por CARLOS DANIEL
LASA
• JULIO 21, 2014
El peronismo domina y
sigue dominando el escenario político argentino de los últimos 70 años. Entre
algunas de sus conquistas, ha logrado configurar un perfil de político que ha
sido asumido por la mayoría de la dirigencia argentina.
Mi interés por
conocer la constitución más profunda de este sujeto es de antigua data. Mi
experiencia personal en el trato con algunos de ellos me ha enseñado que es
difícil saber quiénes son. La identidad de estos sujetos pareciera no existir:
su ser real puede llegar a coincidir con los más diversos papeles que van
asumiendo de acuerdo al interés del momento.
He podido observar
cómo políticos de esta catadura han podido mantener una reunión con un
marxista, con un liberal o con un cristiano y convencer a cada uno de ellos que
nadie como él es un auténtico marxista, liberal o cristiano. Antes de cada
entrevista se calzan la máscara apropiada para encantar a su interlocutor.
Mi pregunta es ésta:
¿hay una cara detrás de la máscara o, simplemente, ésta constituye su verdadera
cara? Me inclino, sin duda alguna, por la segunda opción. El real rostro del
personaje que vengo describiendo es el resultado de un maridaje de diversas
caretas. Su real face, entonces, es la indeterminación misma.
De esta apuesta por
la indeterminación no puede seguirse, lógicamente, una acción inequívoca y
transparente: todo lo que sobrevenga transitará por una senda esencialmente
sinuosa y tramposa. Su máxima es la de Persio el cual refería en sus Sátiras
(V, 53): “no se vive siempre con idéntico parecer”. Añado a lo de Persio: “…
excepto aquella apariencia que afirma la inestabilidad de todo parecer”. Es
decir, su aspecto coincide con la carencia de toda determinación. Pero, ¿qué
razón ha conducido a este hombre a configurarse desde, en y para la
indeterminación?
En su alma, a mi
juicio, reside una grave enfermedad que es de naturaleza metafísica. Su
voluntad no quiere reconocer que su verdadero ser está atravesado por la
finitud. Ser finito equivale a ser un ser determinado, tanto en el ser como en
la acción. Precisamente es la finitud la que no quiere ser asumida como tal, y
así es como en el primer acto de querer se produce el primer despropósito:
querer ser ilimitado.
Este desborde
ontológico se traduce en una desmesura ética cuya trama más profunda está
constituida por una voluntad de poder cuyo único límite es el poder mismo.
La política,
entonces, se presenta como el escenario ideal en el cual la voluntad experimenta,
a diario, una ausencia total de límites. Esta experiencia de las posibilidades
ilimitadas del querer asemejan a este político a la divinidad: así como Dios
carece de todo límite, él también, en la esfera de lo público, emula la misma
experiencia.
La impunidad es una
consecuencia de su omnipotencia. Este sujeto no puede considerarse en un pie de
igualdad respecto de los demás ciudadanos: su status tiene un rango muchísimo
más elevado que el resto de los pobres mortales. Si su ser está por encima de
todos, entonces también su actuar será diverso. La conducta del ciudadano común
debe regirse por las normas éticas y jurídicas; la suya, en cambio, no puede
ser regulada por ley alguna por cuanto su actuar, producto de su ser in-finito,
desborda todo límite. Si un ciudadano común, de clase media, compra dólares
para conservar sus ahorros, es un “anti-patria”; si él lo hace no podrá tener
censura alguna.
La esencia de toda
forma de corrupción reside, a mi juicio, en el acto inicial de una voluntad
que, negando su esencial finitud, pretende asumirse como infinita. Esta
negación de todo límite en el acto primero de querer, conduce a sucesivos
quereres que se sitúan, siempre, al margen de todo principio, de toda regla
objetiva. Incluso la mismísima persona humana, cuando se presente como un
límite, deberá ser aplastada. Nada ni nadie puede establecerse como un límite
para esta voluntad anética. La acción se apodera y empodera todo: ella es el
único valor porque fuera de la acción nada existe.
La política ha sido y
es concebida, en Argentina, en los términos que acabo de describir. Todos están
convencidos que el camino de un político exitoso es el de seguir la lógica
descripta. Sin embargo, el correlato de este éxito es el estado de una
Argentina cada día más empobrecida, tanto material como culturalmente.
Siempre, en el fondo
de todas las desventuras que nos suceden a los argentinos, nos encontramos con
esta voluntad anética: ella es la que imposibilita la existencia de la República ; es ella la
que destruye, de modo sistemático, sus instituciones: universidades,
hospitales, escuelas; es ella la que nos ahoga toda esperanza de vivir en la
verdad, en la decencia y el progreso.
Sueño con ver a mi
querida Argentina gobernada por políticos que funden su ser y su acción en la
verdad. Me viene a la memoria, en este momento, la máxima de Séneca: “Una
ciudad tarda una generación en construirse, una hora en ser destruida. La
ceniza es obra de un instante; un bosque (es el resultado) de años” (Naturae
quaestiones, 3, 27, 2).
No quisiera que estos
pseudo-políticos hagan de la
Argentina , en un instante, un montoncito de cenizas.