POR EDUARDO DUHALDE
EX PRESIDENTE DE LA NACION
Hace pocos días, en
oportunidad de su visita a un país de América latina, el filósofo Fernando
Savater aseveró que los gobiernos que desprecian las formas institucionales
abren la puerta a lo que algunos han llamado cleptocracia, el reinado de los
ladrones.
Fui en busca de más
información al diccionario de la Real Academia Española, pero no la pude
encontrar. En cambio, Wikipedia me ilustró sobre este neologismo de raíz
griega: clepto (robo, despojo) y cracia (gobierno) determina el establecimiento
y desarrollo del poder basado en el robo de capital, institucionalizando la
corrupción, el nepotismo y el peculado, de forma que estas acciones delictivas
quedan impunes, debido a que todos los sectores del poder están corruptos.
El término se suele
usar despectivamente para decir que un gobierno es ladrón cuando el Estado es
manipulado para generar mecanismos de recaudación –en general impositivos- que
luego no son redistribuidos porque los fondos se desvían a cuentas bancarias
secretas de los propios administradores del sistema, por lo general en paraísos
fiscales, para encubrir el robo.
Expresiones aisladas
-como los casos de Suharto en Indonesia, Mobutu en Zaire, Milosevic en
Yugoslavia o Ferdinando Marcos en Filipinas- y consideradas entonces por el
mundo occidental casi como una curiosidad antropológica, se han multiplicado en
la actualidad y dejan al desnudo en España, Italia y países de América latina
la fase más crítica que experimenta el capitalismo moderno.
Cuando la matriz
productiva del capitalismo fue reemplazada velozmente por la financiera,
introdujo un relativismo moral que el propio Carlos Marx advirtió claramente:
cuando en el capitalismo se instala el dinero como concepto único, el valor es
fácilmente reemplazable. Así se fueron sentando las bases para la instalación
de la macrocorrupción estatal.
Existe consenso
generalizado en que su práctica no depende de la ideología de los gobiernos,
que bien pueden ser de derecha, de centro o de izquierda. Por el contrario,
muchas veces ellos mismos promueven e instalan divisiones seudoideológicas para
desviar la atención de sus abusos de poder.
Cuando las
instituciones se debilitan y no existen controles institucionales, los
gobiernos cleptócratas cooptan funcionarios, legisladores y sectores económicos
privados que generan monopolios, privilegios estatales, impuestos transferidos
a grupos de interés, inflación, confiscaciones arbitrarias, fraude e
inseguridad jurídica.
El uso de
instrumentos y fondos públicos a la medida y conveniencia de unos pocos
privilegiados, las relaciones empresariales con el poder de turno para provecho
privado, la discrecionalidad en la toma de decisiones de gestión, la acción
social directa aplicada para obtener el rédito de un grupo o partido –lo cual
denigra a quien se ayuda- degradan el ejercicio de la política y devalúan la
calidad democrática.
Las acciones de los
gobernantes pueden ser vertebradoras o desintegradoras de las sociedades, y
cuando llevan un estilo de vida poco ejemplar, se produce un efecto
desmoralizador que fomenta la decadencia social. Ahí donde hay libertades hay
gente que las utilizará mal, dice Savater.
Lo malo es la impunidad,
el hecho de que la gente vea que las leyes están hechas para saltárselas, eso
es lo desmoralizador.
La crisis moral es
uno de los mayores males contemporáneos y la sociedad argentina no es inmune a
ella. A fines de la década del ’80, cuando las preocupaciones del pueblo
argentino estaban centradas en el derrumbe de la economía, mi obsesión, en
cambio, era encontrar el camino para contener el derrumbe de valores, que
avizoraba en pequeñas mezquindades y miserias de nuestra incipiente convivencia
democrática y se convertiría en el telón de fondo del hoy principal problema de
los argentinos.
A fines de 1989
impulsé la creación de la
Comisión para la Recuperación Etica
de la Sociedad
y el Estado que presidí y coordinó el doctor René Favaloro, cuyas doce
recomendaciones sobre cómo enfrentarla -elaboradas por destacadas figuras de la
vida política e institucional argentina- fueron elevadas al Poder Ejecutivo
Nacional en diciembre de 1990.
Ninguna de ellas fue
siquiera comentada.
Antes, durante mi
mandato como vicepresidente primero de la Cámara de Diputados, había presentado -con escaso
respaldo- un proyecto de ley para la creación de un Consejo para la Moralización de las
Actividades Estatales. En los fundamentos de aquella iniciativa sostenía que
atrapado por el sistema perverso de la cultura rentística que sólo puede
generar violencia y corrupción, el Estado se ha convertido en un ámbito de
ilicitud y ello atenta contra las bases mismas del sistema democrático.
En la Argentina tenemos una
larga historia de luchas en la búsqueda de una sociedad justa amparados en el
respeto y cumplimiento de la ley.
Treinta años de vida
democrática ininterrumpida es el mejor cimiento para no resignarnos a la
decadencia, con su consecuente desprecio a la práctica política y a la pérdida
de confianza en la vida en común.
En esto, las máximas
autoridades tienen la obligación de despejar las sospechas en las que
involucran a la dirigencia oficial en su conjunto.
Si no lo hicieren,
abrirán la puerta que conduce al juicio político, tal como lo establece nuestra
Constitución Nacional.
Romper con el
relativismo moral que desintegra la sociedad deseable no será tarea sencilla.
Pero para evolucionar en nuestras prácticas democráticas y republicanas y
fortalecer nuestras instituciones fundamentales, debemos asumir todos juntos la
tarea de recuperación ética de la sociedad, desde el lugar que nos toque
desempeñar y con la firmeza que exige el desafío.
Clarín, 2-5-13