Jorge Martínez
La Prensa, 21-3-20
Es muy raro lo que generó
esta pandemia. Decir que es pánico resulta poco. Es una paranoia, una histeria,
una psicosis alimentada por la sobreinformación y por las medidas draconianas
que, siguiendo las mismas recomendaciones internacionales, van adoptando uno
por uno los gobiernos en todo el mundo.
Lo más preocupante es que el
remedio podría ser peor que la enfermedad. Pero eso casi no puede decirse ya.
Gobiernos, científicos y medios de comunicación están alineados en un mismo
discurso del que no quieren (o no pueden) bajarse, y con el que el resto de los
mortales tampoco pueden disentir, so pena de ser acusados de propagar el virus.
La trampa mental perfecta.
Y todo esto ocurre mientras
sigue sin saberse mucho de la enfermedad. La información que circula es
contradictoria y más bien incompleta. Hay datos alarmantes, es cierto, pero
también se conocen cifras que deberían relativizar el pánico. La cantidad de
muertos en Italia desconcierta, pero justamente por lo excepcional, no porque
sea la norma mundial. El factor de la edad de los pacientes parece tener mucho
peso. Días atrás se difundió que el 99% de los fallecidos eran ancianos con dos
o tres enfermedades previas. Un dato incluso superior a lo que se sabía de
China, que situaba el porcentaje en el 80%.
No está claro cuál es el
índice de mortalidad. Los números varían mucho y dependen, desde luego, de la
cantidad real de infectados, que no hay forma de determinarla. Sabido es que,
salvo en Corea del Sur, los exámenes escasean, demoran y pueden ser defectuosos
y dar falsos positivos (como sucede con otras enfermedades). También existen
testimonios directos de personas a las que se contó como positivos sólo porque
presentaban síntomas compatibles con el coronavirus, que como se recuerda son
casi los mismos del resfrío o la gripe. En España le dicen "diagnóstico
por teléfono".
Pero hay más incertidumbres.
Un experto alemán (el epidemiólogo Wolfgang Wodarg) expresó sus dudas acerca de
que este coronavirus sea en verdad un virus nuevo, que fue el motivo de la
preocupación inicial de los especialistas. Tampoco está muy claro cómo y cuándo
surgió. Parece cierto que fue descubierto en China, pero el régimen chino
insiste que fue traído desde el exterior por soldados estadounidenses que
participaban de unas competencias deportivas en Wuhan. Ese dato, que bien puede
ser un argumento de la propaganda oficial comunista, prácticamente no aparece
en la prensa occidental, al menos la de alcance masivo. Del otro lado, el presidente
Donald Trump no para de hablar del "virus chino". ¿Hay algo más en
juego? No lo sabemos.
Siguen las rarezas. Alguien
señaló con ironía que el virus parece tener predilección por los políticos,
pese a que es un segmento ínfimo de la población. Pasó en Irán, en Italia, en
Brasil, en España. A propósito de España, una de las primeras infectadas fue la
ministra feminista Irene Montero, de inmediato recluida en cuarentena. Pero a
los pocos días su esposo, el vicepresidente Pablo Iglesias, rompió el encierro
común para asistir a una reunión de gabinete. Hubo algunas protestas de otros
funcionarios pero el tema no pasó a mayores. Iglesias sigue en actividad. Para
él no hubo prisión ni multas.
El barbijo cumple un papel
clave. Transmite una sensación de contagio inminente, de peligro general, como
si la enfermedad estuviera en el aire y cualquiera fuera a contraerla con sólo
respirar o asomarse a la calle. Los expertos repiten que sólo deben usarlo los
enfermos y el personal médico, pero el mensaje cayó en saco roto. "Estamos
difundiendo un pánico bestial", protestó en televisión el infectólogo
argentino Fernando Polack. Lo dijo y la entrevista siguió como si nada.
En este contexto de pánico
exagerado y datos insuficientes, casi todos los gobiernos -el argentino
incluido- apelan a cuarentenas para disminuir la circulación del virus y
aliviar los sistemas de salud. ¿Funcionarán? Nadie lo asegura. Lo único cierto
son los daños que causarán. Economías en recesión o depresión, familias
tensionadas al máximo, ancianos que una vez infectados no se permitirá visitar,
ni siquiera cuando estén al borde de la muerte (ya lo anticipó el presidente de
una empresa de medicina privada argentina), la fractura de la convivencia
social, el estímulo a la delación ("¡Mi vecino violó la
cuarentena!"), la desconfianza generalizada, y la obediente aceptación de
otro virus mucho más peligroso que el que provocó todo el desquicio.
El virus
de un gobierno mundial totalitario que, con la excusa de detener una plaga,
podrá ordenar la suspensión de misas y sacramentos, sofocar las libertades,
prohibir la libre circulación, uniformar los pensamientos, perseguir a
"disidentes sanitarios", aplicar curaciones y vacunaciones
compulsivas y cambiar para siempre la vida de la especie humana. No es poca
cosa.