Jorge Fernández Díaz*
LA NACION, 24
DE SEPTIEMBRE DE 2017
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La administración pública es un escenario donde se
patentizan todas nuestras endemias. Existen allí valiosos funcionarios de
carrera y agentes diligentes y voluntariosos, pero también taras, esperpentos y
resistencias innobles.
María Eugenia Vidal, a poco de asumir, descubrió que
2000 médicos dependían del Servicio Penitenciario Bonaerense y no trabajaban
nunca. Cuando les impuso que tomaran sus tareas, 400 de ellos renunciaron
porque tenían otros empleos y no contaban con el tiempo ni con la voluntad para
realizar la labor por la que cobraban desde hacía años.
Un sondeo amplio y anónimo realizado el año pasado en
distintas áreas de la administración central reveló que muchísimos empleados no
se consideran "servidores públicos" (les parece un concepto
denigrante) y rechazan la idea de que los ciudadanos que les pagamos el sueldo
somos sus clientes y nos deben atenciones; consideran además que deben estar
exentos de cualquier evaluación de desempeño: más bien piensan que ese concepto
es privativo de las corporaciones, una herejía insultante.
En otros países, el Estado es una organización
afiatada y profesional, con una dirección sumamente coordinada y planes de
carrera por objetivos. Aquí es una agencia de colocaciones y, en algunos casos,
un reservorio de la mala política: activistas, aliados y ñoquis.
Cuando los
nuevos funcionarios revisaron las cuentas, descubrieron que había "11.000
celulares que no eran de nadie" (sic) y 2000 que pertenecían a familiares
y amigos de políticos y directores; todos los pagaba el Tesoro nacional, es
decir: los contribuyentes.
Al estilo kafkiano, en algunas oficinas encontraron
grupos de hasta ocho personas cuya única obligación diaria consistía en
"ver Internet": no debían realizar informes ni hacer nada más que
webear seis horas cada día para recibir a fin de mes su robusto salario. Esto
no sería posible sin la connivencia ideológica de los delegados gremiales ni la
protección de una fuerza política que venía a fortalecer el rol del Estado y
que, paradójicamente, lo fundió y lo degradó hasta límites alarmantes.
Los
conservadores estatales disfrazados de progresistas irredentos sólo querían la
tecnología para su comodidad. Pero resulta que la digitalización y las redes
sociales terminaron con muchos secretismos y cajoneos rentados, y también
expusieron la negligencia de los agentes públicos.
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* "La cruzada de los nuevos reaccionarios";
LA NACION, 24-11- 2017