Por Javier Boher
Alfil, 6
septiembre, 2022
No hay dudas de
que la gente está cansada de la política, harta de unas prácticas y un conjunto
de personas que no le dan respuestas a sus problemas del día a día. Para cada
situación estresante o traumática el gobierno (los gobiernos, en realidad,
porque el nivel de gobierno es casi irrelevante) encontrará la forma de
empeorar el cuadro.
Muchos parecen
comulgar con la definición que dio Groucho Marx sobre la política: “es el arte
de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después
los remedios equivocados”, olvidándose -por su contexto primermundista- de
mencionar además los retornos que cobran en el camino los involucrados en esa
dinámica.
Esa situación de
rechazo a la política genera una sensación de hastío generalizado -que se
mezcla oportunamente con un poco de depresión, una buena cuota de frustración y
ocasional enojo potente- que no puede ser combatida en profundidad porque las
causas están ligadas a procesos que pueden ser parcialmente abordados cada
cuatro años.
Sin embargo, pese
a lo oscuro del diagnóstico, hay en el medio tratamientos paliativos para
transitar con un poco más de tranquilidad los aciagos días que transcurrimos en
una Argentina que se hunde lentamente. El más exitoso de esos tratamientos es,
sin dudas, el humor.
La situación del
jueves pasado puso a los fanáticos de un lado y otro a buscar culpables. Todos
apuntaron sus índices hacia algún lado, esperando que allí hubiera alguien
dispuesto a hacerse cargo de un episodio tan grave como lamentable.
Los no fanáticos,
los que tratan de esquivar las noticias como Don Ramón esquivaba al Señor
Barriga, fracasaron en el intento de la misma manera en la que lo hacía el
personaje del Chavo. Alcanzados por la solemne crispación de los devotos
guardianes de la santidad de los políticos, hicieron lo que pudieron con eso
que se les cruzó como chancho en la ruta: se lo llevaron puesto con el humor.
Tal vez el feriado
decretado por el presidente fue un acierto, después de todo. Todo el mundo en
su casa, feliz por un día no laborable sacado de la galera, se dedicó a reírse
de lo que podría haber sido una tragedia, porque incluso de las tragedias hay
que reírse, ¿o alguien cree que los uruguayos que se estaban manyando a los
amigos en los Andes no hacían chistes para sobrevivir en ese páramo?
El tiempo permitió
que se asiente la polvareda para comprobar -o suponer, en realidad- que acá no
hubo una gran conspiración, sino tan solo una muestra del manicomio a cielo
abierto que es este país, con toda la fauna que le es propia.
Un tirador amante
de las cámaras y en búsqueda de fama al que en la casa le encuentran,
lógicamente, una buena cantidad de balas, pero también una colección de consoladores
y un látigo de cuerina negro que no se pueden explicar más que a través del
humor. No salió la bala de la recámara, pero en un giro que haría feliz al
inolvidable José Vélez parece que cuando atraparon al atacante nos ahorramos un
bala perdida.
Como pasa cada vez
que hay un evento tan shockeante, todos lo smedios se preocuparon por seguirle
el rastro y pedir declaraciones a los allegados a los protagonistas. Así nos
cruzamos con un amigo de Sabag Montiel que se lamentó porque no cumplió con su
cometido, en lugar de aliviarse de que así podía zafar de una condena más
larga.
La nota central
fue, sin embargo, la de la novia, la vendedora de algodón de azúcar que también
salió en un canal de noticias que lleva dos décadas dándole aire a personajes
que no podrían salir de las profundidades de una mesa de saldos. No sólo fue
noticia por ese cruce que tuvo en la tele, sino porque después se supo que
vendía contenido para adulto en plataformas dedicadas a ellos. ¿Algún
periodista se animó a firmar ese descubrimiento? Probablemente lo hayan hecho
pasar por un “dato de la redes sociales”.
Como la televisión
está agonizando, pero sigue siendo un vehículo fundamental para alcanzar el
conocimiento masivo, apareció en los programas de noticias que tienen que llenar
minutos de programación una supuesta amiga del tirador. Milky Dolly es el
nombre de la tiktoker e influencer, que en el programa de Paula Trápani le dijo
a la conductora que es famosa por besar cirujas en la calle.
Así, en lo que
arrancó como una historia que podría haber sido una tragedia, tenemos a un
brasilero trucho como tirador inexperto, a un amigo que casi parece deseoso de
que vaya preso (quizás le debe plata, vaya uno a saber), a una novia actriz
porno y a una conocida que es famosa por andar besando a cualquier linyera en
la calle. Definitivamente se trata de un giro que no tiene nada que ver con la
oscura conspiración con la que algunos suponían que se estaba por enfrentar la
vicepresidenta.
Todo alrededor del
episodio fue bochornoso, una muestra de las múltiples falencias de un Estado
cada vez más esclerótico. Hubo una custodia que no pudo prevenir el ataque ni
reducir al agresor, como esos perros que se tienen para que cuiden la casa pero
que sólo saben comerse las patas de los muebles y hacerse pis cuando llegan las
visitas.
Ni hablar de una
policía que debía peritar el teléfono y se le borró la información. Parecen
Zoolander y Hansel cuando rompen la computadora porque les dicen que la
evidencia está adentro de ella. Ninguno pareció darse cuenta de que eso disparó
más rumores (de los que creen que fue una farsa y de los que creen que hubo una
conspiración) que cuando sale un funcionario a decir que no va a haber
devaluación.
Gracias a dios
existe el humor para reírnos de que ni siquiera un intento de magnicido (¡qué
palabra que metieron los compañeros!) puede tener nivel de primer mundo. Como
todo lo que nos toca en este modelo de vivir con lo nuestro, hasta los complots
homicidas tienen que ser marca “el cuchuflito o la pindonga”. Esta vez, al
menos, podemos alegrarnos de la mala calidad de lo autóctono.