oa los Napoleón -tío y sobrino- ambos increíblemente ausentes de la memoria de los diseñadores del espectáculo.
La Revolución Francesa, evocada en la ceremonia, dejó en París una huella de destrucción, como lo testimonia el desaparecido Palacio de las Tullerías y el propio Rey bueno, Enrique IV, cuya estatua original, en escombros, fue a parar al fondo del Sena. Salvo el caballo, porque el plomo fue reciclado en cañones.
Dicho sea de paso, muchos, en Francia y en el mundo, se interrogan sobre la oleada de incendios que afecta a las iglesias de ese país: ¿resultado de la decadencia y el descuido del patrimonio o intencionalidad? Tema a seguir…
“Thomas Jolly [director artístico del espectáculo] y Patrick Boucheron se aplauden a sí mismos por su audacia transgresora cuando son servidores diligentes de la doxa”, sentenció Finkielkraut, en referencia a la nueva religión despertó.
La reacción que generó el diseño del espectáculo de la ceremonia inaugural -tanto en su propósito de escandalizar y aun ofender, como en su patético reduccionismo histórico-, reacción que obligó a los organizadores a dar explicaciones, representa una nota de esperanza en este panorama desolador. de una cultura occidental y cristiana que, como dice el historiador Jean Sévillia, parece detestarse a sí misma.