Por Dani Rodrik
En el debate
mantenido hace poco en el Parlamento francés para discutir el nuevo tratado
fiscal europeo, el gobierno socialista de Francia negó vehementemente que su
ratificación supusiera una limitación de la soberanía del país. El primer
ministro Jean Marc Ayrault afirmó que el tratado no impone "ninguna
restricción en el nivel del gasto público" y agregó que "el
Parlamento de la
República Francesa conserva la soberanía
presupuestaria". Mientras, el comisario europeo de Competencia, Joaquín
Almunia, opinó que para que Europa salga adelante, debe demostrar que no hay un
conflicto entre globalización y soberanía.
A nadie le gusta
ceder soberanía, pero al negar el hecho evidente de que para que la eurozona
sea viable es necesario restringir la soberanía, los líderes europeos engañan a
sus votantes, retrasan la europeización de la política democrática y aumentan
el costo político y económico a pagar.
El objetivo al que
apunta la eurozona es lograr la plena integración económica de la región, lo
que implica eliminar los costos de transacción que obstaculizan las actividades
comerciales y financieras transfronterizas. Para que esto sea posible, los
gobiernos deben abstenerse de aplicar restricciones directas al comercio y los
flujos de capital; pero además deben armonizar con los otros Estados miembros
sus normas y reglamentos nacionales, para evitar que opongan barreras
indirectas al comercio. Y deben comprometerse a no hacer cambios en estas
políticas.
El proyecto de
integración europea supuso restricciones a la soberanía. La incertidumbre que
ahora pesa sobre su futuro se debe a que la soberanía volvió a interponerse en
el camino del proyecto. En una unión económica auténtica, sostenida por
instituciones comunes, los problemas financieros de Grecia, España y otros no
se habrían agigantado hasta el punto de amenazar la existencia de la unión.
Podemos hacer una
comparación con Estados Unidos: allí, a nadie se le ocurre llevar registro de
(por decir algo) el déficit de cuenta corriente entre Florida y el resto del
país (aunque es casi seguro que ha de ser enorme, ya que en Florida residen
muchos jubilados que viven de prestaciones sociales financiadas con fondos de
otros lugares). Si el gobierno de Florida se declarara en bancarrota, sus
bancos seguirían funcionando normalmente, porque están bajo jurisdicción
federal. Si fueran los bancos de Florida los que cayeran, las finanzas del
estado no se verían afectadas, porque los bancos son responsabilidad de instituciones
federales. No parece que a los estados de la Unión les sobre soberanía.
Hay que sumar a eso
cierto malentendido sobre la relación entre soberanía y democracia. Restringir
la soberanía no siempre es antidemocrático. En politología se habla de
"delegación democrática", esto es, la idea de que para lograr mejores
resultados, hay ocasiones en las que el soberano tal vez prefiera circunscribir
su poder. El mayor ejemplo es el de los bancos centrales independientes, en los
que se delega la gestión diaria de la política monetaria para aislarla de los
vaivenes políticos y obtener mejor estabilidad de precios.
Claro que no está
garantizado que todas las limitaciones implícitas en la integración de mercados
vayan a funcionar. En la política interna de cada país, el alcance de la
delegación se calibra con mucho cuidado para restringirla a unas pocas áreas
donde las cuestiones suelen ser extremadamente técnicas y las diferencias entre
los partidos no son significativas. Para combinar integración de mercados con democracia
deben crearse instituciones políticas supranacionales representativas y
obligadas a rendir cuentas. El conflicto entre democracia y globalización
adquiere proporciones graves cuando esta última restringe la articulación local
de las preferencias políticas, sin ofrecer a cambio una ampliación del espacio
democrático en el nivel regional o global. La agitación en España y Grecia
indica que Europa ya fue demasiado lejos en ese sentido.
Aquí entra en juego
mi trilema: no se puede tener globalización, democracia y soberanía nacional al
mismo tiempo. De las tres, hay que elegir dos. Si los líderes europeos quieren
conservar la democracia, deberán elegir entre la unión política y la
desintegración económica. O renuncian a la soberanía económica o bien comienzan
a emplearla en beneficio de sus ciudadanos. Lo primero supone sincerarse con
los respectivos electorados y construir un espacio democrático por encima del
nivel de las naciones Estado. Lo segundo, renunciar a la unión monetaria y
activar políticas monetarias y fiscales de nivel nacional que sirvan a una
recuperación sostenida.
Cuanto más posterguen
esta decisión, mayor será el costo económico y político que habrá que pagar en
definitiva..