Por Alberto Asseff*
Hace 80 años éramos
más de la mitad del PBI de nuestra América y éramos el país promesa para todos
los pensadores del momento, desde Toynbee hasta Ortega y Gasset, pasando por
Clemenceau. Ellos y millones de seres del planeta nos entreveían como el seguro
nuevo ‘Estados Unidos del Sur’. Tal la envergadura de la Argentina emergente,
todo un portento que asombraba al mundo. Y que atraía a millones de hombres y
mujeres que provenían de todos los lares.
Esa Argentina de los
años veinte del s.XX ciertamente anidaba inequidades y escondía miserias, pero
sobresalían y se imponían las inenarrables buenas expectativas. Reinaba por
doquier el optimismo. El destino de grandeza era un valor entendido y un
impulso vital para los individuos y, especialmente, para el pueblo nacional que
aceleradamente se forjaba, amalgamando a criollos – de las diversas estirpes y
etnias – e inmigrantes – de variopinto origen.
La ley 1420
promulgada en tiempos del primer gobierno de Roca – tan proficuo para el
progreso nacional como vilipendiado hoy en día, con prisma de s.XXI para juzgar
acontecimientos del s.XIX, algo redondamente imperdonable -, fue la artífice de
esa irrupción planetaria del nuevo país austral. Antes que los japoneses, los
chinos, los españoles, los italianos y cuatro quintas partes del mundo, la Argentina se alfabetizó,
preparándose para ese futuro que todos oteaban. Que ya estábamos acariciando.
¿Qué pasó para que el
derrotero triunfal se segase? En estos renglones no es posible ser exhaustivos
para desmenuzar las causas. Sólo diré, a modo de síntesis, que nos neutralizaron
el facilismo – todo parecía venirnos casi de arriba, sin demasiado esfuerzo – y
sus parientes de primer grado, la tendencia a la comodidad y el acomodo, el
relegamiento paulatino del mérito y de la idoneidad y, por sobre todo, la
avivada contralegal, es decir esa propensión a la violación de la ley como
forma de vida. Dejamos de ser inteligentes para ser ‘vivos’. El camino no lo
marcaba la ley, sino la viveza. Esto obró cual arma química para pulverizar a la Argentina ascendente.
Ese cuadro decadente
abrió las compuertas para la corrupción y el despilfarro, dos venenos de
disímil dimensión ética, pero ambos letales, máxime si se presentan combinados
y coactuando.
La corrupción y el
Estado manirroto tentaron a mucho arribismo que fue desplazando gradualmente a
la genuina política. Con ropaje de ésta accedieron miles de dirigentes que no
buscaban ni querían el gobierno de la polis para hacer el bien común, sino para
autofacturarse y embolsar el bien propio.
Si muchos dirigentes
y gobernantes no pensaron – ni piensan -al país, sino que estuvieron - y están
- impulsados por sus intereses, la estrategia nacional deviene en un huérfano
que ni siquiera tiene un orfanato para refugiarse ¿A qué buen puerto puede
arribar un país cuyos timoneles no tienen otro rumbo que su autosatisfacción?
Por este lastimoso
motivo no tenemos siete políticas de Estado. Para poseerlas y gozar en su
ejecución, antes y primordialmente se requieren hombres de Estado, también
llamados estadistas ¿Cuántos tenemos? Y si los poseemos, por favor, ¿dónde
están? A juzgar por los resultados de estos decenios, los estadistas fueron y
son escasísimos.
Es tan grande y
poderoso nuestro país que a pesar de tan inmensa falencia en sus conductores
siguió en pie y, aun declinante desde hace tantas décadas, todavía alberga la
potencialidad de ser un país con buena calidad de vida y con gravitación en el
orbe.
Si aspiramos a volver
al rumbo necesitamos reformas profundas y enmiendas morales muy fuertes. Que
rija la ley y que todos nos ajustemos a ella es una condición necesaria. Que el
poder sea herramienta para el bien común, ejercido por estadistas, tan
visionarios como estrategas, es otro presupuesto. Que dejemos de dormir la
historia para recomenzar ese protagonismo que nos singularizó hace una centuria
es también un requisito esencial. Y, finalmente, retornar a los sueños de un
grande país – grande por su enjundia moral y por su poderío material – es,
indubitablemente otro factor indispensable.
Es hora de dormir lo
indispensable, trabajar redobladamente y dotarnos de ese hálito que significa
tener esperanzas. Y es circunstancia para unirnos
Creo que llega el
momento para aliviarnos del dolor histórico de ser un país que pudo, pero no
es.
¡Vamos que todavía
estamos a tiempo!
*Diputado nacional
partido UNIR
www.unirargentina.com.ar