Luis Alberto Romero
HISTORIADOR.
Universidad De San Andres. Club Politico Argentino
El pañuelo blanco de
las Madres de Plaza de Mayo está a punto de convertirse en un “emblema
nacional”. Así lo votó, casi por unanimidad, la Cámara de Diputados.
Pronto quizá tengamos
el Día del Pañuelo.
Treinta años atrás,
todos nos habríamos alegrado con esta consagración legal de una lucha ciudadana
que encabezaron las Madres. Hoy creo que las cosas no son así.
Es difícil abstraer
el pañuelo y separarlo de Bonafini o de Schoklender.
Los diputados han
comprado mercadería deteriorada. Se tentaron con una manzana ya comida por el
gusano, y con la podredumbre a la vista.
¿Cómo se llegó a
esto?
Por la trayectoria de
Madres, y por su carácter emblemático, casi sacro, que conservan pese a todo.
Desde 1983, Madres
comenzó con la intransigencia contra democrática y pasó a la apología de la
violencia. Luego Néstor Kirchner las tentó, les dio un lugar en su movimiento,
en el Estado y en el relato y las sumó a una gran operación de corrupción
gubernamental. Hoy, quienes quieran defender la antigua causa de los derechos
humanos deberán crear otras organizaciones y buscar otros símbolos.
Hay otro problema,
más profundo, que excede a este gobierno y a Madres, y explica la casi
unanimidad de los diputados. Reside en una manera de entender el Estado y su
relación con la sociedad, que se construyó en el siglo XX y hoy arraiga
firmemente en el sentido común, incluso en el de sus críticos. Se trata de un i
deal de Estado orgánico, no republicano, que aspira a integrar y organizar a
todos los sectores de la sociedad.
Cuando surge un
interés o un movimiento de opinión vigoroso, se crea una Secretaría o
Ministerio para fomentarlo quizá, pero sobre todo para encuadrarlo y
subordinarlo. Es el ideal del Estado católico (sic), el fascista y el comunista, cada
uno a su modo. También el de la Comunidad Organizada de Perón.
Durante la dictadura,
el movimiento de los derechos humanos llegó a ser una poderosa expresión de la
sociedad civil. Nunca Más fue su Testamento. Pero el gobierno democrático, que
hizo tantas cosas por consolidar la soberanía de la ley, decidió crear una
Secretaría de Derechos Humanos. No puede dudarse de su buena voluntad, pero
también hay que examinar los supuestos de su decisión. ¿Era necesaria?
¿No bastaba con dejar
a la Justicia
hacer su trabajo, simplemente juzgando con ecuanimidad?
¿Era conveniente
crear una suerte de competidor para el movimiento de la sociedad civil?
¿No hubo acaso un
exceso de Estado, que preparó el camino para un exceso de gobierno?
Los buenos propósitos
de 1984 se convirtieron en la voluntad manipuladora de 2003, desarrollada por
un gobierno que se apropió de la causa de los derechos humanos e instrumentó
las organizaciones, la memoria y la propia justicia.
Madres fue corrompida
y convertida en un apéndice del movimiento gobernante. El secretario de
Derechos Humanos Eduardo Duhalde reinterpretó Nunca Más en clave setentista.
Las instituciones de la memoria se convirtieron en fuente de empleo para la
militancia gubernamental y en productoras de una versión del pasado reciente
adecuada al relato oficial y a la nueva “doctrina nacional”.
Más aún, en el manejo
de los juicios de “lesa humanidad” el gobierno ha extendido su larga mano sobre
la Justicia ,
con fiscales militantes y jueces presionados. Lo que debió haber sido el arca
de la alianza del Estado de Derecho se convirtió en una operación donde los
acusados, condenados de antemano sin distinción, fueron rodeados de un
elaborado festival mediático y sometidos, antes y después, a condiciones de
detención que parecen más propias de la venganza que de la justicia.
Los derechos humanos
están siendo manipulados, desnaturalizados y hasta violados por el gobierno, y
esto corroe la base del Estado de derecho.
¿Quién habla desde la
sociedad ? ¿Cuál ha de ser la voz autónoma y autorizada, la Amnesty local que defienda
los derechos humanos, rectamente entendidos? ¿Cómo contradecir los dichos de
una organización como Madres, todavía amparada por su historia? Su símbolo, el
pañuelo, acaba de ser convertido en emblema nacional, con el apoyo casi unánime
de los diputados. Al igual que en casos anteriores, como el de YPF, la
manipulación discursiva del gobierno ha sido magistral. Ni Perón habría logrado
una síntesis similar entre Estado, gobierno, movimiento y doctrina.
A principios del
siglo XX Émile Durkheim, fundador de la sociología y eminente republicano,
sostuvo que el Estado -sus oficinas, sus funcionarios, sus gobernantes- es el
lugar donde la sociedad puede pensar sobre sí misma. En su opinión, Estado y
sociedad deben ser esferas articuladas pero independientes. Para ello, la
sociedad civil necesita su propio proceso de reflexión y sus voceros, que
participen en las deliberaciones del Estado pero conservando su capital más
importante: la autonomía.
Hoy la Argentina debe
reconstruir su Estado, literalmente pulverizado, pero también tiene que
impulsar la organización y expresión autónoma del mundo asociativo, que
afortunadamente es denso, diverso, laborioso y creativo. Es el momento para que
la sociedad civil reconstruya aquella unidad de propósitos y valores que tuvo
durante la dictadura.
Debe retomar la
bandera de los derechos humanos, sin duda, pero también ha de sumar otras,
vinculadas con los problemas de la hora, como la corrupción y la transparencia.
Y además, debe estar atenta para que ningún gobierno se apropie de sus
organizaciones y emblemas.