Por Pablo Esteban Dávila
Alfil, 4-9-17
El nivel de paroxismo del caso Maldonado es
preocupante. Primero, porque importantes sectores de la política argentina dan
por supuesto cosas que no se encuentran comprobadas en absoluto; segundo,
porque exhibe impúdicamente el doble estándar moral de la izquierda nacional.
A nadie le consta que Santiago Maldonado haya sido
desaparecido por la Gendarmería Nacional. Sólo hubo dos testigos, encapuchados
y sin que aceptaran ser identificados, que sostuvieron esta especie ante la
fiscalía interviniente. Fuera de estos testimonios, imposibles de ser
considerados como pruebas legítimas, no existe ninguna certeza que vincule a
Gendarmería con este hecho.
Sin embargo, el asunto se da por sobreentendido por
mucha gente. El progresismo necesita que efectivamente exista una desaparición
forzada para mantener su ontología discursiva. Si Gendarmería es la culpable,
entonces lo es el gobierno de quién ella depende. ¿Y qué mejor que sea Mauricio
Macri el presidente? Esto ratifica que cualquier expresión política que no
provenga de su propio distrito ideológico es, forzosamente, algo parecido a la
dictadura de Videla y compañía.
El reduccionismo es burdo, pero así funciona la
psiquis colectiva de estos sectores. Es un hecho que necesitan estar siempre en
lucha y que si el actual motivo es, nada menos, una rémora de los
procedimientos de la dictadura, la protesta llega a la epifanía. Lástima que no
siempre se muestren dispuestos a protestar, a lo largo del tiempo o de la
geografía, con la misma pasión frente a acontecimientos que son objetivamente
idénticos.
Tómese, por ejemplo, la desaparición de Julio López,
el primer desaparecido en democracia. El señor López había atestiguado contra
el comisario Miguel Etchecolatzen un juicio por crímenes de lesa humanidad en
2006. En septiembre, poco después de declarar y un día antes de que se dictara
la sentencia condenatoria, López se esfumó. Desde aquél entonces nadie sabe
dónde se encuentra, ni cuál fue su destino.
La izquierda, convenientemente adocenada por el
kirchnerismo, no pareció entonces escandalizarse en demasía. El gobierno, a
tono con su costumbre, repartió algunas culpas entre improbables servicios de
inteligencia y mano de obra desocupada, como si los ’80 no estuvieran aun
señoreando el almanaque. No se recuerda que Néstor se haya mostrado
particularmente atribulado por la desaparición, ni que hubiera ordenado marchar
para la aparición con vida del desdichado. López era responsabilidad del oficialismo
pero, fiel al arte de quitarse el sayo, los K prefirieron mirar hacia el
costado y ensayar explicaciones conspirativas. Los que hoy se escandalizan por
el caso Maldonado se mostraron, en aquella oportunidad, llamativamente
comprensivos con pasividad de la Casa Rosada.
La falta de coherencia respecto a esta diacronía se
magnifica cuando se toma en consideración el silencio ensordecedor de la
izquierda respecto a lo que sucede en Venezuela. No hay, que se sepa,
manifestaciones en contra de la dictadura bolivariana ni los crímenes de
Nicolás Maduro. Tampoco escándalo alguno por la pérdida de los derechos humanos
más elementales en aquél país, o por el hecho de que la oposición sea
encarcelada o torturada por sus fuerzas armadas. De no ser porque el señor
Maduro es un teórico heredero del socialismo del Siglo XXI, podría decirse que
es lo más parecido a la reencarnación de los Pinochet o los Videla por estos
tiempos.
Pero tal certeza parece no serlo tanto cuando se trata
de juzgar lo que ocurre con el particular prisma ideológico de estos grupos,
que mezclan indigenismo, derechos humanos y marxismo sin ton ni son. Una muerte
(o una desaparición) a manos de lo que ellos consideran “la derecha” es una
manifestación de la represión inherente a tal expresión política, en tanto que
las muertes o las desapariciones en sistemas nominalmente de izquierda son
asumidas como consecuencias necesarias –y hasta cierto punto, inevitables– de
sus programas de “liberación” o purificación social.
Esta es la gran diferencia con la sociedad que
realmente pretende vivir bajo pautas democráticas, que es lo mismo que decir
bajo un Estado de Derecho. Para la ley, las desapariciones no tienen mayor o
menor relevancia conforme a la adhesión política de las víctimas; todas son igualmente
preocupantes y requieren de los máximos esfuerzos por esclarecerlas. Esto
significa que el Estado debe extremar sus acciones para dar con el señor
Maldonado y ofrecer una explicación adecuada de lo que ha ocurrido. Tanto su
familia como la sociedad en su conjunto necesitan una respuesta, más allá de
los atributos que se reclamen del afectado.
Claro que el doble estándar que se manifiesta por
doquier no ayuda a que el consenso basado en la ley se derrame pacíficamente
sobre la sociedad. La oposición a Cambiemos enarbola el caso Maldonado como una
prueba de la maldad inherente del gobierno, en tanto que quienes lo apoyan se
muestran particularmente irritables con las manifestaciones, destrozos e
iracundia de quienes dicen buscar justicia en su nombre. La tragedia del asunto
es, por lo tanto, doble: por un lado (y, por cierto, lo más importante) es que
una persona ha desaparecido sin que nada se sepa de ella; por el otro, que la
percepción social de este acontecimiento se encuentre dividida en posiciones irreconciliables
que muestran, una vez más, los alcances y las dimensiones del enfrentamiento
que, con paciencia monacal, los líderes del movimiento Nacional & Popular
supieron urdir durante sus largos años en el poder.