Monseñor Héctor Aguer
Infocatólica, 05/03/20
En la Argentina actual, aun
quienes no frecuentan la literatura saben qué es «el Relato», y hablan de él.
No se trata de una simple narración, la crónica -por ejemplo- de un viaje, una
historia de piratas como las que nos apasionaban de niños, abundantes en
detalles minuciosos sobre personas y lugares. Un relato es un cuento, y piratas
han existido siempre. «El Relato» que arman los políticos en trance de campaña,
o por afán de perdurar se parece al «cuento del tío», como el que sufren a
menudo ancianos jubilados a quienes birlan sus magros ahorros. Solo que está
destinado a millones de votantes; muchos de esos ciudadanos están
entusiasmados, una mitad más o menos, y la otra mitad, resignados.
De un modo específico,
singularísimo, «el Relato» es el que cubre con un manto de heroísmo la década
«ganada» para algunos, «robada» para otros. Sin embargo, hay que reconocer que
existe una tendencia, en la política argentina, a elaborar relatos. Estos
cuentan con relatores, sean profesionales habilitados para servicio de las
corporaciones mediáticas, sean movidos por coincidencia ideológica o devoción
personal. En general, todo tiene su precio, su costo, nada es gratis. Detrás,
como usina y sostén puede haber un partido político, una alianza electoral, una
personalidad carismática con su entorno de cómplices y beneficiados; la
aspiración es lograr reunir o sostener en el tiempo una multitud de militantes
convencidos de la veracidad o de la utilidad del relato, que lo profesen y
difundan como única verdad.
Me interesa afirmar en estas
líneas que el relato, «el Relato» es la mentira. Me atrevería a decir que,
después de todo, la Argentina es un país que vive mintiéndose a sí mismo; el porcentaje superior de votos obtenidos
en una elección convierte al relato en discurso oficial, como si fuera la
Verdad. La mayoría de los políticos, los más exitosos especialmente, están
acostumbrados a mentir; han perdido la noción de la diferencia entre verdad y
mentira. El pueblo sencillo lo sabe, y se resigna. Si les concedemos que tienen
buena intención -no podemos ser jueces de esa intimidad- habría que aceptar que
no tienen conciencia de estar haciendo algo malo. Propongo explorar brevemente
la cuestión de la mentira.
La tradición ética de
Occidente, con base greco-romana e iluminada por el pensamiento bíblico a
través del cristianismo, ha distinguido tres tipos de mentira: materialmente,
la mentira es el enunciado o dicho falso, que no corresponde a la realidad de
las cosas; en una consideración formal es la decisión de decir algo que es
objetivamente falso, de presentarlo como si fuera verdad. De hecho,
efectivamente -aunque la distinción con lo anterior parezca sutil-, mentira es
la voluntad expresa de engañar, la intentio fallendi que decían los medievales,
quienes remarcaban que en esa intención consiste principalmente el pecado de la
mentira. Puede ser de palabra, de hecho o con gestos, con señas que expresen el
caprichoso arbitrio; siempre es pecado.
De acuerdo con la triple distinción
anterior -materialiter, formaliter, effective- cabe preguntarse: si los
emisores del relato, que no es verdad porque no coincide con la realidad de las
cosas, lo proclaman voluntariamente sabiendo que no es verdad, ¿simplemente se
equivocan y por ligereza o por hábito arrastran al error a los demás, o siempre
tienen intención de engañar?.
La mentira es lo que se dice
contra mentem, escribió Tomás de Aquino. Podría ocurrir, hipotéticamente, que
alguien enuncie un dicho falso creyendo que es verdadero; corresponde que esa
persona diga lo que piensa, lo que percibe con su inteligencia, y que no haya
intención de engañar. Esta distinción permite esbozar una semidisculpa: es
sabido que muchos políticos carecen de un conocimiento adecuado de las
cuestiones que deben abordar en cumplimiento de sus funciones; hablan con una
buena cuota de inconsciencia, o siguiendo la indicación de las decenas de
asesores que cada uno tiene a sueldo.
Me estoy refiriendo a la situación
patética de no pocos legisladores. Quizá se consideran más de lo que son; en
esto incurren en otro tipo de mentira, la jactancia. He hablado de semidisculpa
porque en realidad tienen la obligación de estudiar, y conocer responsablemente
aquello que deben resolver, y de lo cual depende en una u otra medida el bien
común.
La
actividad política es, por esencia, de carácter moral, y esta condición implica
a la voluntad, que pone en ejecución la verdad que se percibe como bien. Este
débito moral de la política se cumple en una virtud aneja a la justicia que se
llama verdad. Por honestidad, por decencia, todos debemos
al prójimo la verdad. No se puede vivir sin creer a los otros; sin el
cumplimiento de esa deuda moral que tenemos con los demás, la vida social se
hunde en la injusticia. «El Relato» incluye una buena proporción de
desvergüenza, complicidad manifiesta o subrepticia con la corrupción.
El caradurismo de algunos
políticos pasa airosamente todas las pruebas de detección. La tolerancia social
de tales situaciones permite erigir monumentos a los peores, que engrosan la
lista de próceres en una historia de opereta. Un problema grave se afinca en
una pólis cuando ya no se valora espontáneamente la decencia y por consiguiente
no se repudia también, espontáneamente, la inmoralidad. El conocimiento
objetivo de la realidad y la posibilidad de convertirlo en bien realizado
resultan estragados por el relativismo gnoseológico y ético, o por la
convicción errada de que el modelo del hombre y su proyección familiar y social
es el resultado de la mera evolución cultural, de la invención inmanentista del
sujeto. El hombre sería autor de sí mismo sin referencia alguna a un orden
objetivo que es externo en cuanto a su origen y fundamento, pero introyectado
como ley en la propia naturaleza personal.
La evolución del pensamiento
jurídico - político en el siglo XX ha otorgado pretensión teórica a ese
movimiento cultural: el positivismo jurídico de Kelsen y su «teoría pura del
derecho», la expansión de los neomarxismos, el surrealismo de la revolución
cultural y el ateísmo práctico y radical de Gramsci, que propone una «concepción
moderna de la vida» como religión de la inmanencia, han formado en nuestras
universidades una generación de políticos para quienes no tiene sentido una
Verdad trascendente que ilumina y conduce en la realización de una justicia
triunfante de las ideologías porque está apegada al bien social que puede
alcanzarse, con objetividad, según es posible en este mundo.
El influjo social de la
cultura y los procesos educativos tienen su parte en la formación de la
personalidad, pero todo hombre que se no se haya deshumanizado hasta una
especie de degeneración, ama la verdad, desea conocerla sobre todas las cosas,
y procura hallarla con todas sus fuerzas. Existe una profunda armonía entre la
Verdad del ser, del mundo y de Dios, y la virtud de la verdad por la cual se
desecha la mentira. Fue Aristóteles quien enseñó la identidad entre verdad y
realidad; una afirmación de nivel metafísico fundamental para la formación del
hombre y el ordenamiento de la pólis. Nada que ver con el cínico pragmatismo de
«la única verdad es la realidad». El influjo negativo de una cultura
globalizada que puja para imponerse, lleva a enunciar nuevos «derechos humanos»
contrarios a la naturaleza y a discriminar pertinazmente a los verdaderos. «El
Relato» se empecina en negar la realidad; en eso cifra su carácter falaz.
La Argentina padece las
consecuencias de décadas de «Relato»; de continuo surgen nuevas versiones. Me
permito evocar uno que sigue haciendo mucho daño. Es increíble que el mito de los treinta mil desaparecidos se convierta
en «verdad» obligatoria; lo es por ley en la Provincia de Buenos Aires,
promulgada por el gobierno de Cambiemos. Ahora proyectan -me refiero al
nuevo gobierno-, con impertinencia pasmosa, endilgarnos una ley contra el
«negacionismo», como si el horror de las ocho mil y pico de víctimas de la
dictadura pudiera igualarse a los horrores máximos de la Shoah, o el genocidio
armenio.
Persisten
en querer imponer que esa tragedia de nuestra guerra interna fue un genocidio y
así se alimenta irremediablemente el odio y el afán de venganza. Entre tanto,
las víctimas de los «jóvenes idealistas» esperan en vano un reconocimiento, y
algunos miembros de las «formaciones especiales» son funcionarios del gobierno,
ellos o sus panegiristas.
Nuestro país se encuentra en
un punto crucial de su derrotero; de continuar por esa ruta de la mentira, se
irá desgastando lo que resta del ser nacional. La angostura económica y
financiera debida a décadas de «Relato», constituye el soporte material,
simbólico, de una ruina mayor. En otras oportunidades me he extendido en
apuntar una lista de nuestras desgracias; ahora evoco solo algunas: la
destrucción del matrimonio y la familia; el desprecio de la vida, manifiesto en
las noticias cotidianas, que está en la base de numerosos delitos; la
desorientación de las generaciones jóvenes que no encuentran sentido y norte
para su existencia; las esperanzas siempre frustradas de los pobres; el egoísmo
de los afortunados a quienes solo importa su propio bienestar; la corrupción de
los gobernantes, empeñados en zafar de las penas que corresponden a su traición
a la patria; la irreligión creciente de las élites... así podría continuar un
buen trecho.
Entre paréntesis, es
interesante notar por quién juran ahora muchos funcionarios, la intrascendencia
quizá los ponga a salvo de la demanda. Por lo menos, al no invocar a Dios no
perjuran.
Esta serie de males es una
pincelada de una visión apocalíptica. Para balancear correctamente la realidad,
habría que tomar en cuenta a tantos argentinos de bien que hacen presente el
filum que nos conecta con los argentinos de antaño, los que supieron hacer aquello de lo cual vivimos todavía porque
concibieron la autoridad como un servicio y no como un medro. Nos resta aspirar
a que surjan, del anonimato, por las vías que están en el secreto de la
Providencia, para regenerar desde dentro la vida política y hacer vigente en
ella la verdad, sin relato alguno.