6 de junio de 1535
En 1529 fue nombrado Canciller o Ministro de
Relaciones Exteriores. Pero este altísimo cargo no cambió en nada su sencillez.
Siguió asistiendo a Misa cada día, confesándose con frecuencia y comulgando.
Tratable y amable con todos. Alguien llegó a afirmar: "Parece que lo
hubieran elegido Canciller, solamente para poder favorecer más a los pobres y
desamparados". Otro añadía: "El rey no pudo encontrar otro mejor
consejero que este". Pero Tomás, que conocía bien cómo era Enrique VIII,
declaraba con su fino humor: "El rey es de tal manera que si le ofrecen
una buena casa por mi cabeza, me la mandará cortar de inmediato".
Ya llevaba dos años como Canciller cuando sucedió en
Inglaterra un hecho terrible contra la religión católica. El impúdico rey
Enrique VIII se divorció de su legítima esposa y se fue a vivir con la
concubina Ana Bolena. Y como el Sumo Pontífice no aceptó este divorcio, el rey
se declaró Jefe Supremo de la religión de la nación, y declaró la persecución
contra todo el que no aceptara su divorcio o no lo aceptara a él como reemplazo
del Papa en Roma. Muchos católicos tendrían que morir por oponerse a todo esto.
Tomás Moro no aceptó ninguno de los terribilísimos
errores del malvado rey: ni el divorcio ni el que tratara de reemplazar al Sumo
Pontífice. Entonces fue destituido de su alto puesto, le confiscaron sus bienes
y el rey lo mandó encerrar como prisionero de la espantosa Torre de Londres.
Santo Tomás y San Juan Fisher fueron los dos principales de todos los altos
funcionarios de la capital que se negaron a aceptar tan grandes infamias del
monarca. Y ambos fueron llevados a la torre fatídica. Allí estuvo Tomás
encerrado durante 15 meses.
Verdaderamente hermosas son las cartas que desde la
cárcel escribió este gran sabio a su hija Margarita que estaba muy desconsolada
por la prisión de su padre. En ellas le dice: "Con esta cárcel estoy
pagando a Dios por los pecados que he cometido en mi vida. Los sufrimientos de
esta prisión seguramente me van a disminuir las penas que me esperan en el
purgatorio. Recuerda hija mía, que nada podrá pasar si Dios no permite que me
suceda. Y todo lo permite Dios para bien de los que lo aman. Y lo que el buen
Dios permite que nos suceda es lo mejor, aunque no lo entendamos, ni nos
parezca así".
El día en que Margarita fue a visitar por última vez a
su padre, vieron los dos salir hacia el sitio del martirio a cuatro monjes
cartujos que no habían querido aceptar los errores de Enrique VIII. Tomás dijo
a Margarita: "Mire cómo van de contentos a ofrecer su vida por Jesucristo.
Ojalá también a mí me conceda Dios el valor suficiente para ofrecer mi vida por
su santa religión".
Tomás fue llamado a un último consejo de guerra. Le
pidieron que aceptara lo que el rey le mandaba y él respondió: "Tengo que
obedecer a lo que mi conciencia me manda, y pensar en la salvación de mi alma.
Eso es mucho más importante que todo lo que el mundo pueda ofrecer. No acepto
esos errores del rey". Se le dictó entonces sentencia de muerte. El se
despidió de su hijo y de su hija y volvió a ser encerrado en la Torre de
Londres.
En la madrugada del 6 de julio de 1535 le comunicaron
que lo llevarían al sitio del martirio, él se colocó su mejor vestido. De buen
humor como siempre, dijo al salir al corredor frío: "por favor, mi abrigo,
porque doy mi vida, pero un resfriado sí no me quiero conseguir". Al
llegar al sitio donde lo iban a matar rezó despacio el Salmo 51:
"Misericordia Señor por tu bondad". Luego prometió que rogaría por el
rey y sus demás perseguidores, y declaró públicamente que moría por ser fiel a
la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Luego enseguida de un hachazo
le cortaron la cabeza.
Tomás Moro fue declarado santo por el Papa en 1935. Un
sabio decía:
"Este hombre, aunque no hubiera sido mártir,
bien merecía que lo canonizaran, porque su vida fue
un admirable ejemplo de lo que debe ser el
comportamiento de un servidor público:
un buen cristiano y un excelente ciudadano".