y la «teología del pueblo»
Monseñor Héctor Aguer
Infocatólica – 26/03/20
El 12 de septiembre de 2006,
Benedicto XVI pronunció en la Universidad de Ratisbona un discurso académico
que, por la amplitud de la visión teológica, filosófica e histórica que lo
inspiró, y por la profundidad de los conceptos, podría ser tema para una tesis
doctoral. En ese texto el pontífice mostraba el carácter providencial del
encuentro entre el mensaje bíblico y el pensamiento griego, es decir, entre la
revelación divina y la realización culminante del esfuerzo humano por conocer
la verdad. El acercamiento entre ambas dimensiones había comenzado ya cuando el
«Yo Soy» (Yahweh) del Nombre de Dios es interpretado en términos metafísicos.
La versión griega del Antiguo Testamento, producida en Alejandría y concluida
alrededor del año 150 a.C es llamada «de los Setenta», en virtud de una leyenda
sobre su origen. Esa es la Sagrada Escritura que la Iglesia recibió de Israel;
en ella se expresa un nuevo estadio de la comunicación de Dios al hombre, un
encuentro entre fe y razón; religión e ilustración. El libro de los Hechos de
los Apóstoles registra la visión de Pablo (16, 9 s.) que es llamado a pasar a
Grecia. Se produjo entonces una diábasis, un pasaje o tránsito providencial,
una sucesión: de los judíos a los gentiles.
Benedicto XVI señala que el
encuentro entre el mensaje bíblico y el pensamiento griego no era una simple
casualidad, sino la necesidad intrínseca de un acercamiento entre la fe bíblica
y el filosofar griego. Por eso el Papa Ratzinger puede decir que el patrimonio
griego, críticamente purificado, forma parte integrante de la fe cristiana. De
hecho, solo así pudieron formularse los dogmas trinitarios y cristológicos de
los siglos IV y V.
En la lección de Ratisbona
se vindica el carácter científico de la theología ante el reduccionismo del
concepto de ciencia al ámbito experimental, o de la lógica matemática. La
ruptura de la síntesis entre espíritu griego y espíritu cristiano ya comenzó en
la Baja Edad Media, con el voluntarismo de Juan Duns Escoto, quien presentó una
imagen de Dios arbitrario, que no está atado a la verdad y al bien, que es Él
mismo. Empero, la ruptura se verificó en un proceso de deshelenización, en tres
etapas. La última se encuentra en plena realización actualmente, y en ella echa
raíces con sus fundamentos confesos la «teología del pueblo».
La deshelenización comenzó
con la Reforma Protestante, y el principio luterano de la Sola Scriptura.
Lutero negó la canonicidad de los libros del Antiguo Testamento que solo se
encuentran en la versión de los LXX, y que son llamados deuterocanónicos;
considerados por la Iglesia como inspirados por Dios al igual que los que
integran el canon hebreo. Los reformadores repudiaron la sistematización de la
teología realizada con el instrumento filosófico. Kant, el filósofo por
excelencia del protestantismo, llegó a sostener que para dejar espacio a la fe
es preciso renunciar a pensar; Dios y la fe solo serían accesibles a la razón
práctica. Cabe en este punto señalar un desvío presente hoy en la Iglesia, por
el cual se opone «la pastoral» al estudio, profundización y difusión de la
doctrina, de lo cual se desconfía; se advierte esta postura en la formación
sacerdotal, y en la elección de orientaciones populistas de la acción eclesial.
La segunda etapa del proceso
de deshelenización es identificada como el resultado de la teología liberal
protestante de fines del siglo XIX y principios del XX, que tuvo su reflejo en
el ámbito católico en la doctrina del movimiento modernista, descrito y
condenado por San Pío X en la encíclica Pascendi dominici gregis.
Adolf von
Harnack, principal representante de esa corriente, despojaba a Jesús de su
divinidad, y lo reducía a la figura de un maestro de moral; negaba la Trinidad
de Dios y reducía las certezas de la teología, que ya no merecería ser
considerada ciencia. Todos los interrogantes acerca de los grandes problemas
humanos se desplazaron entonces al ámbito de lo subjetivo; la conciencia
subjetiva sería la única instancia ética. Este desplazamiento redujo el ethos y
la religión a una dimensión individual, abriendo camino a todas las patologías
que los afectan.
En su discurso, Benedicto
XVI se refiere brevemente a una tercera etapa de deshelenización del cristianismo,
que se encuentra en plena difusión. Este nuevo horizonte que se pretende
desarrollar es, en mi opinión, el que inspira la «teología del pueblo». Cito
ahora literalmente palabras del pontífice: Teniendo en cuenta el encuentro
entre múltiples culturas, se suele decir hoy que la síntesis con el helenismo
en la Iglesia antigua fue una primera inculturación, que no debería ser
vinculante para las demás culturas. Estas deberían tener derecho a volver
atrás, hasta el momento previo a dicha inculturación, para descubrir el mensaje
del Nuevo Testamento e inculturarlo de nuevo en sus ambientes respectivos. Esta
tesis no es simplemente falsa, sino también rudimentaria e imprecisa.
Recordando que el Nuevo Testamento fue escrito en griego -añado: en la koiné, el
griego hablado, popular- y que ese contacto ya se había verificado en las
últimas etapas del Antiguo Testamento, el pontífice afirma que no se trata de
elementos secundarios, sino que las opciones fundamentales que atañen
precisamente a la relación entre la fe y la búsqueda de la razón humana forman
parte de la fe misma, y son un desarrollo acorde con su propia naturaleza. Se
trata aquí de una voluntad de obediencia a la verdad, y, por tanto, expresar
una actitud que forma parte de los rasgos esenciales del espíritu cristiano.
La valoración del encuentro
intercultural no debe menoscabar la claridad de la misión de la Iglesia, que es
hacer que todos los pueblos sean discípulos de Cristo, y por medio de la fe los
hombres alcancen la salvación (cf. Mt 28, 19-20; Mc 16, 15-16). Tampoco puede
la Iglesia incorporarse al proceso de deshelenización y, de ese modo, alterar
el sentido de la fe católica para entrar en una sinergia con culturas y
religiones no cristianas, para ampliar el horizonte de la conciencia de la
humanidad. Es fácil advertir que quienes se empeñan en promover la «cultura del
encuentro» -así dicho, sin precisiones- no tienen en mucho la identidad de la
doctrina y la moral católicas. En este contexto se ha desarrollado la «teología
del pueblo». Esta tendencia ha sido presentada a veces como una versión de la
«teología de la liberación», y tanto en su origen cuanto en sus aplicaciones
prácticas está emparentada con lo que ha dado en llamarse «pastoral popular».
Un proemio: considero que la
cuestión básica sería establecer por qué razones esta corriente de pensamiento
y acción debería llamarse theología, ya que no es expresión del lógos de Dios,
desde el cual se puede contemplar toda la realidad y la historia, sino más bien
asunción de la relatividad del tiempo y del devenir. No tiene su fuente en la
revelación bíblica y en la gran Tradición de la Iglesia, sino en la situación
de un pueblo determinado.
Corresponde, en primer
lugar, distinguirla de la enseñanza del Concilio Vaticano II sobre el pueblo de
Dios. En la Constitución dogmática Lumen gentium, la Iglesia, que según allí se
dice es un misterio, es presentada con diversas imágenes: redil, labranza
(agricultura, ager), edificación de Dios, Jerusalén de lo alto y madre nuestra,
Cuerpo místico de Cristo. En el capítulo 2, el texto habla del nuevo pueblo de
Dios, de sus miembros, al cual están llamados a incorporarse todos los hombres:
Este único pueblo de Dios está presente en todas las razas de la tierra, pues
de ella reúne sus ciudadanos, y estos lo son de un reino no terrestre sino
celestial (LG.13). Se señala aquí la universalidad o catolicidad de la Iglesia,
que tiende, eficaz y perpetuamente, a recapitular toda la humanidad, con todos
sus bienes, bajo Cristo Cabeza, en la unidad de su Espíritu (ib.). Entra en la
historia de la humanidad, ya que debe difundirse en todo el mundo, pero
trasciende los tiempos y las fronteras de los pueblos (LG. 9). Es uno y
múltiple. El Concilio se refiere a la Iglesia Católica en términos teológicos,
y la comprende, según la tradición, con su estructura y organización propias.
En la lección de Ratisbona, Benedicto XVI, refiriéndose al diálogo de las
culturas, afirma que invitamos a nuestros interlocutores a este gran lógos, a
esta amplitud de la razón que el mensaje bíblico ha adquirido en su desposorio
con la Hélade.
La «teología del pueblo», en
cambio, representa el movimiento inverso: el lógos ha de someterse a las
culturas y religiones ajenas al mundo bíblico, y diversas; la Iglesia se aliena
en el mundo, atrapada en situaciones sociopolíticas, y así abdica de su unidad
universal, de su trascendencia y de la homogeneidad del desarrollo histórico de
la doctrina dogmática y moral. De este modo quedan trasformados todos los
elementos de una comprensión católica de la Iglesia. La cultura de los pueblos
adquiere primacía; y, como expresión del yo colectivo, es considerada sabiduría
popular, orientada a la praxis como servicio de los pobres.
En las fuentes filosóficas
de esta ideología se encuentra Kant, que separó la fe del conocimiento
metafísico, y Hegel, cuya inspiración se advierte en el planteo dialéctico
pueblo - antipueblo. También influye la filosofía hermenéutica, de la que
procede la praxis interpretativa, a la cual la «teología del pueblo» asigna una
importancia fundamental. Según esta corriente, nuestro conocimiento no llega al
ser, sino a la interpretación que cada cultura tiene de la circunstancia, de su
«estar».
Hermēneia, hermèneuma ,
hermenéusis, significan «interpretación»; el verbo correspondiente equivale a
«expresar el pensamiento por medio de la palabra», «hacer conocer»,
«interpretar», «traducir». La contemplación de lo que es resulta desplazada por
la praxis interpretativa, que es una operación sobre las cosas.
La «teología del pueblo» es
un instrumento operativo. En la Argentina inspira ideológicamente una forma de
pastoral popular, que se desposa con la herencia mítica del populismo
peronista. La fe y la consiguiente actitud religiosa quedan sometidas a lo que cada
pueblo concibe de ellas, según sus circunstancias de tiempo y lugar, y que se
expresa en su cultura. En esta tercera etapa de la deshelenización la unidad
católica, la universalidad de la Iglesia Una -Una, Santa, Católica y
Apostólica- resulta fragmentada según los modos de ser de los distintos pueblos
a los que llega el mensaje evangélico.
La verdad de la doctrina católica pierde
entonces su homogeneidad, contrariando la norma que expresó San Vicente de
Lerins en su Conmonitorio Primero: el desarrollo o evolución debe producirse in
eodum scilicet dogmate, eodem sensu, eodemque sententia. Eodem, eodem, eodem ,
sinifican «lo mismo», la identidad de lo que al inculturarse persevera siendo
siempre idéntico, y por eso siempre actual. Según este Padre de la Iglesia la
heterogeneidad es el error, la herejía. Dice entonces que la novedad del
lenguaje no es uso de los católicos, sino de los herejes. La mala filosofía asumida por la «teología del pueblo», que inspira una
dispersión multicultural con abandono de la herencia greco - romana -
cristiana, lleva a la Iglesia a traicionar la misión que le encomendó su
Fundador, y así la encamina a su ruina.
Los eslóganes atrayentes con
los que se reviste el giro expresado en la «teología del pueblo», disimulan la
verdadera dirección a la cual se empuja a la comunidad de los creyentes, y no
pueden sino confundir a los contemporáneos, a los que la Iglesia debe la verdad
y la gracia salvadoras. Para emplear una elocuente figura del Cardenal Robert
Sarah, comparado con este desmadre, el modernismo de comienzos del siglo XX,
que tantos males provocó, fue «un simple catarro».
¿Qué
esperanza nos queda?. La promesa del Señor a los Apóstoles: Yo estaré siempre
con ustedes hasta el fin del mundo (Mt 28, 20). Lo ha estado en las grandes
crisis que en su ya larga historia soportó la Iglesia; lo estará también en
esta.