deberían volver a
leer la Convención sobre los Refugiados
Ana Bono
Brújula cotidiana,
03-08-2021
El 28 de julio de
1951, una conferencia especial de las Naciones Unidas aprobó la Convención de
Ginebra sobre los Refugiados. Unos meses antes, el 14 de diciembre de 1950, la
Asamblea General de la ONU creó el Alto Comisionado para los Refugiados
(ACNUR). Desde hace 70 años, la Convención es un instrumento jurídico
internacional fundamental para definir quién tiene derecho al estatuto de
refugiado y cuáles son sus derechos. ACNUR se encarga de rescatar, asistir,
proteger y, en cuanto sea posible, acompañar a los refugiados y a los
refugiados en general en el proceso de regreso a casa, incluidos los
desplazados y los solicitantes de asilo.
La mejor manera de
conmemorar este aniversario es recordar lo que prescribe la Convención de
Ginebra, quiénes entran en la definición de refugiado y quiénes, por tanto,
deben estar bajo el mandato de ACNUR.
La Convención
concede el estatuto legal y personal de refugiado a una persona que “debido a
fundados temores de ser perseguida por motivos de raza, religión, nacionalidad,
pertenencia a determinado grupo social u opiniones políticas, se encuentre
fuera del Estado de su nacionalidad y no pueda o, a causa de dichos temores, no
quiera acogerse a la protección de tal Estado”. Eso es lo que dice el artículo
1. Los artículos siguientes (45 en total) definen los derechos y deberes tanto
de los refugiados como de los Estados contratantes, que actualmente son 149
(Italia lo ratificó en 1955). Entre los deberes de los refugiados, el primero
que se menciona es el de cumplir obligatoriamente “las leyes y reglamentos y
las medidas adoptadas para el mantenimiento del orden público” (artículo 2).
Entre las de los Estados contratantes, la primera es la aplicación de las
disposiciones del Convenio “sin discriminación por motivos de raza, religión o
país de origen” (artículo 3).
Merece la pena
destacar dos artículos posteriores. El artículo 33 establece que “ningún Estado
contratante expulsará o devolverá en forma alguna a un refugiado a las
fronteras de los territorios donde su vida o su libertad peligren por causa de
su raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u
opiniones políticas”. También establece que esta disposición no puede ser
invocada por un refugiado que “por razones graves deba ser considerado un
peligro para la seguridad del país en el que reside o que, debido a una condena
firme por un delito especialmente grave, constituya una amenaza para la
comunidad de ese país”.
El artículo 31
establece que “los Estados contratantes no impondrán sanciones a los refugiados
que lleguen directamente de un territorio en el que su vida o su libertad estén
amenazadas en el sentido del artículo 1, siempre que se presenten sin demora a
las autoridades y aleguen razones válidas de su entrada o residencia ilegal”.
La relectura de
estas disposiciones es tanto más útil cuanto que en ciertos ambientes se
observa una tendencia creciente a atribuir los mismos derechos de los
refugiados a las personas que emigran por motivos económicos y que entran en un
país extranjero de forma ilegal o clandestina, y a las que, por tanto, se anima
y se ayuda a solicitar asilo, a declararse refugiados para no ser detenidos en
las fronteras y rechazados.
Esta tendencia
parece compartir también incluso el Alto Comisionado de la ONU para los
Refugiados, Filippo Grandi. En un comunicado emitido con motivo del 70º
aniversario de la Convención, el Alto Comisionado advierte del peligro de
traicionar sus principios. Algunos gobiernos, dice, “a veces sufriendo y otras
veces lamentablemente alentando el empuje de un populismo mezquino y a menudo
desinformado, han tratado de rechazar los principios en los que se basa la
Convención”. Es muy probable que Grandi se refiera a los Estados europeos y
norteamericanos que intentan frenar la emigración ilegal, porque poco después
dice que en algunos países se llega a “negar el derecho de asilo” y denuncia a
los “Estados ricos y bien organizados” que “responden a los que llaman a su
puerta levantando muros, cerrando sus fronteras y rechazando a las personas que
llegan por mar”.
Pero es
precisamente esta postura y lo que se desprende de ella lo que supone una
amenaza para los refugiados, porque niega la especificidad de su condición y la
urgencia de sus necesidades en un momento en que los países ricos de los que
habla Grandi se ven obligados a desplegar enormes recursos financieros y
humanos para dar cabida y atender a millones de migrantes irregulares.
Los países que son
objeto de la desaprobación del Alto Comisionado son, de hecho, los mismos que
proporcionan gran parte de la financiación que ACNUR necesita cada año para
atender a los refugiados y desplazados bajo su mandato. En el año en curso, una
actualización parcial publicada por este organismo en junio cifra en más de 97
millones el número de personas que serán atendidas en 130 estados con un
presupuesto de 8.600 millones. La cifra es elevada, y alrededor del 87% de los
fondos que se ponen a disposición de la agencia cada año proceden de Estados
Unidos, la Unión Europea y varios países europeos.
Grandi tampoco
parece ser consciente de ello, ya que siempre pone como ejemplo de generosidad
a los países pobres que acogen a tantos refugiados, como si no fuera el propio
ACNUR el que interviene con sus fondos, con la colaboración de otras agencias
humanitarias de la ONU que también están financiadas mayoritariamente por
países occidentales industrializados.