de una escuela emancipada
Por Carlos Daniel
Lassa*
La Prensa,
15.08.2024
Suele atribuírsele
al destacado físico alemán Albert Einstein la siguiente frase: “Hay dos cosas
infinitas: el Universo y la estupidez humana”.
En la educación,
hace un buen tiempo que esta infinita estupidez está bastante consolidada. Una
de las manifestaciones más claras es esta: considerar a la educación en
términos de revolución o emancipación.
En realidad, esta
pseudoeducación produce un individuo incapaz de emanciparse de nada, comenzando
por su propia falta de cultivo interior.
Dentro de las
incontables carencias que reciben nuestros estudiantes hay una que se destaca:
la ausencia del hábito del pensar. Ciertamente, un joven que pretenda ser dueño
de sí mismo, para poder emanciparse verdaderamente del error y de la estupidez
(que todos llevamos dentro), debe necesariamente saber pensar.
Pero veamos: esta
nueva mentalidad que deambula por las instituciones educativas se nutre de
algunos dogmas indiscutibles. Por ejemplo: que toda autoridad es incompatible
con la emancipación, con el pensar y con la verdadera libertad del hombre.
¿QUÉ PASA CON LA
AUTORIDAD?
La primera de las
premisas que enarbolan los educadores que ven en la emancipación la solución a
todos los problemas es considerar a la autoridad y a la razón como términos
antagónicos.
Es necesario
observar que esta dialéctica opositiva (autoridad vs. razón) tiene su origen en
el racionalismo iluminista. Para este último, la razón humana no necesita de
ninguna otra realidad para completarse. De allí el rechazo inicial de Dios y
del pecado original. El hombre es un ser completo que se basta a sí mismo para
ser.
Este racionalismo
ha generado, entre otras cosas, concepciones perfectistas de la política que
han sido devastadoras. Se llegó al absurdo de pensar a la política como
instancia salvadora del hombre.
Esta hybris
anética (léase: desmesura desvinculada de la ley) condujo al más absoluto
escepticismo respecto de la política. En efecto, ¿cómo seguir creyendo en una
instancia que no solo no ha sido capaz de darme lo que prometía, sino que,
además, me ha provocado un enorme daño?
La autoridad,
dentro de la atmósfera cultural del siglo XVIII, se concibe como represión.
Pero en realidad, el término auctoritas procede del verbo latino augere, que
significa “hacer crecer”. Por el origen etimológico, esta palabra está
conectada con los términos augustus (aquel que acrecienta) y también auxilium
(ayuda proporcionada por una potencia superior).
Consecuentemente,
esta auctoritas no solo que no se opone a la razón, sino que, más bien, la
exige. En efecto, como acertadamente dice Gadamer, la autoridad no se funda en
un acto de sumisión y abdicación de la razón, sino en un acto de reconocimiento
y conocimiento.
Expresa Gadamer que,
toda vez que se admite la autoridad, se la está reconociendo como algo que está
por encima de uno mismo, no solo en juicio sino también en perspectiva. Por lo
tanto, ser capaz de aceptar su perspectiva me permite elevarme y poder crecer
en mi ser.
Desconocer la
autoridad equivaldría a negarme a crecer, impedir ser mejor. Equivaldría a la
prolongación de aquel acto primero del que les hablaba al principio que es la
estupidez. Al respecto, el filósofo Michele Federico Sciacca refiere en su obra
‘L’oscuramento dell’intelligenza’, que la stupidità radica en la pérdida del
límite cuyo reconocimiento es signo de inteligencia.
OBEDIENCIA Y
EDUCACIÓN
Por todo lo
expresado podemos afirmar que el verdadero maestro es aquel que posee una
auténtica auctoritas sobre su discípulo. Es maestro ese “augusto” poseedor de
un ascendiente intelectual y moral que se propone como fin principal el
crecimiento de su alumno.
Pero, a su vez,
este “augusto” requiere de la obediencia, enteramente racional, de su
discípulo. En efecto, alguien puede acrecentar su ser solo si es capaz de
escuchar (audire) a aquel que está por encima (ob) de él en la virtud. De ahí
el término ob-ediencia (ob-audire).
¿Cómo podríamos
aprender a pensar sino a partir de alguien que piense y sea capaz de saber cómo
se hace? ¿Cómo ser justos sin la presencia de un maestro que otorgue a cada uno
de sus alumnos aquello que les corresponde?
Una educación que
tiene su punto de partida en la obediencia es capaz de una auténtica
emancipación: liberarnos de todo aquello que nos aleje de una vida virtuosa.
LA NECESIDAD DE LA
EXPERIENCIA
La educación que
defiende a rajatablas la actual emancipación considera que el primer acto del
espíritu humano es la acción negativa sobre lo real: una acción que rechaza
todo lo que proviene del exterior.
Esta acción
primera convierte a este sujeto activo en un inhabilitado para adquirir
experiencia. Y es inhabilitado de experiencia por cuanto no es capaz de que
algo le pase, de que algo lo afecte y, consecuentemente, de que ese algo deje
en su interior una huella que lo modifique. De allí, entonces, que un sujeto de
experiencia se defina no tanto por su actividad como por su pasividad, por su
receptividad, por su apertura. Sin embargo, no estamos frente a una pasividad
inerte, sino a una pasividad que, frente a lo se le presenta, suscita su
atención, su receptividad, su apertura esencial.
Precisamente, la
palabra experiencia procede del término latino experiri (probar). Podemos
decir, entonces, que la experiencia es un encuentro o una relación con algo que
se prueba. Y probar solo puede hacerlo aquel que sabe obedecer, que deja de
escucharse a sí mismo para recibir en su interior una palabra de mayor anchura
que puede elevarlo y cualificarlo.
¿DE QUÉ EXPERIENCIA
HABLAMOS?
Ahora bien, la
pregunta que no podemos soslayar es esta: ¿qué es aquello que el discípulo debe
ser capaz de probar (experiri) para ver acrecentado su ser, para empezar a
transitar la senda de una auténtica educación? Esa realidad que exige ser
probada y que lo coloca en la senda del verdadero progreso (el cual siempre es
progreso en la verdad de su ser y del sentido de todo lo que es) es el pensar.
Ya lo he dicho más arriba.
Y pensar es, como
nos lo dijera el venerable Platón en el “Teeteto”, el diálogo del alma consigo
misma que consiste en preguntar y en responder.
El maestro enseña
a su discípulo tanto la dificultad del preguntar (para preguntar es menester
tener alguna idea de lo preguntado y, a la vez, no saber todo acerca de lo
preguntado), como la de recorrer el camino que va desde la pregunta hacia la
respuesta.
En este trayecto,
la inteligencia debe realizar tres actos fundamentales: definir, analizar y
sintetizar. Pero, además, la inteligencia, luego de llegar a la respuesta en el
momento sintético, volverá sobre sus pasos (reflexio) para comprobar si los
actos de definir, analizar y sintetizar han sido realizados de un modo
adecuado. Por eso, la reflexión es un acto segundo que sigue al acto primero
que llamamos pensar.
Ahora bien, cuando
el discípulo aprende a pensar guiado por el maestro, va a ser capaz de
realizar, en primera persona, este acto de preguntar y responder. Y la
respuesta a la que llegue va a ser “su” respuesta por cuanto el camino fue
transitado por su propia inteligencia.
EL RUMBO ERRÁTICO
DE LA EDUCACIÓN ACTUAL
La escuela actual,
en lugar de seguir este modo natural de acceder al saber, ha estado ensayando
(con reiterados fracasos) un camino bastante obtuso. Ofrece a sus educandos
respuestas que nadie sabe a qué preguntas responden. Se asemeja a aquel cazador
que, en lugar de apuntar a la presa para luego gatillar, arroja disparos al
aire, sin ton ni son, para ver si, por azar, logra derribar algo.
Enseñar a pensar
es poner al discípulo en condición de un verdadero progreso. Y va a ser real
progreso si logra transformarlo en alguien capacitado para encontrar respuestas
adecuadas a las preguntas que se formule.
Autoridad,
obediencia, experiencia y pensar, pues, constituyen las cuatro instancias
fundamentales de una auténtica educación. La destrucción de la primera ha
conducido a una razón estúpida que ha perdido todo sentido del límite. De ello
se ha seguido la incapacidad para obedecer y, consecuentemente, poder
experimentar la alegría de pensar con cabeza propia.
No es casual que,
de la muerte de ´augusto´, se ha originado la escuela que el filósofo francés
Jean-Claude Michéa ha definido en una de sus obras como La escuela de la
ignorancia.
En definitiva, es
una escuela que, lamentablemente, perpetúa una forma de ignorancia disfrazada
de educación.
* Doctor en
Folosofía de la Universidad Católica de Córdoba.