Cosme Beccar Varela
No debe confundirse
el patriotismo con el nacionalismo. “Patriotismo” viene de “patres”, o sea, es
el amor a la tierra de nuestros padres. Forma parte del sentimiento filial y es
tan natural como el amor a los padres y como tal, es tierno y sereno y está
siempre unido a la
Justicia. No da lugar a exaltaciones irracionales que pasan
por encima de aquella ni puede ser confundido con el egoísmo, ni con la
egolatría, ni se sirve con agresividad, ni excluye la amistad con otras
“patrias”, sin formar bloques beligerantes.
Tampoco puede servir
de fundamento a un Estado totalitario, ni a un poder demagógico, sino que pide
ser gobernado por una Autoridad paternal equitativa y honrada. Ninguna
Autoridad paternal roba a sus súbditos así como tampoco un padre le roba a sus
hijos sino que, por el contrario, trabaja y lucha para dejarles un patrimonio
tan grande como le sea posible en legitima herencia.
El patriotismo es una
obligación moral inviolable. “La ley natural nos impone -enseñaba León XIII en
su Encíclica “Sapientiae Christianae”- la obligación de amar especialmente y
defender el país en que hemos nacido y en que hemos sido criados, hasta el
punto de que todo buen ciudadano debe estar dispuesto a arrostrar incluso la
misma muerte por su patria…” (Doctrina Pontificia. Documentos Políticos.
Edición BAC, pág. 267).
¡Ojalá los argentinos
y especialmente los militares de todas las FFAA y de Seguridad que todavía
quedan, recordaran y cumplieran con este deber! ¡Qué triste es ver que el
desamor por la Patria
la ha dejado caer en manos de la tiranía de los rufianes
marxistas-peronistas-ladrones y otros crápulas que la oprimen y degradan!
Es desolador ver la
otrora famosa Buenos Aires en manos de gente ordinaria y de mal gusto,
filo-peronistas y ladrones, sin respeto alguno por sus tradiciones ni por su
fisonomía, que la van demoliendo y desfigurando poco a poco. Para ir de un lado
al otro por esta ciudad hay que sortear ruinas y piquetes y canteras de obras
innecesarias, de duración interminable y de costos faraónicos que se prestan a
mil malversaciones.
Un pueblo patriota
hace rato que hubiera echado a patadas a los tiranos nacionales y a los
pequeños sátrapas provinciales y de la Ciudad que como sanguijuelas succionan la mayor
parte de sus recursos mientras la gente sufre mil carencias y desamparos.
Lo que pasa es que
han substituido el patriotismo por el nacionalismo, que es otra cosa. El
nacionalismo es muy distinto al sentimiento filial y sereno que caracteriza al
patriotismo. Es una pasión febril que idolatra al Estado al que identifica con la Nación. Es
esencialmente pagano, demagógico, igualitario y una especie de “comodín” que
sirve para sostener cualquier ideología.
Leí hace poco una
biografía del gran canciller austríaco Engelbert Dollfuss, un estadista de
ideas católicas y tradicionalistas que gobernó su país desde Febrero de 1932
hasta el 25 de Julio de 1934, día en que fue asesinado por los nazis a las
órdenes de Hitler a cuyos intentos de anexión de Austria se oponía
valientemente Dollfuss. Fue escrita, pocas meses después del asesinato, por un
noble alemán, Dietrich von Hildebrandt y contiene reflexiones sumamente
interesantes, sobre todo porque son contemporáneas de la enorme conmoción
nacionalista de la década de 1930/1939 en Europa que culminó con la horrorosa
segunda guerra mundial.
Entre ellas me
impresionaron las siguientes frases en las que con una gran simplicidad expone
el origen del nacionalismo:
“La secularización de
Europa preparada mucho antes, halló entonces (al producirse la revolución
francesa de 1789) su expresión elemental. Solamente en un mundo liberado de
Dios podía desplazarse el idealismo a un sentimiento nacional. Y la nación fue
lo único que quedó por encima del todavía insatisfecho bienestar de la
humanidad liberal. Es natural que este nacionalismo haya sido alimentado por
las turbias fuentes del egoísmo colectivo. Puesto que todo idealismo que
prescinda de Dios, se convierte necesariamente en egolatría egoísta inferior.
Este nacionalismo moderno, tal como brota en el Discurso a la nación alemana de
Fichte, en las poesías de Arndt y Körner, es un hijo perfectamente legítimo del
liberalismo.
Con fino instinto, pues,
Metternich y la *Santa Alianza* se volvieron contra el mismo como contra un
peligro revolucionario. Estaban impregnadas del mismo las asociaciones
estudiantiles y las corporaciones; lo encontramos en toda Europa en la
revolución de 1848. En Hungría, en Italia, en Francia y en Alemania la
llamarada nacional sube ardiendo en estrecha unión con las tendencias liberales
y democráticas.
“En Alemania, donde
el nacionalismo prusiano neoalemán llegó a su pleno dominio en 1866 y 1870, no
significaba el sacudimiento de un yugo extranjero sino el abandono definitivo
de la antigua idea de Reich, la destrucción de la estructura federal de
Alemania, el rompimiento con una gloriosa tradición milenaria. Implicaba la
negación de la más profunda esencia propia, la subordinación y entrega de las
partes católicas de Alemania al espíritu prusiano penetrado de protestantismo,
la apostasía de la universalidad contenida en la esencia alemana” (“Engelbert
Dollfuss, un estadista católico”, por Dietrich von Hildebrandt, Editorial
Difusión, Buenos Aires).
Esta frase, escrita
por un noble alemán en 1934, poco después del asesinato del gran canciller
Dollfuss por los sicarios de Hitler que abrió el camino al inicuo “Anschluss”,
la anexión violenta de Austria al Tercer Reich, vale tanto para entender el
nacionalismo como concepto político, cuanto como testimonio de su origen
histórico. Fue inventado por la revolución francesa para substituir el amor al
rey, a las tradiciones y al universalismo católico de la Cristiandad. Los
agitadores franceses de 1789 no dejaban de invocar a “la Nation ” contra “les enemis
de la Nation ”
y con ese lema en ristre emprendieron la conquista de Europa para el
liberalismo bajo el mando de un aventurero corso.
En nombre del
nacionalismo alemán Bismarck arrasó con los pequeños Estados alemanes,
incluyendo a la grande y católica Baviera, y arrinconó al Imperio austrohúngaro
quitándole su natural y benévolo liderazgo de todos los pueblos alemanes.
Después, Hitler y sus
secuaces enloquecieron a los alemanes con sus “slogans” nacionalistas,
demagógicos y estatistas. “¡Ein Volk, ein Reich, ein Führer!” rugía el
“iluminado” líder ungido democráticamente por las masas, delante de multitudes
gigantescas en perfecta formación.
Es decir,”!Un pueblo,
un Estado, un Lider!” ululaba la masa en medio de una especie de liturgia
democrática cuya exaltación la llevaba a borrar toda distinción entre los
hombres para formar una conglomerado unánime mal llamado “pueblo”, emborrachado
de “alemanidad” y seducido hasta la locura por un Jefe “democrático” (por más
que los democráticos quieran negarlo), ungido por la “sagrada mayoría”. Ya sabemos cómo terminó esa locura colectiva.
El bandolero
Garibaldi, al servicio de la masonería y de la usurpadora Casa de Saboya, creó
el “nacionalismo” italiano a sangre y fuego, sobre las ruinas de los Estados
Pontificios y del Reino de Nápoles y Sicilia, ratificado después por votaciones
fraudulentas.
Desde entonces el
nacionalismo ha servido a toda clase de malas causas. Empezando por la peor de
todas, la de los comunistas, que claman contra el “imperialismo yanqui”, sin
dejar por eso de subyugar bajo la pata del oso soviético a los desgraciados
países que caen en poder de sus agentes.
A Perón le sirvió
para encumbrarse con el famoso “slogan” nacionalista “Braden o Perón”.
Lo triste del caso es
que en la Argentina
de los años 30 surgió un movimiento que se llamó “nacionalista” con las mejores
intenciones patrióticas. Estaba integrado por jóvenes patriotas, inteligentes y
en su mayoría, católicos. Eran una “elite” de primera categoría, muy superior a
los liberales democráticos y a los de izquierda. Lucharon valientemente contra
ellos, defendieron las tradiciones argentinas, se arriesgaron mil veces en
lucha contra bandas de matones; escribieron brillantes artículos en
interesantes periódico. A ese grupo pertenecen los mejores intelectuales
argentinos.
Pero el nombre mal
elegido con el que se designaron,”nacionalistas”, los contagió de los errores
del nacionalismo europeo y sin darse cuenta cayeron en las redes de Perón que
los usó para encumbrarse en el poder y crear el nefasto movimiento peronista
que desde hace más de 60 años está destruyendo el país.
Varios de esos
nacionalistas patriotas hubieran podido ser un Dollfuss y llevar a nuestra
Patria a cumplir su vocación de grandeza tradicional y católica. Pero ninguno
quiso asumir la responsabilidad de ser Autoridad, mientras que Perón no dudo en
disfrazarse de “Führer” para tomar el poder. La misma nobleza de aquellos
hombres los perdió y nos perdió a todos.
Hoy subsiste el
nacionalismo por inercia, pero ya ni siquiera sirve para levantar a un líder.
Está dividido en cien fracciones, casi todas teñidas de peronismo, y se niega a
actuar políticamente para restaurar la Patria.
Entre el patriotismo,
que es un amor efectivo a la
Patria , sencillo, justo y diligente, y el nacionalismo, que
es una ideología estatista y democrática, hay una gran diferencia. Y la mejor
prueba de eso es que sigue habiendo muchos nacionalistas pero es imposible
conseguir que haya entre ellos esa unión sagrada para irrumpir en la Política (con mayúscula)
con entusiasmo y coraje, al servicio de una voluntad argentina de vivir en
Justicia, como Dios manda, que sólo el patriotismo puede inspirar. Es muy
triste.
Cosme Beccar Varela
La botella al mar,
3-5-13