por CARLOS DANIEL LASA
Fuera los Metafísicos, JUNIO 10, 2017
¿Por qué el discernimiento está reemplazando a la
doctrina?
Hace un tiempo publicamos un artículo titulado “Doctrina
y discernimiento en la Iglesia Católica”. Allí nos ocupábamos de comentar una
entrevista hecha al General de los jesuitas, al Padre Arturo Sosa. Este
sacerdote sostiene que: “La Iglesia se ha desarrollado durante siglos, no es un
pedazo de cemento armado… ha nacido, ha aprendido, ha cambiado… para esto se
hacen los concilios ecuménicos, para puntualizar los desarrollos de la
doctrina. Doctrina es una palabra que no me agrada mucho ya que conlleva en sí
la dureza de la piedra. Por el contrario, la realidad humana es más matizada,
no es jamás blanca o negra, es un desarrollo continuo…”. Ante esta anterior
afirmación, el entrevistador Rusconi le pregunta: “¿Existe una prioridad de la
praxis del discernimiento sobre la doctrina?” Y Sosa le responde: “Sí, aunque
la doctrina forma parte del discernimiento. Un verdadero discernimiento no
puede prescindir de la doctrina”.
Veamos: ¿por qué, para el Padre Sosa, existe una
prioridad de la praxis del discernimiento sobre la doctrina (o, simplemente,
manifiesta un evidente desagrado para con esta última)? Pareciera que la
doctrina no le resulta particularmente agradable por cuanto la misma es
sinónimo de dureza, de inmovilismo y, por esta razón, se le presenta como
opuesta a una vida que es movimiento, desarrollo continuo. El discernimiento,
en cambio, va asumiendo ese desarrollo o movimiento incesante, permitiendo, en
consecuencia, que la Iglesia siempre esté presente en la vida de los hombres y
de los pueblos. Y como en esta postura el discernimiento es acto primero, el
mismo va a ejercer cambios profundos en la doctrina para ponerla en consonancia
con la vida de los hombres y de los pueblos.
Cabe preguntarse: ¿qué presupuestos filosóficos anidan
en esta posición del Padre Sosa?
No nos cabe duda alguna que la postura que se esconde
detrás de la doctrina actual del discernimiento es una razón, que
calificaríamos como romántica, y que encuentra en Herder a su principal mentor.
Herder, al igual que los románticos, se oponen a una visión fragmentada propia
del iluminismo, el cual establece una escisión entre razón y sentimiento,
cuerpo y alma. Para ello, Herder asumirá la categoría de expresividad como la
noción central de su pensamiento. Así, entonces, tanto la vida humana como su
actividad serán consideradas como expresiones. Aquí es preciso advertir que
esta doctrina no implica una vuelta a la metafísica (como si la expresión fuese
concebida como una manifestación de un orden ideal que existe de un modo
independiente del pensar y del querer del hombre, quien está llamado a
realizarlo): para el romántico, expresión no es sino la concretización, en la
realidad externa, de algo que sentimos o deseamos.
Esta teoría expresivista de Herder permite la difusión
de una concepción que sostiene que, tanto el individuo como cada pueblo, tienen
su propia manera de ser. Para este expresivismo, entonces, la idea que realiza
el hombre no está determinada de antemano, como en Aristóteles, sino que estará
completamente fijada cuando llegue a su cumplimiento ‒de allí la singularidad de
cada hombre y de cada pueblo‒. Pero hay más. El expresivismo añade esto: que la
realización de una forma mediante la acción, clarifica o determina lo que esa
forma es. Tanto el sujeto como el pueblo sólo pueden clarificar sus
aspiraciones, sus propósitos, al manifestarse.
La realización de la forma permite, además, develar su
sentido. La auto-conciencia sólo se alcanza luego de la expresión, esto es,
luego de la realización en la realidad externa de algo que sentimos o deseamos.
Aparece, como puede advertirse, una nueva idea de racionalidad: ésta ya no es
principio de conformidad con el orden eterno de las cosas, manifestado en la
naturaleza, sino auto-claridad (Besonnenheit). Sólo en la expresión se alcanza
la completa mismidad y sólo en ella conquistamos la libertad; ser libre, así,
equivale a la auto-realización. La verdad no es previa al desarrollo: sólo se
despliega en la realización.
Lo referido nos pone de manifiesto que en el
expresivismo reside un a priori: todo sujeto, sea individual o colectivo, que
se auto-realice y auto-esclarezca, debe ser reconocido como valioso
intrínsecamente.
De lo dicho hasta el momento puede advertirse que
el punto de partida de esta concepción no es el ser (objeto propio de la metafísica)
sino el modo de ser de cada hombre y de cada pueblo. Pero entonces, si la
inteligencia humana no puede encontrarse jamás frente al ser como principio
constitutivo de todo lo que es, sino frente a diversos modos de ser, históricos
y situados, entonces resulta imposible a esta inteligencia adquirir verdades
que tengan validez universal y necesaria y que sean trans-históricas: la
inteligencia será capaz de conocer categorías aplicables sólo a un determinado
modo de ser e imposible de transferir a otros. Si no hay ser sino sólo modos
del ser, entonces no pueden existir principios comunes a todo lo que es. La
universalidad de la verdad, en consecuencia, cede su puesto a un conocimiento
regional e histórico, expresión de un modo de ser concreto.
La reflexión teológica, consecuentemente, ya no podrá
partir de verdades eternas, trans-históricas, que existan por encima de los
modos del ser; la reflexión teológica pasará a ser una meditación situada,
encarnada en la vida peculiar de cada pueblo, de cada comunidad histórica. Y
como cada pueblo, en tanto que es, es, a la vez, verdadero y bueno, en él
reside una sabiduría de la cual es preciso echar mano para realizar una
inteligencia de la fe cristiana (que, en tanto encarnada, sufrirá los avatares
cambiantes del hacerse de los pueblos).
Este será el trabajo de discernimiento que deberá
realizar esta nueva Iglesia. Esta nueva “teología”, de impronta romántica,
conlleva una nueva noción de ser y de verdad que da lugar a una fragmentación
de la fe y de la vida de la Iglesia. Para esta visión particularizada de la fe,
la doctrina de la Iglesia Católica predicada durante dos mil años se presenta
como el enemigo a vencer por cuanto la misma es manifestación de unidad y no de
diversidad. Para horadarla será preciso alentar los diversos modos de expresar
y vivir la fe católica.
Cuando el cristiano viva, practique esta diversidad
esencial, la fe común y universal de la Iglesia pasará a ser una pieza de museo
y, si bien es cierto que la Iglesia podrá hacerse una con el mundo, no podrá
evitar conducirse a su propio suicidio.