Andrés Malamud
Politólogo e investigador en la Universidad de Lisboa
La Nación, 11
de abril de 2018
Los contrastes con la Argentina también se manifiestan
en las investigaciones de corrupción, pero al revés. Para empezar, la prisión
de Lula no es preventiva: ya fue condenado en dos instancias. Guste o no, el
expresidente está en la cárcel por sentencia y no por sospecha. La deliberación
de la Corte Suprema, además, se televisó en directo: cada juez se hizo cargo de
su voto y debió fundamentarlo en público. Al lado de Comodoro Py, el circo
judicial brasileño parece una ópera.
"El presidente de la Cámara de Diputados de
Brasil (PMDB) rompe con Dilma. Guerra total: esto no termina hasta que caiga
uno de los dos". Tuiteado desde Río de Janeiro el 17 de julio de 2015, el
pronóstico pecó de optimista: al final cayeron los dos. Hoy Dilma Rousseff, que
todavía sería presidenta, pena como candidata a senadora por Minas Gerais.
Mientras tanto Eduardo Cunha, expresidente de la Cámara y "padre del
golpe", pena en serio: el juez Sergio Moro lo condenó a 15 años de prisión
por corrupción, evasión impositiva y lavado de dinero. Brasil no es para
principiantes, decía Tom Jobim. Tampoco para iniciados, gruñen desde la cárcel los
más de 60 convictos por el Lava Jato, la mayor investigación de corrupción de
la historia.
Los presos recorren todo el espectro ideológico. Y a
su modo, hacen justicia social: en un país patriarcal, con millones de pobres y
mayoría mulata, los convictos son mayoritariamente hombres, blancos y, por
supuesto, ricos. Entre ellos figura Marcelo Odebrecht, uno de los empresarios
más poderosos de Brasil; José Dirceu, expresidente del PT y mano derecha de
Lula, y João Santana, el publicista que diseñó las campañas electorales de
Lula, Dilma, Hugo Chávez y algún político argentino. Porque la alegría no es
solo brasileña.
Los expresidentes presos son una especie prolífica. En
Corea del Sur, un caso modélico para los países en desarrollo, tres de los
últimos seis fueron condenados por corrupción; el cuarto fue más rápido y se
suicidó mientras lo investigaban. Perú es un digno competidor: de los últimos
cinco presidentes hay uno preso, uno prófugo, uno indultado y otro renunciado.
El quinto, Alan García, estuvo exiliado durante diez años y hoy se encuentra
bajo investigación. Los número dos aportan lo suyo: el vicepresidente de
Ecuador está en la cárcel y el de Uruguay tuvo que renunciar. Esta enumeración,
brevísima, muestra que el fenómeno es global y no afecta solo a la izquierda y
a América Latina. Para confirmarlo está Silvio Berlusconi, derechista y
europeo, que fue condenado a prisión, pero contrató mejores abogados que Lula y
está libre.
El fenómeno tampoco es nuevo en Brasil: Lula es el
sexto expresidente encarcelado, aunque es el primero en serlo por un caso de
corrupción. El fenómeno se extiende para abajo y por todo el cuerpo político:
de los últimos siete gobernadores de Río de Janeiro, cinco están bajo
investigación judicial; los otros dos se murieron. De los cinco investigados,
tres ya están presos y el actual gobernador está precalentando. Recuérdese que
Río de Janeiro fue sede de los Juegos Olímpicos y cuenta con los recursos
petroleros del pre-sal. El Estado, sin embargo, está quebrado y paga los salarios
públicos de vez en cuando.
Mientras la democracia brasileña estaba sitiada por el
mal gobierno y la corrupción, llegó la infantería. Con una serie de frases que
van de la desubicación al golpismo, algunos militares (la mayoría en retiro)
salieron al rescate de la moral y las buenas costumbres. Pero quienes se
sorprendieron, como antes con el Lava Jato, es porque solo van a Brasil de
vacaciones.
En 2004 el juez Sergio Moro publicó su ahora famoso
opúsculo en que vaticinaba el Lava Jato bajo el ejemplo del Mani Pulite. En el
mismo año, Jorge Zaverucha, doctorado en la Universidad de Chicago y profesor
en la de Pernambuco, escribía en Folha de São Paulo que "el militarismo es
un fenómeno amplio, regularizado y socialmente aceptado en Brasil".
Zaverucha argumentaba que el Senado no participaba en la promoción de los
generales, que la Justicia Militar podía juzgar civiles aun en tiempos de paz y
que los servicios de inteligencia estaban bajo control militar. De hecho, los
militares habían tenido acceso exclusivo a tres ministerios hasta 1999, cuando
el presidente Fernando Henrique Cardoso creó el Ministerio de Defensa y lo puso
al mando de un civil. Estos enclaves autoritarios se sostenían por la debilidad
civil, pero también por la popularidad de las Fuerzas Armadas. En 2002, un
candidato presidencial llegó a afirmar sobre la dictadura que "los
militares, con todos los defectos de visión política que tuvieron, pensaron a
Brasil estratégicamente". Ese candidato era Lula.
Visto desde la Argentina, donde los militares
perdieron una guerra y organizaron una represión sangrienta, es inadmisible que
las Fuerzas Armadas intervengan en la vida pública. Visto desde Brasil, donde
el odio de clase envenena las relaciones sociales y 60.000 personas son
asesinadas cada año, las Fuerzas Armadas evocan el orden antes que el
autoritarismo. No se trata de justificar, sino de entender. El problema no es
que los militares hablen, sino que los civiles hayan abdicado de controlarlos.
En palabras del periodista Elio Gaspari, la declaración extemporánea del jefe
del Ejército "expuso el peor legado de la breve presidencia de Michel
Temer: él plantó la semilla de la anarquía militar, que estaba adormecida desde
finales del siglo pasado". Brasil es hoy una democracia tutelada, en la que
los uniformados no gobiernan, pero tienen poder de veto.
Los contrastes con la Argentina también se manifiestan
en las investigaciones de corrupción, pero al revés. Para empezar, la prisión
de Lula no es preventiva: ya fue condenado en dos instancias. Guste o no, el
expresidente está en la cárcel por sentencia y no por sospecha. La deliberación
de la Corte Suprema, además, se televisó en directo: cada juez se hizo cargo de
su voto y debió fundamentarlo en público. Al lado de Comodoro Py, el circo judicial
brasileño parece una ópera. Y Lula no está proscripto: la habilitación de las
candidaturas la realizará el tribunal electoral recién en septiembre, un mes
antes de las elecciones. La prisión no anula los derechos políticos hasta su
confirmación por la cuarta instancia. En cualquier caso, las chances de que
Lula sea habilitado son mínimas: según la legislación aprobada en 2010, bajo su
mandato, la condena en segunda instancia gatilla la inelegibilidad.
La narrativa del PT, como sería esperable, alega golpe
y proscripción. Hay dos números que no encajan. El primero es 83, el porcentaje
de popularidad que tenía Lula al terminar su mandato: hasta la oligarquía lo
votaba. El segundo es siete, la cantidad de miembros del Supremo Tribunal
Federal que fueron designados durante las presidencias de Lula y Dilma sobre un
total de 11. ¿Qué pasó desde entonces para que la mitad de la población, tres
cuartos del Congreso y los jueces nombrados por el PT se hicieran golpistas? El
relato está incompleto si ignora la responsabilidad del PT en su propia debacle
y en la de Brasil.
También en contraste con la Argentina, en Brasil las
clases medias se movilizan más que las populares. Huérfanos de representación
partidaria, los desclasados podrían redoblar la acción directa cortando rutas y
ocupando estancias. La reacción del establishment será inmediata: represión
oficial y profundización de la violencia clandestina. El PT cumplió una función
de estabilización del sistema, legitimándolo en el centro mientras lo reformaba
en los márgenes. Su colapso en soledad sería injusto, pero, sobre todo,
peligroso, porque alimentaría la alienación de los pobres y la impunidad de los
poderosos.
Para la credibilidad de la Justicia y el futuro de la
democracia brasileña, el problema no es Lula preso, sino Temer libre.