Eduardo Fidanza
La Nación, 26
DE AGOSTO DE 2017
A principios de 1972, Pierre Bourdieu impartió una
conferencia destinada a la polémica. La tituló "La opinión pública no
existe". Su objeto fue cuestionar la validez de los sondeos de opinión
para estudiar la sociedad. No interesa aquí el recelo de Bourdieu hacia las
encuestas que, por otra parte, ya fue respondido. Lo que acaso sea interesante
es reexaminar una falencia inadvertida del método demoscópico que él develó: la
equiparación de opiniones encubre las relaciones de poder. Esa crítica excede a
los sondeos para inscribirse en el realismo político.
Esta escuela desnuda la
naturaleza excluyente y agresiva del poder, más allá de las ilusiones de la
democracia liberal. El ineludible Maquiavelo dio la pista temprano, con una
crudeza que espanta a la corrección política. Conste, entre tantos, un ejemplo:
al referirse a la estrategia apropiada de los imperios para asegurarse el
dominio territorial, el florentino escribió: "Hablando con verdad, no hay
medio ninguno más seguro para conservar semejantes Estados que el de
arruinarlos". Los espartanos, recordaba, habían respetado a Atenas y
Tebas, y las perdieron. Los romanos sometieron a Capua, Cartago y Numancia y
las retuvieron.
Con tono más académico pero no menos incisivo,
Bourdieu les reprochaba a los sondeos suponer que todos están en condiciones de
tener una opinión y que sumar opiniones individuales es aceptar que resultan
igualables. Estas afirmaciones poseen implicancias desagradables e
inconfesables. Al poner en duda que todos puedan tener una opinión se ataca la
universalidad del voto, algo que puede ser plausible pero es inaceptable. En
cambio, cuando Bourdieu cuestiona la adición de opiniones, como si todas
tuvieran igual peso, pone el dedo en la llaga, considerándola una expresión de
ingenuidad democrática.
Se incurre en ella, para poner un ejemplo ameno, si se
suman las opiniones (o los votos) de Juan Pérez, de María Gómez y de Ana García
con los de Hugo Moyano y Mauricio Macri. Esa operación aritmética supone que
todos ellos tienen el mismo poder. Pero sabemos que no es así: Macri y Moyano
luchan por éste en la cumbre de la sociedad, mientras que el resto camina por
la calle, se hacina en el subte, sufre las inclemencias del clima, el trabajo y
la economía.
Ésa es la lección incómoda del realismo político
aplicada a la democracia: el voto constituye apenas una parte del poder. La
otra parte, trabajosa y sórdida, consiste en tejer una trama de fuerzas capaces
de doblegar, si no de someter, al adversario. En eso se cifra el combate por la
supremacía, que va más allá de las encuestas y los comicios.
Max Weber,
tributario del realismo, enlazó tres conceptos para explicarlo: poder,
dominación y disciplina. Se tiene poder cuando se impone la propia voluntad a
otros; se alcanza la dominación cuando se logra la obediencia de los demás; se
obtiene la disciplina cuando esa obediencia es rápida, simple y mecánica.
Si la
anécdota contada en Santa Cruz es cierta, cuando Néstor Kirchner, en un ataque
de furia, gritó una vez "¡La democracia es para la gilada!", demostró
ser un buen discípulo de Weber. Necesitaba los votos, pero sabía que éstos
constituían apenas una condición de posibilidad del poder. Lo más importante
era doblegar voluntades e imponer una obediencia disciplinada. Consiguió su
objetivo, aunque le costara la vida.
La crítica del realismo político a la ingenuidad
democrática se basa en un diagnóstico clásico, difícil de rebatir aun después
de la revolución digital y los algoritmos: la sociedad se desenvuelve en dos
niveles; uno es el del hombre medio, que vive en el llano; el otro es el de las
elites, que habitan la cima. Éstas poseen más poder que los individuos y
desarrollan una lucha perpetua entre ellas. En democracia, la hegemonía de las
elites se matiza con el voto, que puede fijarles límites pero no cambiar su
naturaleza. Al interior de las elites cabe a su vez una distinción: unas se
someten a comicios, como la clase política; otras subsisten más allá de éstos,
como los sindicatos, las iglesias, los empresarios y los medios de
comunicación. A los líderes democráticos les resulta difícil lidiar con ellas.
Y más todavía cuando carecen de mayorías.
Sirvan estos argumentos para mostrar, sin disimulo,
donde se encuentra hoy el Gobierno: está iniciando una lucha por el poder
contra el sindicalismo, después de una buena elección que no subsana sin
embargo su debilidad legislativa. Un nuevo round entre una administración no
peronista y los grandes gremios. Los antecedentes son poco auspiciosos, pero se
observa que Macri no es un abogado cautivado por la República, sino un hombre
del poder, con todo el pragmatismo y la dureza que eso supone. Si fuera así
quizás estemos ante un torneo inédito, con final imprevisible: el Presidente
les disputaría la hegemonía a los sindicatos, antes con el realismo implacable
de Maquiavelo y Kirchner, que inspirado en Alfonsín y el espíritu idealista de
Parque Norte.