Parte III
A partir del 8 noviembre 2016 –tras la victoria de
Donald Trump en las elecciones presidenciales americanas– el mundo comenzó a
enterarse de que en Estados Unidos existía una “Derecha Alternativa”
(Alt-Right).
Unos meses antes, en plena campaña electoral, Hillary
Clinton había denunciado a la Alt-Right como un submundo de racistas, sexistas,
chauvinistas y misóginos de extrema derecha: los mimbres de su particular
“cesta de deplorables”. En ese preciso momento todas las huestes de un ejército
on-line estallaron en chanzas, memes y celebraciones: ya estaban en la primera
línea de la política nacional.
¿Qué es exactamente la Alt-Right? La respuesta del
mainstream mediático es simple: la Alt-Right es la extrema derecha de toda la
vida; una nueva marca (re-branding) del viejo pensamiento reaccionario,
retrógrado, ultraconservador, misógino, homófobo, racista, sexista, machista,
fascista, nazi, etcétera. Se trata de un diagnóstico tan sutil como el de esos
viejos conservadores para los cuales todo el desparrame sesentayochista,
libertario y contracultural de las últimas décadas era (y es), única e
invariablemente, comunista. La simpleza de análisis responde también, en el
caso que nos ocupa, a un interés estratégico: el de reconducir toda esta movida
a las conocidas y tranquilizadoras aguas de la extrema derecha, frente a la
cual ya todo está dicho y no hay que estrujarse las neuronas.
Pero desde el mainstream también se producen, a veces,
diagnósticos sofisticados. Por ejemplo, el de la periodista Angela Nagle cuando
escribe: “se equivocan todos los que dictaminan que la nueva sensibilidad de la
derecha on-line no es nada más que la vieja derecha, y que no merece ninguna
atención o diferenciación. Aunque en mutación constante, (…) este fenómeno tiene
mucho más que ver con el eslogan de 1968 ‘prohibido prohibir’ que con cualquier
cosa reconocible en la derecha tradicionalista”.[1]
En estas líneas defenderemos que la llamada Alt-Right
es un fenómeno específicamente posmoderno. Más aún: que su identidad posmoderna
es mucho más nítida que la de sus contrincantes, desde el momento en que la
Alt-Right recupera una serie de reflejos contraculturales –una cierta
“gramática de la posmodernidad”– que, habiendo surgido en el último tercio del
siglo pasado, fue sumergida por la corrección política del mundialismo. En ese
sentido, la Alt-Right podría ser un síntoma de formas de agitación metapolítica
a proliferar durante los próximos años. Ahí reside, posiblemente, su interés
principal.
¿Existe la Alt-Right?
Cualquiera que se acerque de nuevas al fenómeno
Alt-Right se verá desconcertado por su carácter escurridizo. Este movimiento no
cuenta con una organización centralizada, ni con un corpus dogmático, ni con un
programa político. Su expansión es viral y sigue la lógica de las redes. No
obstante, para el mainstream mediático no se plantean dudas: la Alt-Right, como
tal, no existe. Es un bluff, una reedición de la extrema derecha de toda la
vida. ¿Hasta qué punto es esto verdad?
La respuesta no es simple, en la medida en que, como
paraguas genérico de la incorrección política, la Alt-Right puede albergar a
indeseables compañeros de viaje. Pero siendo eso cierto, este dato no
constituye toda la verdad y tampoco es determinante a la hora de definir el
fenómeno. Para comprenderlo es preferible alejarse de la sabiduría periodística
y de sus simplificaciones interesadas. Conviene tener presente, además, la
constante expansión del dominio del “fascismo”: un estigma que se aplica con la
mayor alegría a todos los que no comulguen con los dogmas oficiales.
La expresión Alt-Right fue acuñada en 2008 por el
politólogo judío-nortemericano Paul Gottfried, quien se refería a la necesidad
de construir una “derecha alternativa” frente a los “neocon” del establishment
republicano (los cuales, según él, habían “secuestrado” la agenda conservadora
americana). Según esta definición amplia, la Alt-Right podría incluir al
populismo de Trump y al del periodista Steve Bannon, críticos con la
globalización y defensores de un nacionalismo integrador, por encima de
diferencias raciales (America First).
No obstante, el término Alt-Right fue rápidamente
apropiado por el activista Richard Spencer (antiguo discípulo de Paul
Gottfried) en un sentido concreto de reivindicación del etnonacionalismo blanco.
Bajo la expresión Alt-Right pasaron a confluir, de forma progresiva, una serie
de webs, revistas on-line, bloggers, etc., cuyos intereses gravitan en torno a
los temas proscritos de cualquier debate respetable: la crítica de la sociedad
multicultural, la crítica de la ideología de género, el estudio de IQ y la
biodiversidad humana, el antihumanismo tecnológico o la antiglobalización, por
señalar algunos. Algunas de estas iniciativas se inspiraron en corrientes como
la “Nueva derecha” francesa. Conviene subrayar que la reivindicación de la
identidad blanca se conjuga, en la mayoría de estos casos, con el desprecio a
la vieja extrema derecha, a los neonazis, al Ku-Kux-Klan, etc., a quienes se
califica de Larpers (Live Action Rol Players), es decir, “jugadores de rol en
vivo”. Pero esto no impidió que algunos de estos grupos intentaran apropiarse
de la etiqueta Alt-Right, en un intento oportunista de rentabilizar la fórmula
y de encubrir, de paso, su indigencia intelectual.[2]
Pero más allá del “núcleo duro” intelectual, el grueso
de la Alt-Right está compuesto por lo que Milo Yiannopoulos denomina
“conservadores naturales”: todo ese mundo que responde a un instinto natural de
defensa de unas identidades que se perciben como amenazadas: la cultura occidental,
ciertos grupos demográficos (la clase media blanca, los trabajadores víctimas
de la globalización), las identidades sexuales llamadas “tradicionales”, etc.
Los “conservadores naturales” se contraponen así a la derecha economicista que
no conoce más valores que los del “libre mercado” (a la que denominan
cuckservatives: conservadores-cornudos).[3] Algunos de sus más conspicuos
representantes –recelosos de la proximidad de la extrema derecha– prefieren
identificarse como “conservadores”, “libertarios”, “patriotas”, etc., y
componen lo que ha venido a llamarse la “Alt-Lite” (o sea: la versión light de
la Alt-Right).
A las dos categorías anteriores conviene añadir
también el universo juvenil on-line, blasfemo, inococlasta, carente del bagaje
moral y/o religioso de los viejos conservadores y en el fondo profundamente
nihilista que conforma una cultura de la incorrección política en Internet.
Este sector es el que confiere a esta derecha alternativa su identidad más
jocosa y contracultural, y el que la ha dotado de una peculiar eficacia como
máquina de guerra metapolítica.
La Alt-Right, en suma, no es una franquicia de
contornos definidos y que alguien pueda reclamar como propia. Se trata de una
nebulosa cuyo punto de cristalización fue, sin duda alguna, el “momento
populista” de la candidatura de Donald Trump en 2016. El magnate de Nueva York
se convirtió en el símbolo antisistema para todo un mundo que, hasta entonces,
se había mantenido alejado de las instituciones. Seguramente la mejor
definición de la Alt-Right sea la de “punto de encuentro”; más exactamente:
punto de encuentro digital. Sus componentes forman una “muchedumbre digital”
compuesta mayoritariamente de “jóvenes airados” (angry young men) contra la
corrección política.
Por lo que se refiere a su modus operandi, la
Alt-Right responde a una serie de propiedades que la anclan en una
posmodernidad radical. Hemos identificado hasta seis.
Las seis reglas de la guerra cultural posmoderna
1- Es
la cultura, estúpidos
Hoy más que nunca, Gramsci nos indica el camino. A
estas alturas del siglo XXI Gramsci es el único pensador marxista al que
podemos considerar, con toda propiedad, nuestro contemporáneo. Todo es
política, y en política –hoy más que nunca– todo es cultura. Vivimos en la
época de la tecnocracia gris que lo ha invadido todo, en los tiempos
“post-heroícos” de la gobernanza y de los pequeños consensos institucionales.
En esta tesitura son los imaginarios culturales –las ideas, las creencias, los
símbolos y los valores sociales– los que marcan la diferencia entre unas
ofertas políticas y otras.
En la política actual –señala Angela Nagle– los
líderes progresistas pueden bombardear países siempre que se muestren cool con
el matrimonio gay; los líderes de la derecha, por su parte, pueden aplicar
políticas neoliberales y devastar formas de vida comunitarias, siempre que
digan que defienden a la familia. En realidad, lo que motiva y predispone al
votante son las propuestas de vida vehiculadas por unos y otros. La política se
vacía en la cultura y los cambios culturales preparan los cambios políticos.
Eso es algo que entendieron perfectamente los gramscistas de la “Nueva derecha”
en Francia, y es lo que ha aplicado a rajatabla la Alt-Right con su ofensiva
cultural frente a la corrección política. Unos y otros lo saben: más que los
programas de gobierno, lo determinante a largo plazo es esa aleación de las
conciencias a la que llamamos cultura.
2- La
antítesis es más importante que la síntesis
Escribe Milo Yiannopoulos: “escarbando en las
profundidades de la derecha alternativa, pronto resulta evidente que el
movimiento resulta más fácilmente definible ateniéndonos a lo que se opone que
a lo que defiende. Hay una infinidad de desacuerdos entre sus miembros sobre lo
que debe construirse, pero una cierta unidad virtual acerca de lo que debe
destruirse”. La Alt Right es fundamentalmente antitética, y eso es un sello
inequívoco de su posmodernidad.
Pocas cosas hay más naftalinosas, para un posmoderno
que se precie, que las cosmovisiones omnicomprensivas en las que todo encaja.
Ridículas se revelan las pretensiones morales de legislar sobre las
conciencias; más ridículas, todavía, las promesas rosa-bonbón de la humanidad
United Colours. Si la Alt-Right ataca al feminismo, al multiculturalismo y al
sinfronterismo, lo es ante todo porque éstos conforman un club de creyentes. Si
–como sugería Wittgenstein– todo es reconducible a juegos de lenguaje, ¿por qué
tomar en serio tanta monserga? Si al final de la jornada preferimos agarrarnos
a alguna Idea, mejor que lo sea a aquellas que se apoyen en datos científicos
irrebatibles, o bien a las que no renieguen de su fondo último de
irracionalidad, de arbitrio y de capricho. La Alt-Right está bien nutrida de
ideas, pero que nadie busque pureza, armonía y coherencia entre ellas. Si
coherencia hay, solo funciona en una dirección: en su carácter antitético y en
su afición a pisotear los dogmas del día. Todos los instrumentos analíticos de
la posmodernidad –deconstrucción, análisis de discurso, crítica de la cultura
pop– son utilizados por la “derecha alternativa” para denunciar la
inconsistencia de la normatividad liberal imperante, sus contradicciones
internas, la falsedad de sus presupuestos biológicos y sociológicos. Se trata,
ante todo, de una gigantesca empresa de demolición.
Todo lo cual obedece además a una lógica inmemorial.
¿Dónde reside el gran motor de las revoluciones sino en el resentimiento? Marx
dedicó toda su vida a criticar el capitalismo, y pocas páginas a describir la
sociedad comunista del futuro. Nunca nadie se subió a una barricada para salvar
al género humano, ni para edificar un falansterio. Por mucho que los
doctrinarios se esfuercen en codificar el futuro, todas las revoluciones
consisten en una gran improvisación.
3-
Libertad, desigualdad, identidad
“Los hombres aspiran de entrada a la libertad.
Adquirida la libertad, aspiran a la igualdad, porque ésta está amenazada por la
libertad. Adquirida la igualdad, aspiran a la identidad, porque ésta está
amenazada por la igualdad. Nos encontramos exactamente en este punto”.[4] Estas
palabras del fundador de la “Nueva derecha”, Alain de Benoist, nos sitúan en el
centro de la problemática posmoderna: cómo fundamentar un proyecto identitario
colectivo en una época de hibridización y de homogeneización generalizada. La
posmodernidad de la Alt-Right reside, entre otras cosas, en su carácter de
proyecto identitario.
La época actual abunda en colectivos desnortados, en
identidades en busca de una redefinición. La Alt-Right “se dirige especialmente
a aquellos que se sienten atomizados y alienados en la sociedad occidental
moderna: a ellos les ofrece orgullo y autoafirmación, en vez de odio y
autodesprecio”.[5] En este sentido el movimiento responde a las inquietudes de
unos sectores sociales que han sufrido durante décadas los asaltos de la
cultura hegemónica, centrada en la demonización del varón blanco occidental y
de su huella en la historia. Si los ejecutivos cosmopolitas de la Costa Este o
los diseñadores gay de la Sexta Avenida son arquetipos de la América
progresista (los “burgueses bohemios” descritos por Richard Brooks en su libro
Bobos en el Paraíso), los arquetipos de la Alt-Right apuntan hacia los
despreciados redneck, los whitetrash o hillibillies (poderosamente descritos
por Jim Goad en su libro Manifiesto Redneck): jóvenes blancos de futuro
incierto que habitan zonas herrumbrosas y posindustriales, bajo el cielo épico
de los pioneros llegados de Europa. Cuestiones raciales aparte, el populismo americano
es –ante todo y sobre todo– una cuestión de clase.[6]
Para la derecha alternativa ha llegado el momento de
deconstruir a los deconstructores, de pasar por la criba de la biología y de la
genética a las figuraciones identitarias de la ingeniería social progresista.
¿Raza? La palabra maldita, pero sólo si la pronuncia un blanco. La Alt-Right
“no tiene inconveniente en defender que la cultura es inseparable de la raza, y
que algún grado de separación entre los pueblos es necesario si queremos preservar
las culturas”.[7] Algo en lo que coincide con la antropología de Levi-Strauss,
o con buena parte de la crítica izquierdista a la “apropiación cultural”, es
decir: a la destrucción de los marcadores identitarios mediante su dilución en
la cultura de consumo.
¿Ideología de género? Un nuevo discurso asertivo de la
identidad masculina se funde con un análisis crítico sobre la desvirilización
de las sociedades modernas, dentro de una reivindicación agresiva de la
alteridad sexual: es la llamada “manosfera”, la némesis del feminismo radical
de izquierda.
En la “era de las tribus” –así califica el sociólogo
Michel Maffesoli a la desazón identitaria de la posmodernidad– la Alt-Right
asume una dimensión tribal y la aplica sin complejos a la raza blanca: el conjunto
de tribus que, según las previsiones demográficas, se convertirán en
minoritarias durante las próximas décadas. Los sectores etnonacionalistas de la
Alt-Right reclaman para ellas aquello que, al fin y al cabo, otras minorías
también reclaman: una política asertiva de la propia identidad y el derecho de
autodeterminación para un futuro que, si bien parece todavía lejano, se aleja
cada día más de la política-ficción.
4- La
imposibilidad del conservadurismo
Pensar que puede haber una “posmodernidad
conservadora” es un oxímoron, una contradicción en los términos. Por supuesto,
la posmodernidad puede utilizar ideas, palabras o conceptos más o menos
“reaccionarios”, más o menos “progresistas”; pero si lo hace, es ante todo como
“juegos de lenguaje”, como “tropos” que se sitúan dentro de un discurso global
que en sí mismo no puede ser ni “conservador” ni “progresista”, sencillamente
porque se mueve en un marco diferente.
Lo cierto es que, desde una perspectiva de derecha
alternativa, muy poco hay ya que “conservar”. La llamada a defender un “pasado
común” –el grito de guerra habitual de todos los conservadores– es irrelevante,
desde el momento en que ese pasado común ya no existe (entendámonos: no es que
sea falso, sino que ya no “irradia” el presente, en un sentido similar al de
Nietzsche cuando decía “Dios ha muerto”). La derecha ha perdido todas las
batallas culturales desde el fin de la segunda guerra mundial, si bien ha
mantenido intactos los poderes ejecutivos y la estructura económica. Esos
poderes ejecutivos y esa estructura económica se funden ahora con la izquierda
cultural, porque ésta es la que ahora le sirve. ¿Qué hay entonces que
conservar?
Cuando la demografía, la migración masiva, la
globalización y el multiculturalismo son los factores que moldean el futuro,
hablar de “conservadores” versus “progresistas” tiene tanto sentido como hablar
de güelfos contra gibelinos. No obstante, ése es el “marco” conceptual que la
izquierda quiere conservar, porque a ella le conviene. Ahora bien, la izquierda
es el establishment, ergo necesariamente conservadora.
Avanzamos hacia tierra incógnita, no vivimos por tanto
en un “momento conservador” sino post-conservador: el de una redefinición
integral de posiciones. Cuando en el marco americano la Alt-Right o los
llamados “conservadores naturales” rompen con el mesianismo universalista de la
“Ciudad en la cima” (la identidad tradicional de los Estados Unidos), cuando
reivindican un particularismo de los descendientes de europeos y se permiten
incluso mirar con simpatía un movimiento como el Calexit (la independencia de
California)…, entonces esa derecha alternativa tiene muy poco de “conservadora”
y sí mucho de “antisistema”. Lo cual es indudablemente posmoderno.[8]
5-
Disonancia cognitiva
En la posmodernidad el medio es el mensaje, y la
realidad –como decía Baudrillard– ha sido asesinada. En un mundo virtual
compuesto de apariencias, de imágenes y de puntos de vista, lo determinante no
son los datos, sino la mediación de los mismos; en otras palabras: lo
importante es quién fija el “marco” y quién controla las “narrativas”
(storytelling). Hasta ahora sólo unos pocos tenían el monopolio de todo ello,
de forma que todo conspiraba para bloquear cualquier visión discordante. Pero
el año 2016 pasará a la historia como aquel en el que “otras narrativas” (la
“posverdad” dicen los cursis) lograron imponerse sobre las verdades oficiales.
¿Cómo fue posible?
Sencillamente, la Alt-Right demostró mayor habilidad
que sus rivales a la hora de navegar en un contexto de realidad virtual
posmoderna. El “desvío cultural”, el “atasco cultural”, el troleo, los memes:
todas las técnicas situacionistas fueron revisitadas por la “derecha
alternativa” para demoler las narrativas adversas, y ello de una forma insolente,
divertida, proyectando una imagen de fuerza frente a la imagen de sus rivales,
hecha de superioridad moral y de indignación virtuosa.
Toda “guerrilla de la comunicación” que se precie
tiene un objetivo: provocar situaciones de disonancia cognitiva. La disonancia
cognitiva se define como la desarmonía sobrevenida dentro de un sistema de
creencias, cuando dos o más cogniciones, simultáneas y contradictorias, afectan
a su coherencia interna. Un ejemplo: la gira del periodista y troll Milo
Yiannopoulos en 2016 por las universidades americanas puede considerarse un
éxito en términos de disonancia cognitiva, y ello en varios sentidos. Por sus
características personales –gay judío, británico, cosmopolita, cool–
Yiannopoulos es alguien de quien se supone que debe pensar “bien”. Pero como
ocurre justo lo contrario, eso provoca una “disonancia cognitiva” que estimula
el interés en sus oyentes por el mensaje que tiene que trasmitir. En una
dirección opuesta, Yiannopoulos consiguió que todos los intentos de censurarle
e impedirle hablar en las universidades revirtieran contra los activistas de
los campus, por sus actitudes matoniles, violentas, alérgicas a la libertad de
expresión: justo too lo contrario de todo lo que dichos activistas dicen
defender. Ante los ojos del país, las universidades “liberales” (que habían
dominado la vida intelectual durante décadas) se retrataban como un mundo
intolerante y sectario, perdían su aura: disonancia cognitiva pura y dura.
6-
Distanciamiento irónico
En la “guerra cultural” que precedió a la victoria de
Trump se enfrentaron dos bandos. Por un lado, una tropa de hirsutos moralistas.
Por el otro lado, señala la periodista Angela Nagle, “una extraña vanguardia de
videoaficionados teenagers, de amantes del manga con inclinación por las
esvásticas, de irónicos conservadores estilo South Park, de gamberros
antifeministas, de extraños nerds acosadores, de trolls y de fabricantes de
memes, todos ellos rebosantes de humor negro y de amor de la transgresión por
la transgresión (lo que hacía difícil saber si verdaderamente tenían ideas
políticas o si todo era una broma)”. Lo que parecía reunirlos a todos
–continúa Angela Nagle– “era la afición a burlarse de la seriedad, de la
autosatisfacción moral y del aburrido conformismo intelectual del establishment
liberal y de los activistas de la corrección política”.[9]
Distanciamiento irónico: una cualidad típicamente
posmoderna, desde el momento en que –como señala el comentarista y blogger
Hanzi Freinacht– “todo aquel que carezca de un bien desarrollado sentido de la
ironía, así como de un divertido desapego hacia una sinceridad excesiva, es
automáticamente percibido como poco fiable”.[10] Evidentemente, todo esto se
deriva de la desconfianza posmoderna hacia todo aquello que se perciba como
dogmas, como “metanarrativas”, como posiciones inamovibles. Los dioses de la
posmodernidad no sonríen a los profetas solemnes, sino a los trolls y los
jokers –dos especímenes en los que la Alt-Right ha alcanzado niveles de
excelencia–, en un contexto en el que “la interpretación y los juicios de valor
se escurren a través de trampas y trucos, de sucesivas capas de autoparodia y
de ironía metatextual” (Angela Nagle).
La auténtica risa se abre siempre sobre un fondo de
incertidumbre, de desacuerdo con el mundo. La auténtica risa suele ser cruel, y
nunca es moral. En la época de la inocencia perdida, acaso sea esa la única vía
de rebelión que nos queda. Vivimos anegados de moralina –la “corrección
política” es un ejemplo–, pero nuestro mundo no es moral. Para bien o para mal,
la “derecha alternativa” –que ha surgido como planta extraña en Estados Unidos–
tampoco lo es. ¡Adiós a los conservadores morales y religiosos! ¡Adiós a las
entrañables monsergas reaccionarias! Por eso la Alt-Right es posmoderna; por
eso es también nihilista, pero de un nihilismo que se revuelve contra sí mismo.
La posmodernidad abre esas posibilidades…
¿Reaccionarios, retrógrados, partidarios de la
monarquía o simples anarquistas instintivos? Para muchos activistas de la “derecha
alternativa”, plantear esta pregunta carece simplemente de sentido. Lo cual no
deja de ser rabiosamente posmoderno.
La vía del Joker
Cabe plantearse una hipótesis: muchos americanos
votaron a Trump porque, dadas las alternativas, simplemente eso era lo más
divertido. Por el mismo motivo y de la misma manera en la que Adan y Eva
eligieron comerse la manzana. Y ya sabemos lo que pasó después.
MAGA: una sublime gamberrada ante la tecnocracia
global, ante la oligarquía que nos dice que sólo hay un mundo posible: el suyo.
Los Think Tanks, Wall Street, Silicon Valley, el club Bilderberg, los “líderes
de opinión”, el Smart living, la Europa de los “valores”, los espacios seguros,
la OTAN, el New York Times, The Economist, las ONGs, el Dalai Lama, George
Soros, Lady Gagá, todos tuvieron que asumirlo. El 8 de noviembre de 2016 la
América liberal se desfondaba en ritos de histeria, en terapias de llanto
colectivo; ríos de lágrimas inundaban las pantallas del mundo (los funerales de
Kim Il Sung fueron un modesto precedente) y se convertían en el hazmerreir de
los deplorables del planeta. La risa y el llanto, el llanto y la risa fundidos
en un momento jocoso e irrepetible. Los americanos habían decidido activar la
opción Joker.
Cabe plantearse –y ésa es la tesis de estas líneas–
que el Joker se convierte así en un arquetipo de nuestra época (en el sentido –
valga el ejemplo– en que para Ernst Jünger las figuras del “Trabajador”, del
“Rebelde” y del “Anarca” sintetizaban el espíritu de una época).
Pero ¿quién es el Joker?
Durante las últimas dos décadas, Hollywood ha
producido una serie de películas – los male rampage films tipo American Psycho,
El club de la lucha o Gangs de Nueva York– que tienen un estatus “de culto” en
el ambiente Alt-Right. Estos films nos presentan a personajes psicóticos o
esquizofrénicos en situaciones monstruosas. Pero en todos estos films los
monstruos atienden a razones que merecen una cuidadosa reflexión. En realidad,
a través de la alienación de sus personajes, lo que estas películas retratan es
un vacío metafísico: el profundo vacío de los valores dominantes.
Pero no olvidemos que –como señala el crítico
cinematográfico Trevor Lynch– al fin y al cabo “se trata de Hollywood”. En una
sociedad “libre” hay verdades peligrosas que no podemos suprimir, pero lo que
sí podemos hacer es inmunizarnos contra ellas, exorcizarlas: dejemos que las
verdades peligrosas aparezcan en escena, pero sólo en la boca de monstruos.[11]
¿Y qué mayor monstruo que el Joker? En el film El
Caballero Oscuro (la segunda parte de la “trilogía Batman”, de Christopher
Nolan) el personaje del Joker da todo un recital de filosofía nietzschiana,
pero sustituyendo el martillo por la dinamita, por la pólvora y por la
gasolina… para derribar a los ídolos.
¿Qué ídolos quiere derribar el Joker?
El Joker se pasea por la pantalla dando ejemplos de
actitud anti-utilitarista (la memorable escena en que prende fuego a una
montaña de dinero) y de desplantes aristocráticos (“¡solo pensáis en el dinero!
Esta ciudad merece un criminal de más clase, y yo se lo voy a dar”). Pero la
esencia de su filosofía se comprime en estas frases: “la mafia tiene planes, la
policía tiene planes…, ya sabes…, ellos son intrigantes, intrigantes tratando
de controlar sus pequeños mundos. Yo no soy un intrigante, yo… sólo trato de
mostrar a los intrigantes cuán realmente insignificantes son sus intentos de
controlar las cosas (…). Yo soy un agente del caos”.
En su penetrante análisis de la película, el crítico
Trevor Lynch nos indica que “el Joker es un rebelde, pero no sólo contra la
moral de la modernidad (el igualitarismo de la “moral de esclavos”) , sino
también contra su metafísica, contra la idea de que el mundo es, en último
término, transparente a la razón, susceptible de planificación y control. Es
eso que Heidegger denominaba la Gestell: un término que connota clasificación y
disponibilidad, el mundo como una librería bien numerada, catalogada. El “Ser”
del hombre moderno es por tanto el vivir clasificado, etiquetado, archivado.
(…) Heidegger contemplaba a ese mundo como un infierno inhumano, y el Joker
está de acuerdo”.[12]
Vivimos en la época del big data y de la
siliconización del mundo. Vivimos en la era del Gestell globalizador: un
pensamiento único para un mercado único, sin fronteras; una “gobernanza” que
abarcará todo el planeta. Por eso, cada vez que algún cataclismo imprevisto le
pone la zancadilla a este proyecto, se escucha la carcajada del Joker. Su
figura representa la irrupción de lo trágico en el universo normalizado del “fin
de la historia”.
La risa del Joker no es la risa de Homo Festivus; ésta
es una risa de bebé feliz dentro de un festivismo organizado, de un festivismo
positivo (en cuanto desprovisto de toda negatividad), de una “sana alegría”,
una alegría respetuosa, respetable. “¡Respetad la alegría!” exclamaba hace años
un político francés (“¿y porqué habría que ‘respetar la alegría’? –se
preguntaba Phillippe Muray–; antes se respetaba la pena, el dolor, las
conveniencias, las tradiciones, las leyes o el sueño de los vecinos. Ahora se
pretende que ‘respetemos la alegría’).[13] Por el contrario, la risa del Joker
es una risa cargada de negatividad. Por eso se confunde con tantos “noes”: los
“noes” a la constitución europea, el “no” británico (Bréxit), el “no” a Hillary.
A medida que la globalización siga desestructurando las sociedades
occidentales, a medida que sigan aumentando la rabia y la frustración, es
previsible que sigan proliferando los Jokers.
El Joker del cine es un mostruo criminal y despiadado.
Pero más allá del retrato de Hollywood, su arquetipo es el de un iniciado. En
la era más materialista de la historia, él es el más libre, porque sabe que hay
algo peor que la muerte, y que eso es una vida sin libertad y autenticidad. El
Joker es el avatar posmoderno de todas las vías contrarias a la modernidad: la
vía del kshatriya, la vía del samurái, la vía del guerrero (no es casual que
Julius Evola empezase su carrera como dadaísta).
En las cartas del Tarot, el Joker representa el
“cero”, el borrón y cuenta nueva, la vuelta al casillero de salida.
En la novela de Umberto Eco, El nombre de la Rosa, la
risa –el secreto de la Poética de Aristóteles– se ve por fin liberada de su
prisión. La novela concluye con el incendio de la Abadía, el símbolo del viejo
orbe medieval. Un nuevo mundo ha de comenzar…
En la mitología germánica, el dios Loki –el Joker del
panteón nórdico– precipita el Raggnarok: el crepúsculo de los dioses, la
necesaria conclusión que ha de preceder a un nuevo ciclo.
Acaso sea ése el último secreto de la risa del Joker;
la seguridad de que, tras la furia y el ocaso, se esconde la promesa de un
eterno renacer.
[1] Angela Nagle, Kill all normies. Online culture wars from 4chan and
Tumblr to Trump and the Alt Right. Zero books, 2017, Edición
Kindle.
[2] Richard Spencer se vio envuelto en una polémica en los días
posteriores a la elección de Trump, al exclamar en un acto público “Heil
Trump”, “Heil the People” (el llamado “Heilgate”). El episodio –que respondía a
una intención paródica y festiva– provocó desavenencias en el ambiente
Alt-Right, y no hace sino confirmar que el “troleo” es un arte sutil: no trolea
quien quiere, sino quien puede….
[3] En inglés, cuckservative es la unión de las palabras cuckold
(cornudo) y conservatives. El cuckservative sería así el conservador del
establishment que asiste al espectáculo de su esposa –o de su cultura– siendo
penetrada por un extraño (a los efectos, casi siempre un negro).
“Para los conservadores naturales es la cultura –y no la eficiencia
económica– el valor superior. Más específicamente, valoran sobre todo las
expresiones culturales de su propia tribu. La sociedad pefecta, para ellos, no
se indentifica con un PIB en perpetuo crecimiento, sino con la capacidad para
producir sinfonías, basílicas y grandes maestros. La tendencia natural
conservadora de la Alt-Right valora todas esas apoteosis de la cultura
occidental, las declara valiosas y merecedoras de ser preservadas y protegidas”
(Milo Yiannopoulos, “El Manifiesto de la Alt Right”, publicado en este
periódico).
[4] Alain de Benoist, Dernière année. Notes pour conclure le siècle.
L’Age d’Homme, 1999, p. 240.
[5] Vincent Law, “The Alt-Right and Antifa are exactly the same”, en:
altright.com.
[6] David Brooks, Bobos en el Paraíso. Grijalbo, 2001. Jim Goad, Manifiesto Redneck. Dirty Works, 2017.
[7] Milo Yiannopoulos, “El Manifiesto de la Alt-Right”.
[8] La Alt-Right desaprueba el “culto a Reagan” y a la constitución
americana, (…) la Alt-Right no es un movimiento cristiano, reconoce la
importancia cultural del cristianismo al unir a los pueblos europeos, pero
también contempla al cristianismo como una religión feminizada que demuestra
demasiada debilidad a la hora de defender a los pueblos blancos; (…) hay un
número importante de paganos, agnósticos y ateos en la Alt-Right”. M. Taylors, What is the Alt-Right? Explaining the Alt-Right with Over
200 Citations, 2016. Edición Kindle.
[9] Angela Nagle, Obra citada.
[10] Hanzi Freinacht, “4 things that make the Alt-Right postmodern”.
[11] Trevor Lynch, “The Dark Knight”.
[12] Trevor Lynch, “The Dark Knight”.
[13] Philippe Muray “Respectez joie”, en Causes Toujours,chroniques du
XXI siècle, Descartes & Cie, p. 28.