desafío político
de la Argentina
Pascual Albanese
Foro Patriótico,
17-7-21
Cuando se reitera
el lugar común del carácter electoralmente decisivo de la provincia de Buenos
Aires como la “madre de todas las batallas” y se alude al atrincheramiento
político del gobierno nacional en ese
territorio, y en particular al rol decisivo que asume en esa caracterización el
conurbano bonaerense, que es la principal base de sustentación de Cristina
Kirchner y por lo tanto ha quedado convertido en el foco casi excluyente de la preocupación gubernamental, suele subestimarse un factor
cualitativo: el Gran Buenos Aires es el mayor desafío social que afronta hoy la
Argentina y su resolución efectiva no
tiene un carácter provincial sino una dimensión eminentemente nacional. Las dos
grandes crisis de gobernabilidad registradas desde la restauración de la
democracia en 1983, derivadas de la escalada hiperinflacionaria en junio de
1989 y del colapso económico de
diciembre de 2001, tuvieron como detonantes los saqueos a los supermercados en
el conurbano. Desde entonces hasta hoy, la amenaza de los saqueos en ese
cinturón geográfico es un fantasma que
periódicamente alarma a los gobiernos en las cercanías de las fiestas navideñas.
Esta realidad está
asociada hoy a un punto de consenso unánime entre los distintos sectores
políticos y sociales: el asistencialismo, surgido como una respuesta coyuntural
impulsada por Eduardo Duhalde frente a la emergencia derivada de la crisis de
diciembre de 2001 y transformada luego por Néstor Kirchner en una extraña
suerte de “política de Estado” profundizada por Cristina Kirchner y continuada por Mauricio Macri, es un modelo
agotado. Los propios dirigentes de los movimientos sociales, que pretenden expresar a los sectores excluidos, sostienen
que los actuales programas de asistencia ya no alcanzan para satisfacer las crecientes
demandas de sus representados y promueven su reconversión integral en programas
de empleo y capacitación profesional.
Esa visión estuvo
detrás de la discusión suscitada semanas
atrás cuando el gobierno aumentó los fondos asignados a la Tarjeta
Alimentar y dirigentes representativos de esos movimientos sociales objetaron
la medida por considerar que era más apropiado destinar esos recursos a las
cooperativas de trabajo de la economía popular. Esa misma necesidad de
reconversión de los programas sociales ha sido asumida públicamente, entre
otros, por el presidente de la Cámara de Diputados, Sergio Massa.
Conviene subrayar
que en este punto coinciden los movimientos próximos al gobierno y las
agrupaciones enroladas en la oposición, que en los últimos tiempos han ganado
más espacio y ocupado la calle. Desde el oficialismo, Fernando Navarro,
Subsecretario de Relaciones Institucionales de la Jefatura de Gabinete y uno de
los líderes del Movimiento Evita, reconoció que “la mayoría de la gente nos
pide trabajo, no un plan”. Emilio Pérsico, Secretario de Economía Popular del
Ministerio de Desarrollo Social y otro de los máximos dirigentes del Movimiento Evita, señaló que “el plan social es una política de
emergencia, pero en el tiempo enferma. La cultura de vivir del Estado es muy
mala y la economía popular tiene que ayudar a toda la economía. La Argentina se
va a poner de pie a través del trabajo y
no de los planes sociales”. Desde los movimientos ubicados en la oposición, que
incluyen en primer lugar al Polo Obrero, Humberto Tumini, dirigente de Barrios
de Pie, un nucleamiento aliado hoy electoralmente a Florencio Randazzo, afirma:
“Queremos vivir del trabajo y un salario. Así no va más. Hay que generar
trabajo”.
La particularidad
del Gran Buenos Aires reconoce profundas raíces históricas. El 17 de octubre de
1945, que constituyó el
acontecimiento político más importante
de la historia argentina del siglo XX, marcó también la aparición del conurbano
bonaerense en la vida nacional. La Argentina fue una antes y otra después de
aquel día. Félix Luna, en las últimas páginas de su clásico libro “El 45”,
relata su sorpresa y la de muchos de sus compañeros del activismo universitario
de la época ante la sorpresiva irrupción en las calles de Buenos Aires de
decenas de miles de personas cuyos rostros resultaban para ellos casi
irreconocibles. Lo mismo parece ocurrir
hoy con algunos analistas políticos que, como consecuencia de las apariciones
televisivas de un personaje como Dipy o de una ocasional referencia de Cristina
Kirchner al fenómeno de L-Gante, parecen haber descubierto un mundo que les
era absolutamente desconocido.
Era irrupción de
la “otra Argentina”, resultado de un monumental aluvión inmigratorio originado
en el incipiente proceso de industrialización comenzado en la década del 30, que motivó la migración masiva de centenares de
miles de familias que se trasladaron desde el interior hacia Buenos Aires. Cabría decir que la historia de la Argentina
moderna es producto de dos grandes aluviones inmigratorios. El primero, a
partir de 1880, fue protagonizado por los millones de inmigrantes europeos que
arribaron al puerto de Buenos Aires y llegaron a modificar la estructura
demográfica de la población argentina. Este segundo aluvión inmigratorio,
bautizado como el de los “cabecitas negras”, también tuvo como destino Buenos
Aires, pero no provino de Europa, no descendió de los barcos, para usar una
metáfora cara al presidente Alberto Fernández,
sino que surgió del interior profundo de la Argentina. El conurbano
bonaerense quedó conformado desde entonces como una singular síntesis
demográfica de la Argentina.
Setenta y seis
años después de aquel 17 de octubre resulta imposible entender la realidad argentina sin comprender lo que significa el
Gran Buenos Aires, que en menos del 1% del territorio alberga al 25 % de la población y concentra el “núcleo
duro” de una pobreza estructural en constante ascenso. Según el Observatorio
Social de la UCA, la cantidad de personas por debajo de la línea de pobreza aumentó
sostenidamente en la última década, una etapa que comprende tanto al segundo
mandato de Cristina Kirchner como al gobierno de Mauricio Macri. En 2011, el
porcentaje era del 25,9% (levemente inferior al de diciembre de 2001) y a fin
de 2020 del 44,7%. En los primeros
dieciocho meses del gobierno de Alberto Fernández, los efectos de la pandemia
profundizaron esa tendencia. Agustín Salvia habla de una “segunda oleada” de
pobreza que involucra a una franja de la clase media baja que se ve empujada
hacia abajo en un trágico espiral de movilidad social descendente.
Una radiografía
estructural elocuente de este panorama es el
“Relevamiento Nacional de Barrios Populares”, realizado en 2017 y
coordinado por el Ministerio de Desarrollo Social, cuyo titular era Carolina
Stanley. Su resultado contabilizó a
nivel nacional 4.100 asentamientos y
villas de emergencia, que en su conjunto ocupan una superficie de 330
kilómetros cuadrados (casi una vez y media la superficie de CABA),
habitados por más de tres millones
de personas, un número equivalente a la
población de Córdoba o Santa Fe. 1.612 de esas villas y asentamientos están
situadas en la provincia de Buenos Aires y la inmensa mayoría en el conurbano.
En ese inédito censo, participaron los movimientos sociales como la
Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP), Cáritas, los
sacerdotes villeros y organizaciones no
gubernamentales como Un Techo para Mi País. Fue un trabajo casa por casa, donde
el rol del INDEC fue sustituido por el de las organizaciones sociales.
Este relevamiento,
unido a la sanción parlamentaria de un proyecto de ley, presentado por los
diputados Mario Negri, Elisa Carrió y Nicolás Massot, que habilitó la
expropiación de los terrenos ocupados por esos asentamientos y villas de
emergencia, aprobada por unanimidad en ambas cámaras del Congreso en diciembre
de 2018, o sea también bajo el gobierno de Macri, abrió la posibilidad de
otorgar certificados de domicilio a los ocupantes de esas viviendas para
facilitar sus trámites personales, la obtención de documentación y hasta la
solicitud de servicios públicos. Resulta imposible exagerar la trascendencia de
estos avances, no sólo por su contenido en sí, sino por sus implicancias de
largo plazo.
En la base de
cualquier sistema de instituciones está siempre el tema de la propiedad, más
específicamente del derecho de propiedad. La ocupación ilegal de tierras en las
periferias de los grandes centros urbanos es una constante de la historia
argentina desde mediados de la década del 80. El primero registrado
periodísticamente fue en 1980 en Solano, en el partido de Quilmes. En La
Matanza, Luis D’ Elía alcanzó notoriedad como fundador de la Federación de
Tierra y Vivienda (FTV). Desde entonces, este proceso fue creciendo
exponencialmente y ha creado una “legalidad paralela”. En la década del 90 hubo
dos iniciativas orientadas a encauzarlo: la llamada “Ley Pierri”, de 1992,
denominada Ley de Regularización Dominial, y el “Plan Arraigo”, que estableció
la entrega de tierras fiscales. Ambas experiencias, aunque parciales y acotadas,
fueron sendos progresos en materia de
legalización de títulos de propiedad.
Para el estudio de
esta cuestión crucial, es inevitable remitirse a los trabajos de Hernando de
Soto, un economista peruano de formación liberal, autor de “El otro sendero” y
“El misterio del capital”, dos libros imprescindibles para indagar en las características de la
informalidad económica y su relación con la marginalidad social. En la década del 90, De Soto coordinó un
singular trabajo de investigación sobre ciertos rasgos de la pobreza en
distintos países de América latina, Asia y África y en las naciones de Europa
Oriental recién salidas del comunismo,
cuyo resultado ayudó a iluminar la comprensión del fenómeno.
Entre otros
ejemplos, el estudio reveló que en Perú el valor de las propiedades inmuebles
extralegalmente poseídas por los pobres sumaba unos 74.000 millones de dólares,
cifra cinco veces mayor a la valorización total de la Bolsa de Valores de Lima
y catorce veces mayor que toda la inversión extranjera directa radicada en el
país a lo largo de toda su historia independiente. En la misma época, en
Filipinas, el valor de la propiedad inmueble sin título era de 133.000 millones
de dólares, que era cuatro veces la capitalización de las 216 compañeras
registradas en la Bolsa de Valores de Manila, siete veces el total de los
depósitos en los bancos comerciales, nueve veces el valor del conjunto de las
empresas estatales y catorce veces el valor de toda la inversión extranjera
directa instalada en el país. En Egipto, el capital en propiedad inmueble
carente de títulos legales suficientes sumaba entonces unos 240.000 millones de
dólares, que era treinta veces el valor de todas las acciones en la Bolsa de
Valores de El Cairo y 55 veces el monto de toda la inversión extranjera
directa. Lo mismo ocurría en Haití y en los demás países investigados.
La conclusión de
esa investigación de De Soto, realizada hace más de veinticinco años, fue que solamente el valor de los
inmuebles en posesión, pero no en propiedad legal, de los pobres en los países
emergentes en el antiguo Tercer Mundo y los países que salían del comunismo
duplicaba el valor total del circulante monetario de Estados Unidos y era casi
equivalente al valor total de las acciones de las empresas que cotizaban en las
veinte principales bolsas de valores del mundo. Este cálculo
no estaba circunscripto a los bienes inmuebles. Computaban también los
demás activos en poder de los pobres de los países emergentes, que se manejan
en informalidad, como sucede en la Argentina en el emporio de La Salada. Es más
que obvio que una actualización de esas cifras arrojaría hoy un resultado aún
mucho más sorprendente.
La contrapartida
es que estos recursos, realmente formidables, constituyen, tal cual describe De
Soto, un gigantesco “capital muerto”. Sus propietarios están imposibilitados de
transferirlos legalmente y no son sujetos en el sistema financiero, por
ausencia o insuficiencia de los títulos correspondientes. El producto del
trabajo incesante de toda la vida de centenares de millones de personas puede
ayudar a solventar, mejor o peor, su subsistencia cotidiana, pero no les sirve
para movilizar económicamente esa riqueza ni para integrarse plenamente en el
sistema productivo y salir de la marginalidad social. Si bien en la Argentina
no existe un estudio semejante, un simple
cálculo aritmético surgido de ese
relevamiento de 2017 y de los activos de la economía informal exhibidos en las
ferias de La Salada y en otros emprendimientos semejantes, permite inferir la
existencia de activos por valor de varios miles de millones de dólares, cuya
libre utilización podría redundar en un formidable ascenso del nivel de vida de
sus propietarios.
De Soto sostiene
que no se trata de teorizar sobre nuevas
reglas sino de descubrirlas en la realidad. Relata sus increíbles experiencias
en Indonesia: “paseaba por los campos de arroz, sin preocuparme por dónde
estaban los linderos de las propiedades. Pero los perros lo sabían. Cada vez
que cruzaba de una finca a la otra, ladraba un perro distinto. Aquellos perros
ignoraban el derecho formal pero tenían claro cuáles activos controlaban sus
amos. Les dije a los ministros que los perros de indonesia contaban con la
información básica que ellos necesitaban para establecer un sistema de
propiedad formal. Escuchar los ladridos en un recorrido por las calles de la
ciudad y sus caminos del campo podían permitirles ir escalando la enredadera de
las representaciones extralegales regadas por el país, hasta hacer contacto con
el contrato social vigente. “Ah”, exclamó uno de los ministros, “¡Jukum Adat!”
(la ley del pueblo)”.
Concluye De Soto:
“descubrir la ley del pueblo fue la forma como los países occidentales
construyeron sus sistemas de propiedad formal”. Porque “la ley que prevalece
hoy en Occidente no surgió de polvorientos tomos o compendios legales del
gobierno. Es una cosa viva, surgida del mundo real y creada por personas
comunes y corrientes antes de que llegaran a manos de los abogados
profesionales. La ley del pueblo tuvo que ser descubierta antes de ser
sistematizada”. En ese sentido, vale examinar
la evolución de la legislación de tierras en Estados Unidos, que en
muchos casos tendió a la legalización de la propiedad extralegal.
En la visión de De Soto, “no tiene sentido
continuar pidiendo economías abiertas sin encarar el hecho de que las reformas
económicas en curso sólo les abren las puertas a las elites pequeñas y
globalizadas y excluyen a la mayoría de la humanidad. Hoy la globalización
capitalista está preocupada por interconectar solo a las elites que viven
dentro de la campana de vidrio. Retirar la campana de vidrio y acabar con el
apartheid en la propiedad requerirá ir más allá de las fronteras actuales,
tanto las económicas como las de la ley”.
La necesidad
ineludible de apertura económica no se reduce entonces solamente a una apertura internacional, a una
apertura hacia afuera. Requiere también una apertura hacia adentro y hacia
abajo, para integrar plenamente esas modalidades de la economía popular. Eva
Perón decía: “queremos una sociedad de propietarios, no de proletarios”. Los centenares de miles de compatriotas que
habitan en los asentamientos y las villas de emergencia del conurbano
bonaerense, del Gran Córdoba, el Gran Rosario y los cordones periféricos de la
mayoría de las ciudades grandes y medianas constituyen un testimonio de esa
realidad, que el Papa Francisco sintetiza con el término de “descartables”.
Hay un estudio
realizado hace unos años por Ernesto
Schargordsky, ex rector de la Universidad Di Tella y Sebastián Galiani, investigador de la
Universidad de Maryland, que compara la evolución de la suerte de familias del
barrio de Solano en Quilmes que en algún momento resultado beneficiarios de la
entrega de títulos de propiedad de su vivienda y de sus vecinos que no habían
sido incluidos en ese proceso que demuestra cómo los propietarios y sus
familias habían tenido en los años posteriores un progreso económico y
educativo claramente superior al de sus vecinos.
Es imprescindible
entonces encarar una profunda reforma estructural, destinada a volcar hacia la
actividad formal a millones de argentinos condenados a la marginalidad, de modo
de que puedan gozar de la seguridad jurídica que otorga el reconocimiento del
derecho de propiedad de sus bienes inmuebles y de sus pequeños negocios y
micro-emprendimientos empresarios, recurrir al crédito para financiar sus
actividades económicas y comprar y vender libremente en una economía de mercado
que funcione sin restricciones arbitrarias ni discriminaciones injustas.
Para ello, en palabras
de De Soto, es necesario descubrir y aplicar “la ley del pueblo”. En la
Argentina no hace falta escuchar el ladrido de los perros. La militancia de los
movimientos sociales, con el auxilio de la Iglesia Católica y la participación
de los vecinos, han cumplido esa tarea de identificación de la propiedad
informal en las villas de emergencia y los asentamientos. De esa manera, se
abre un camino posible para avanzar hacia una plena integración social,
recreando una nueva oleada de movilidad social ascendente, como la impulsada
por el primer peronismo a partir de 1945. Es impensable recorrer este camino
sin el activo protagonismo de los sectores sociales involucrados.
Pero, tal como se
desprende de las investigaciones de De Soto, esta acción de legalización de los
derechos de propiedad exige complementarse, en una perspectiva más general, con
la búsqueda de caminos idóneos para la legalización de las empresas informales
y la regularización del trabajo no registrado, lo que demanda una actualización
del régimen laboral para promover la contratación de nuevo personal y un
blanqueo laboral masivo, sin afectar los
derechos adquiridos de los trabajadores.
En términos
estructurales, la pobreza está indisolublemente ligada a la informalidad
laboral y esta última, a su vez, con la ilegalidad. Según las estimaciones más
confiables, en la Argentina un trabajador informal gana, en promedio, un
salario 40 % inferior que uno “en blanco”. Esa situación afecta a más de un
tercio de la fuerza de trabajo del país. En un escenario en que la ilegalidad
es el medio de vida natural para millones de personas es ingenuo, y hasta hipócrita, rasgarse las
vestiduras ante el crecimiento de la inseguridad ciudadana o el avance del
narcotráfico en el Gran Buenos Aires. También es peligrosa la simplificación de
anatemizar como “mafia” a cualquier organización informal. En lugar de
estigmatizar, es más aconsejable analizar para entender. Como señalaba el filósofo judío Baruch Spinoza,
“ni reír, no llorar, comprender”.
En ese sentido, necesario
crear mecanismos para alentar la legalización de las empresas informales y la
regularización del trabajo no registrado. En el libro “Conurbano infinito”, una
compilación de trabajos coordinada por el padre Rodrigo Zarazaga, un sacerdote
jesuita que dirige además el Centro de Investigación y Acción Social de la
Compañía de Jesús (CIAS), hay un par de estudios muy interesantes sobre el
fenómeno de la Salada.
Así como no se
puede entender prácticamente nada de la Argentina si no se comprende lo que pasa
en el Gran Buenos Aires, no se puede entender nada de lo que sucede en Buenos
Aires si no se comprende lo que significa, en términos sociales, la cuestión de
los asentamientos y, en términos económicos, la Salada, algo que parecería
remoto para la “clase pensante” del país. A sólo un par de kilómetros de la
ciudad de Buenos Aires existe un
gigantesco emporio comercial, que llegó contar con alrededor de 7.800 puestos
de venta de mercaderías, cabeza de todo un conglomerado nacional, las
denominadas “saladitas”, instaladas en más de 400 ciudades del todo el país,
con más de 45.000 puestos de venta. El volumen de ese negocio es incalculable
porque prácticamente no se pagan impuestos, al menos en el sentido formal del
término, salvo por supuesto las contribuciones ilegales a las policías locales
o las autoridades municipales. Del valor comercial de la actividad habla una
cifra contundente, que asombraría al propio Hernando De Soto: el metro cuadrado
de alquiler de un puesto en La Salada es parecido al del metro cuadrado de un
departamento standard en Puerto Madero.
No alcanza con
definir a La Salada como una red comercial. Corresponde agregarle su enorme
importancia en la estructura de la industria textil argentina. Hay cerca de
30.000 talleres clandestinos que funcionan como proveedores de La Salada y también de casi toda la
producción y comercialización textil de la Argentina. Un tercio de la industria
textil nacional está directa o indirectamente vinculada con La Salada. Porque
miles de esos talleres clandestinos, que fabrican ropa barata de baja calidad
para vender en La Salada, son también proveedores de la industria textil
formal, que terceriza en ellos su producción para reducir sus costos y poder
competir en el mercado. Es un enorme conglomerado que no figura en los
registros oficiales, aunque varios millones de argentinos se vistan con
indumentaria adquirida en lo que el ex Secretario de Comercio Guillermo Moreno
definió alguna vez gráficamente como “el shopping de los pobres”.
Vale consignar que
La Salada nació en la década del 90 por iniciativa de un pequeño grupo de
comerciantes de la comunidad boliviana que, cansado de pagar sobornos
exorbitantes a la policía de la provincia de Buenos Aires o a los inspectores
municipales para poder instalar sus puestos de venta en la vía pública, ocupó
predios abandonados en la localidad de Ingeniero Budge, partido de Lomas de
Zamora, y tuvo un desarrollo acelerado que alcanzó su esplendor con la
megacrisis de 2001.
El emprendimiento
funciona también como un polo de desarrollo local. Como la feria funciona
solamente dos o tres veces por semana y los puestos no tienen lugar suficiente
para la guarda de la mercadería, al terminar la jornada, se habilitaron en las
cercanías garajes u otros espacios como galpones para ese almacenamiento. De
eso viven también miles de familias. Otras tantas obtienen o mejoran su
sustento acarreando esa inmensa masa de objetos desde y hacia los lugares de
venta. Esa complejísima trama logística demanda también un aparato de
seguridad, donde cumplen un papel relevante las denominadas “barras bravas” de
varios clubes de fútbol.
En sintonía con
estas actividades, funciona también un
sistema financiero propio, que tiene distintas modalidades. Una de ellas,
originada en la comunidad boliviana, es un sistema por el cual un grupo de
personas abona mensualmente una cuota cuya suma total se sortea cada mes entre
sus aportantes. El ganador de ese sorteo recibe esa suma como crédito para su
emprendimiento y sigue aportando su cuota pero no vuelve a participar del
sorteo hasta que todos los demás hayan sido beneficiarios de un crédito
similar. Esto requiere también la existencia de un sistema judicial propio,
obviamente “sui generis”, a fin de garantizar el estricto cumplimiento de los
contratos. Es, en síntesis, no sólo una “economía paralela” sino un ”estado
paralelo”, integrada con el conjunto de la comunidad por el hecho de que los
miembros de esta última se abastecen en aquélla. Tanto es así que en alguna
oportunidad, las organizaciones que nuclean a los feriantes llegaron a proponer
una regularización de su situación fiscal, o sea empezar a pagar impuestos si
se les otorgaba autonomía municipal, o sea el poder para gobernar el territorio
y administrar sus propios recursos.
Mientras la
problemática de la pobreza tiene su máxima expresión en el conurbano
bonaerense, la provincia de Buenos Aires, que alberga al 38% % de la población
y aporta un porcentaje semejante del producto bruto interno, recibe apenas el
18,8% de los fondos de la coparticipación federal. Los municipios del conurbano reciben el 55%
del total que coparticipa la provincia, pero concentran el 65% de su población
y el 74% de la pobreza bonaerense. Es una bomba social que exige ser desactivada.
En 1991 Carlos Menem y Eduardo Duhalde
crearon el Fondo del Conurbano Bonaerense, que
desapareció de hecho tras la
crisis de diciembre de 2001.
Esta situación
patentiza también un déficit del sistema
institucional. Cuando en 1853 fue sancionada la Constitución Nacional no
existía, ni era imaginable, nada parecido a lo que hoy es el conurbano
bonaerense. En los registros del INDEC, el Gran Buenos Aires recién aparece por
primera vez en el Censo Nacional de 1947. Ese vacío normativo tiene
consecuencias prácticas. Las localidades de González Catán y Gregorio de
Laferrere, que pertenecen al partido de La Matanza, tienen cada una más
población que la suma de las provincias de Santa Cruz y Tierra del Fuego, que
cuentan en el Congreso Nacional con tres
senadores y cinco diputados, mientras las dos primeras ni siquiera son
cabeceras de un municipio. Esto hace que distritos como La Matanza sean
ingobernables. En ellos, además, abunda la ilegalidad porque es una forma de
supervivencia.
El principal
desafío para la gobernabilidad de la Argentina es brindar una respuesta a esa
realidad del Gran Buenos Aires. Porque el conurbano bonaerense no es un
problema exclusivamente bonaerense. Es un problema nacional. Su solución
requiere el equivalente de un ”Plan Marshall”. Pero la sustentabilidad
económica de un proyecto de semejante envergadura, que supone impulsar un
proceso de reindustrialización internacionalmente competitiva de la economía,
en particular de la pequeña y mediana empresa, que constituyen la principal
fuente de empleo, exige la formulación de una estrategia nacional, surgida de
un amplio consenso político y social, con la participación del conjunto de las
regiones del país, que permita transformarla en una “política de Estado” para
la Argentina.
En términos
prácticos, podríamos sintetizar las bases de esa “política de Estado” en cinco
puntos fundamentales:
1°) La creación de
un Fondo específico consagrado a financiar las expropiaciones necesarias para
la implementación de la ley que impulsa la transferencia de la propiedad a los
habitantes de las villas o asentamientos. Este fondo podría integrarse, en
principio, con los mayores ingresos fiscales derivados del incremento de las
exportaciones agropecuarias.
2°) La
reconversión integral de todos los programas asistenciales en planes de empleo y
capacitación. Esa modificación permitiría el monto de subsidio pueda computarse
a cuenta del salario del beneficiario como empleado en una pequeña o mediana
empresa y el establecimiento de la contrapartida de la obligatoriedad de la
escolaridad y/o la asistencia a un programa de capacitación laboral para
favorecer la empleabilidad a través de una mayor calificación profesional.
3°) La
actualización de la legislación laboral para incentivar la contratación de
nuevo personal en las pequeñas y medianas empresas, a fin de promover la
incorporación a la economía formal de los millones de trabajadores en negro
actualmente privados de sus derechos
laborales y carentes de cobertura de salud.
4°) El diseño y la
puesta en marcha de un programa de infraestructura que contemple la
conectividad. Una de las innovaciones más significativas y recordadas del
gobierno de Eco Morales en Bolivia fue la creación del Teleférico que unió a la localidad de El Alto, en las
afueras de La Paz, con el centro de la ciudad y permitió que varias decenas de
miles de trabajadores pudieran realizar en menos de una hora el viaje hacia sus
lugares de trabajo que tradicionalmente ocupaba no menos de tres horas de su
vida cotidiana. En la nueva era de las
comunicaciones, esa conectividad física tiene que estar acompañada por otra tan
importante como aquélla, que es la conectividad virtual, el acceso a Internet,
que en la era del conocimiento tiende a constituir la principal raya divisoria
entre la inclusión y la exclusión social. Lo ocurrido durante la pandemia con
la falta de presencialidad escolar es un
claro testimonio de ese contraste.
5°) Un rediseño
institucional que promueva, por un lado,
la descentralización política de los municipios, para impulsar el
gobierno de cercanía, o sea colocar lo más cerca posible de la base el poder de
decisión sobre los asuntos locales, y por el otro creación de nuevos mecanismos legales para la coordinación de la
Región Metropolitana, con la participación de los municipios del conurbano y el
gobierno autónomo de la ciudad de Buenos Aires,e modo de avanzar en un proceso
de integración urbana. La Argentina está estructurada en cinco regiones que
buscan afrontar y resolver conjuntamente problemas comunes: Norte, Nordeste,
Nuevo Cuyo, Centro y Patagonia. Sólo la provincia de Buenos Aires y la ciudad
de Buenos Aires están afuera de ese proceso de regionalización. En este caso
específico, vale resaltar que todas las inversiones que se realicen para
mejorar la infraestructura y las condiciones de habitabilidad en las zonas más
sumergidas del conurbano bonaerense generan inevitablemente un mejoramiento de
las condiciones de vida y una consiguiente una valorización del precio de las
propiedades de todas las zonas aledañas, incluidos varios barrios de la ciudad de
Buenos Aires, en una suerte de “derrame de abajo hacia arriba”.
Pero la
sustentabilidad económica de esta acción transformadora está enmarcada en la
formulación de una estrategia de desarrollo integral y de descentralización
productiva, asentada en el aprovechamiento
integral de los recursos naturales, en particular de la agroindustria, y
orientada en el mediano y largo plazo, a promover una redistribución de la
población y una paulatina modificación en la estructura demográfica
argentina. El economista e historiador Pablo Gerchunoff lanzó recientemente
la provocativa consigna de una “alianza
popular exportadora”. Es una alianza entre los sectores populares, cuyo
principal asiento territorial está en el conurbano bonaerense, y la franja
empresaria tecnológicamente más avanzada y tecnológicamente más competitiva de
la Argentina, cuya expresión más importante, aunque no la única, es el polo
agroalimentario que tiene su epicentro en la Región Centro, particularmente en
las provincias de Córdoba y Santa Fe.
Vale precisar que
esa idea planteada por Gerchunoff no parte de la nada. Organizaciones sociales
como la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP) y varias
organizaciones sociales, entre ellas la Unión de Obreros y Empleados de la Construcción
(UOCRA), que encabeza Gerardo Martínez, elaboraron el año pasado las bases de
un Plan de Desarrollo Humano Integral, que Juan Grabois bautizó como “un plan
Marshall criollo”. En su contenido
figura, entre otros puntos, la necesidad de “una alianza virtuosa entre el
sector privado y la economía popular”,
para encarar la urbanización de los barrios populares y plantea una
descentralización productiva que incluya
la creación de nuevas colonias agrícolas en tierras fiscales, para
favorecer una desconcentración de la población. También a mediados de 2020 la
mayoría de las entidades representativas de la cadena agroalimentaria,
nucleadas en el Consejo Agroindustrial Argentino (CAI) formularon un programa
nacional de desarrollo, presentado oficialmente ante el gobierno nacional y el
Parlamento, cuyos lineamientos fundamentales trazan una perspectiva de mediano
y largo plazo para la economía argentina.
Para que esta
convergencia social pueda materializarse en los hechos tendrá que estar
acompañada por una reformulación del sistema de poder político instaurado en
diciembre de 2019, a partir de la aparición de una expresión política animada
de una visión nacional y sustentada en una fuerte presencia y arraigo en el conurbano bonaerense.