La Voz del Interior, 10 de Agosto 2017
Por Julio Suárez*
Estamos convencidos de que no existe un legado
histórico que los países no puedan trascender.
El abordaje del fenómeno de la corrupción implica
introducirse en el análisis de un conjunto de prácticas de intercambio ilegales
cuyo ejercicio no hace diferencia entre los países del norte y los del sur,
desarrollados o subdesarrollados, democráticos o autocráticos.
La corrupción es, por el contrario, una manifestación
globalizada, con intensidades diversas y que comprende ámbitos variados, como
los políticos, sociales, económicos y de gestión.
En nuestro país, es la corrupción en el ámbito
político y de la administración pública estatal (con la intervención ineludible
y cómplice del sector privado) la más generalizada en la percepción común.
Si se tiene en cuenta que el deber de velar por los
intereses del Estado es lo que da sentido y legitimidad a la función pública,
cuando se traiciona ese fin, cuando se lo menoscaba, se produce no sólo un alto
costo económico para el erario público y un fuerte descrédito hacia los
funcionarios públicos (políticos y/o de carrera), sino también un impacto de
desconfianza en todo el tejido social, pues los valores subyacentes al sistema
democrático resultan alterados y se debilita la noción de bien común.
La multiplicidad de medidas para frenar los hechos de
corrupción pueden agruparse en dos conjuntos principales: las preventivas
(actúan antes de la comisión del hecho disvalioso y tienden a evitarlo) y las
de investigación (tienen una actuación posterior a la comisión, con la
finalidad de aplicar un castigo).
La diversidad de programas radiales y audiovisuales
que en todo momento, a toda hora y bajo cualquier formato abordan nuevos casos
de corrupción da muestra del fracaso de la prevención.
La nota titulada “Anticorrupción: 7 condenas y 1 preso
en 13 años”, que publicó La Voz el 4 de junio pasado respecto del caso Córdoba
–pero de similares características en el resto de provincias y a nivel
nacional–, es un ejemplo del fracaso del sistema de investigación y sanción.
Ambos fracasos implican la entronización de la impunidad.
En resumidas cuentas, el combate contra la corrupción
ha ganado amplios espacios en los ejercicios discursivos y retóricos, pero aún
no ocupa un lugar de privilegio en las agendas de los gobiernos (nacional,
provincial y municipal), y los esfuerzos encaminados a transparentar las
gestiones son más dispersos que sistémicos, parciales que integrales y aislados
que globales.
Por ello, para que una “política de transparencia”
pueda llegar a tener éxito debe contarse con lo siguiente:
1) voluntad política para la promoción suficiente de
la iniciativa anticorrupción, que abarque no sólo el primer impulso, sino
también la sustentabilidad en el tiempo.
2) Planificación estratégica que permita elaborar un
proyecto integral en cuya preparación participe el sector público, el privado y
la sociedad en general.
3) Metas y expectativas reales: la eliminación total
de la corrupción aparece como un objetivo que se acerca más a una expresión de
deseos que a una realidad alcanzable. Trabajar en aquellos intersticios
administrativos donde la ciudadanía percibe que se registran los principales
focos de corrupción, y de allí ir avanzando a otras áreas (por ejemplo,
dependencias de obras públicas, habilitaciones, etc.)
4) Atacar los sistemas corruptos. La finalidad
perseguida debe ser no sólo detectar y sancionar a personas corruptas (aunque
es vital condenar a “peces gordos”), sino también desarticular los sistemas que
facilitan la comisión de hechos irregulares.
5) Fortalecer las instituciones de control,
fiscalización y auditoría y combinar las herramientas de prevención con las de
investigación. Las medidas preventivas, como el acceso a la información, la
elaboración participada de normas, pactos de integridad, audiencias públicas,
presupuesto participativo, compras transparentes, monitoreos, declaraciones
juradas e índices de percepción de la corrupción, deben ir acompañadas de
procedimientos investigativos ágiles que permitan la aplicación de sanciones,
produzcan una baja en los niveles de impunidad y logren el recupero de activos
obtenidos de forma ilegal.
Todo ello acompañado de una cultura política y
administrativa que tienda a una gestión pública responsable y no direccionada a
la realización de negocios, individuales o corporativos, indebidos o ilegales.
En definitiva, estamos convencidos de que no existe un
legado histórico que los países no puedan trascender.
Por ello, si se articulan de manera adecuada los
instrumentos repasados, es posible el diseño y la implementación de políticas
de transparencia que logren minimizar los actos de corrupción. Todo lo cual no
sólo es viable, sino también imprescindible para recrear la confianza en la
política y en la administración pública, afianzar las instituciones
democráticas, alcanzar un desarrollo sustentable y contribuir al bienestar
general.
* Magíster en Administración Pública, especialista en
gerenciamiento público, abogado