Ante una nueva
celebración del 9 de Julio
Monseñor Héctor
Aguer
Infocatólica – 06/07/21
Hace 205 años «los
representantes de las Provincias Unidas de Sud América, reunidos en Congreso
general» declararon la voluntad unánime de estos pueblos de «investirse del
alto carácter de nación libre e independiente». Así rezan las actas de aquella
asamblea congregada en Tucumán que, en un momento crucial para la gesta
emancipadora, procedió con lucidez y coraje y proclamó la independencia. No
comenzó todo en aquella fecha, ya que no se improvisa una patria, ni una nación
se configura por decreto. Pero ese día quedó para siempre iluminada la
conciencia que la Patria tiene de sí misma, y comenzó simbólicamente su
presencia, su camino y su tarea en el concierto de las naciones del mundo.
Muchas cosas han
ocurrido desde entonces, que han ido diseñando con luces y sombras –con luces
más bien fugaces y sombras profundas, ominosas– la historia de la Argentina.
Como lo escribí, en distintas ocasiones, la vida de una nación se afianza y se
recrea por el empeño de cada generación. A cada una de ellas le cabe la
responsabilidad, para su honor o su deshonra, de renovar la conciencia, el
sentimiento y la voluntad de ser y de continuar siendo según su identidad, una
nación; de contribuir a la edificación permanente de la comunidad nacional.
Don Julio Irazusta
señaló agudamente dos problemas iniciales que, con el paso del tiempo, se
convirtieron en males crónicos. El primero es la discordia. Refiriéndose a las
diferencias entre Saavedra y Moreno, escribió: «fue desdicha de nuestra
revolución que los dos cabecillas del primer gobierno patrio, en vez de
complementarse y sostenerse recíprocamente, se destrozaran entre sí». El
segundo es la flaqueza institucional: que no haya podido «formarse un buen
sistema de política nacional, que encauzase las voluntades individuales,
aprovechando la capacidad de los mejores e impidiendo el daño que pudiese
ocasionar el encubrimiento de los mediocres, o de los peores». Los dos males
reclaman un remedio.
Hoy, como en otras
circunstancias históricas, nos encontramos nuevamente en la encrucijada. Por lo
menos, y hay que decir felizmente, las llagas han salido a luz y ya no se las
puede ocultar. Son cada vez más numerosos los argentinos que quieren, en
efecto, ser una nación, y asumir en plenitud su condición de ciudadanos. No
quieren ser meros habitantes, y mucho menos clientes.
Nuestra
Constitución establece, en su primer artículo, que «la Nación Argentina adopta
para su gobierno la forma republicana federal». Pues bien, ¡que sea! Pero
¿en qué ha venido a parar la representación? Desde hace tiempo están en crisis
las estructuras institucionales que deben asegurar su eficaz ejercicio.
Pareciera, por momentos, que los diputados ya no representan al pueblo de la
Nación, sino a sus partidos –manejados incluso según los cánones de la
obediencia debida– o a las divisiones y subdivisiones de los mismos, hasta la
mínima expresión del «autobloque», o poco menos. Nos podríamos preguntar
también si los senadores representan efectivamente a sus provincias, con
auténtica conciencia federal. De esta falla, de esta ausencia institucional, se
sigue en la sociedad un clima de deliberación crispada y tumultuosa, muchas
veces manipulada por intereses políticos mezquinos. ¿Es esto lo propio de una
sana democracia representativa?
Un elemento
fundamental del orden republicano es la división de poderes; es también la
clave del «Estado de derecho», en el cual es soberana la ley y no la voluntad arbitraria
de los mandamases de turno. Ya no se puede disimular en la Argentina de hoy la
precariedad que afecta a la vigencia de este principio. ¿Será una lejana
añoranza de la monarquía? Vale la pena recordar que los próceres que proponían
coronar a la princesa Carlota o a un descendiente del Inca pensaban en una
monarquía constitucional. El estilo de ejercicio de la autoridad tiene
también su importancia para reflejar la condición republicana; la práctica del
poder –que es lo que mejor cuadra en una república– se apoya en la moderación,
la paciencia, la modestia y la capacidad de diálogo.
Los
acontecimientos de los últimos meses mostraron crudamente la triste figura de
nuestro federalismo. También en este caso el mal viene de lejos. Fray Mamerto
Esquiú había apoyado con su elocuencia la Constitución promulgada en 1853. Era
un hombre del país interior, ya entonces postergado y empobrecido; en momentos
de decepción y amargura escribió este epitafio impresionante del federalismo
naciente: «Aquí yace la Confederación Argentina. Murió en edad temprana a manos
de la traición, la mentira y el miedo. Que la tierra porteña le sea leve. Una
lágrima y el silencio de la muerte le consagra un hijo suyo». La tierra porteña
era entonces la élite ideológica y política que impuso el predominio del puerto
de Buenos Aires sobre el conjunto de la Nación. En la actualidad son otras las
élites y los intereses, pero es análogo el caso de un país que no ha consumado
su plena integración y en el cual debe todavía despertarse una armoniosa y
fraterna conciencia federal.
Desde hace varios
años los católicos rezamos una Oración por la Patria en la que afirmamos con
esperanza: «Queremos ser nación, una nación cuya identidad sea la pasión por la
verdad y el compromiso por el bien común» y le pedimos a Jesucristo, Señor de
la historia, que nos conceda «la valentía de la libertad de los hijos de Dios
para amar a todos sin excluir a nadie, privilegiando a los pobres y perdonando
a los que nos ofenden, aborreciendo el odio y construyendo la paz».
Benedicto XVI
enseña en su primera encíclica que el orden justo de la sociedad y del Estado
es una tarea principal de la política, y añade, citando a San Agustín, que un
Estado que no se rigiera según la justicia se reduciría a una gran banda de ladrones
(Deus caritas est, 28). El Estado debe asumir la tarea concreta de realizar la
justicia, disponiendo para ello los medios adecuados. Una tarea de carácter
eminentemente ético, ya que requiere como fundamento un juicio recto acerca de
qué es lo justo, en qué consiste, cuál es su naturaleza y cuáles son sus
exigencias. Muchas veces ese juicio se extravía, porque se impone la ambición
desmedida del poder y la preponderancia del interés de personas, de lobbies o
de partidos; la política se reduce a ser construcción de poder –como se
confiesa impúdicamente– y resulta en definitiva un buen negocio. Si una razón
desviada o la irracionalidad de las pasiones presiden la actividad política, se
frustra su naturaleza y su fin y el grupo que detenta el poder se va asemejando
a una banda de ladrones. Benedicto XVI nos recuerda que la justicia es el
objeto y, por tanto, la medida intrínseca de toda política y advierte sobre el
peligro de la ceguera ética que puede afectar a la razón práctica y
consiguientemente al ejercicio del poder en la tarea de determinar los
ordenamientos públicos y procurar el bien común.
La fe cristiana y
la doctrina social de la Iglesia ofrecen a la sociedad y especialmente a
quienes están empeñados en la acción política una eficaz colaboración para
orientar las opciones éticas y para rectificar el lógos social, la razón que
preside la organización de la sociedad. Fe y política son realidades diversas,
que no han de confundirse, pero que tienen un punto de contacto: su vinculación
adecuada permite comprender mejor las exigencias de la justicia y los caminos
de su realización.
La celebración de
un nuevo aniversario de la instalación del primer gobierno patrio es una buena
oportunidad para reconocer cuánto resta por hacer en la Argentina en orden a
purificar la razón política y mejorar la calidad institucional de la república.
Desde hace años se viene auspiciando una reforma que todavía se hace esperar.
El protagonismo de la sociedad civil y la irrupción de nuevos actores sociales
y de valiosos dirigentes requieren la apertura de espacios de participación
política que, lamentablemente, quedan obturados por la persistencia de
artilugios y camándulas que se exhiben con indiscreción e impunidad. Todo vale
para conseguir votos; en la política de la mercadotecnia los ciudadanos son
tratados como meros clientes. En un régimen republicano digno de ese nombre las
elecciones deberían presentarse como un ejercicio normal, transparente, sin
demasiados sobresaltos y sin cambios subrepticios de las reglas de juego. Pero
en el tiempo electoral que se ha precipitado anticipadamente sobre nosotros
están ocurriendo algunas rarezas que rozan los límites de la ilegalidad. Una
incalificable concepción de la política se pone de manifiesto en ellas.
Hace más de 160
años Fray Mamerto Esquiú formulaba este juicio severo sobre la situación
nacional: Permitidme que os revele mi amarga convicción: si en los cuarenta
años que han transcurrido no hubiera habido legislaturas a manos de la
política, la corrupción no sería tan honda y los gobiernos no habrían
tiranizado tan descaradamente a los pueblos.
El ilustre fraile
pronunció estas palabras en 1856; al parecer, en aquella época no llamaba la
atención que un joven sacerdote se ocupara de esas cuestiones de interés
público: a nadie se le ocurrió acusarlo de «meterse en política». Lo que
interesa destacar es que en ese juicio el término política aparece con una
connotación fuertemente negativa. Esta circunstancia indica que en nuestro
desdichado país el problema político es crónico –como son crónicas nuestras
crisis– y nunca se le ha dado una solución definitiva. Esquiú repudiaba la mala
política, la pequeña política, de la que ha resultado la pequeña Argentina. Si
hubiéramos tenido política verdadera, de la grande, hoy seríamos la grande
Argentina, aquella que muchos anhelamos, aquella que todos nos merecemos. En
otro pasaje de sus sermones Fray Mamerto se explica bien; dice: los pueblos
como los individuos nacen, crecen, decaen y mueren, y para unos y otros la
fuente de una vida venturosa, de un verdadero vivir, es únicamente la virtud,
la justicia que tiene en sí todos los bienes, y además los engendra de su seno,
perfectos y acabados como los productos de la naturaleza.
La experiencia
histórica ratifica los enunciados de una recta filosofía social; el problema
fundamental es de orden ético, es el problema de la virtud: la justicia como
objeto y medida intrínseca de toda política y la prudencia –no la astucia y las
agachadas que escamotean la verdad– como lumbre e inspiración para plasmar el
bien común.
En este mundo de
ficciones que es la política argentina, muchas voces se alzan desde hace varios
años expresando un deseo de verdad, de transparencia, de objetividad. Suele
formularse como un llamado a mejorar la calidad institucional y a respetar las
características propias de un régimen republicano de gobierno, tal como las
describe y prescribe la Constitución Nacional. Esta aspiración propicia la
vigencia plena y el funcionamiento correcto de las instituciones de la
república, libres de las manganetas y corruptelas que las trabucan, y una
participación de la sociedad civil que no se limite a un pasivo y desganado
ejercicio electoral.
Un punto de examen
en orden a la medición de calidad es el respeto al principio fundamental del
Estado de derecho, que es la división de poderes. Con toda razón se elevan
últimamente críticas que en este punto advierten una falla en nuestra vida
institucional. Existe una extendida sospecha acerca de la efectiva
independencia de los poderes legislativo y judicial, una sospecha que debería
ser rápidamente despejada.
Apunto, al propósito, que la Doctrina Social
de la Iglesia ha asumido el principio mencionado: Escribió Juan Pablo II en su
encíclica Centesimus annus: El magisterio reconoce la validez del principio
de la división de poderes en un estado. Es preferible que un poder esté
equilibrado por otros poderes y otras esferas de competencia que lo mantengan
en su justo límite. Éste es el principio del Estado de Derecho en el cual es
soberana la ley y no la voluntad arbitraria de los hombres.
Citemos otra vez a
Esquiú. En su sermón pronunciado en la iglesia matriz de Catamarca el 9 de
julio de 1853, con motivo de la jura de la Constitución Nacional, decía: La
vida y conservación del pueblo argentino dependen de que su Constitución sea
fija; que no ceda al empuje de los hombres; que sea un ancla pesadísima a que
esté asida esta nave, que ha tropezado en todos los escollos, que se ha
estrellado en todas las costas, y que todos los vientos y todas las corrientes
la han lanzado
. Previó también
qué podía pasar si la soberanía de la ley cede ante la voluntad arbitraria de
los hombres: la dominación de dos monstruos en nuestro suelo: anarquía y
despotismo. Monstruos que, lamentablemente, en más de una ocasión, se ensañaron
con nuestra Argentina.
Que de esos males
nos libre Dios, fuente de toda razón y justicia, y Nuestro Salvador Jesucristo,
Rey verdadero y Señor de la historia.