en tiempos de pandemia
Altmedia, 18 abril 20200
Por Agustín Laje
En la Política de
Aristóteles, el desarrollo que lleva a la formación de una comunidad política
se da con arreglo a la constitución previa de otras formas más elementales de
comunidad humana: la familia como relación conyugal; la casa como relación
señor-siervo; la aldea como relación de parentesco entre varias familias; y
finalmente, la comunidad política, la polis, como reunión de diferentes aldeas.
Alrededor de veinticuatro
siglos más tarde, Marshall McLuhan caracterizaba el mundo actual como una
“aldea global”. La imagen que lograba evocar era ciertamente impactante: la
inmensidad del mundo se había reducido a esa miniatura comunal que ya se
concebía diminuta en el siglo de Aristóteles. Pero el mundo, en rigor, no se ha
achicado, sino más bien nosotros lo hemos achicado. No son las distancias,
objetivamente medidas, lo que se estrecha en la “aldea global”, sino la
capacidad de recorrerlas en tiempos estrechados. Nuestras tecnologías de
transporte se masifican, y prometen la vuelta al mundo no en 80 días, como la
novela de Julio Verne, sino en apenas un puñado de horas. Las tecnologías
digitales de comunicación hacen realidad la inmediatez, esa medida de tiempo
inefable, que en algo así como un abrir y cerrar de ojos, ya ha recorrido de
cabo a rabo el planeta entero y más. Si según Heidegger “el espacio contiene
tiempo comprimido”, hoy podemos decir que la inmediatez termina aniquilando al
espacio como tal.
El mundo, en verdad, no ha
cambiado sus medidas. Todo lo que se ha transformado es nuestra subjetividad
sobre las medidas del mundo: es decir, cómo vivimos y experimentamos el tamaño
de lo que antes era una inmensidad tan inasible como extraña. McLuhan logra
representar esta idea en aquello de la “aldea global”, pero se equivoca en algo
fundamental: en las aldeas, como enseñaba Aristóteles, los lazos comunitarios,
fundados en el parentesco, son por ello extremadamente sólidos: las personas
comparten una misma lengua, mismas costumbres, una historia común, enraizada en
un mismo origen. En una palabra: comparten un mismo modo de concebir la vida.
El mundo vuelto miniatura de McLuhan no tiene la forma de la aldea, porque
entre sus habitantes no hay, en rigor de verdad, más que relaciones líquidas,
intercambios económicos y, cuando mucho, turísticos, que es lo mismo. No hay
nada como una visión en común de la vida (el 11-S está a la vuelta de la
esquina), por más que todas esas lenguas, todos esos colores, todas esas
religiones, todas esas etnias, posen para la foto en las exclusivas reuniones
de la ONU, a la que los pueblos, desde luego, no asisten.
El globalismo es la
ideología de un proyecto geopolítico. Es la ideología igualitaria que nos
conduce a comprender el mundo como aldea; ideología que pretende la forma
política de la aldea para un mundo en el que, no obstante, reina la diferencia.
Trataré de hacerlo más claro: el globalismo es la ideología que hace del globo
un territorio político único sobre el cual se demanda, por lo mismo, un
gobierno capaz de dominar su destino. Tal es su proyecto geopolítico de fondo.
La pandemia configura un
escenario que puede reforzar a la ideología globalista. Quizás se puede ser
incluso más categórico: la pandemia es el sueño globalista. Después de todo,
¿qué significa “pandemia” si no “pan”, o sea, “todo”, y “demos”, o sea
“pueblo”? La pandemia es la “reunión de todo un pueblo”. La peste pandémica es
la que recorre a todos los pueblos por igual, que por ese motivo se hacen
iguales entre sí: se vuelven uno. Las realidades individuales, familiares,
locales, nacionales, se identifican en una misma masa global, y quedan
subsumidas en ella: colectivismo de todos los colectivismos.
La pandemia podría
interpretarse, en definitiva, como esa situación límite en la que la aldea
reclama por fin un monarca, capaz de garantizar un único orden. El principio de
la monarquía después de todo, según Aristóteles, es característico de la aldea.
Intentaré, una vez más, ser más claro: si nuestro comercio ya se ha globalizado,
si nuestra cultura ya se ha (supuestamente) globalizado, ¿no habrá llegado el
tiempo de globalizar también nuestra política? ¿No necesitaremos una autoridad
globalmente centralizada capaz de establecer un único orden en ese territorio
que se ha vuelto un uno en sus relaciones económicas y culturales? La pandemia,
dirá el globalista, es la prueba más cabal de que necesitamos autoridades
globales cuya soberanía sea, en todos los sentidos, superior a la soberanía de
esas viejas formas políticas propias de tiempos pasados, que llamamos
“Estado-nación”.
La forma política de la
“aldea global” está anticipada en modelos como la ONU, la OMS, el Banco
Mundial, y otros contubernios internacionales de este tipo. Su principio
político es el del despotismo ilustrado, solo que territorialmente ilimitado.
En efecto, las Organizaciones Internacionales no son otra cosa que cajas negras
de poder, a la que los pueblos no acceden, no controlan, pero sí financian (sin
saberlo); cajas negras cuyos mecanismos de representación son una parodia cuya
legitimidad, en última instancia, descansa por ello no tanto en la
representación sino en el conocimiento de los presuntos “expertos” que allí
trabajan y gobiernan: gobierno de los expertos, despotismo ilustrado
territorialmente ilimitado. ¿Y no hemos resuelto ya entregar nuestra libertad a
los expertos de pandemias acaso?
En el año 2000 se publicaba
uno de esos libros que marcan durante años a la izquierda, su comprensión
política del mundo y su estrategia. Me refiero a Imperio de Antonio Negri y
Michael Hardt. El “imperio” no es el “imperialismo” que denunciaban marxistas
clásicos de la talla de Lenin o Rosa Luxemburgo. El imperio es la forma de un
nuevo orden mundial, que se está construyendo ahora mismo, que excede por entero
el poder de los Estados. Allí donde el “imperialismo” se pensaba en términos de
un centro de poder y una periferia bajo dominación, el imperio carece de todo
centro y se caracteriza, en todo caso, por derribar fronteras y límites: su
lógica no es la exclusión, sino la absorción; su lógica es el no-límite. Allí
donde el imperialismo uniformizaba definiendo al sí mismo en función del Otro,
el imperio alienta la hibridación: su lógica no es binaria, sino multicultural.
Allí donde el imperialismo expandía el dominio de determinados Estados-nación
conforme la guerra y la conquista, el imperio se desarrolla conforme un esquema
de poder en red que no está fijo en ningún lado y a la vez está en todo lugar:
su lógica es la de un espacio que está siempre abierto y que engendra, por
añadidura, una nueva noción de soberanía tan difusa como totalizante. Allí
donde la expansión del imperialismo carecía de una legalidad internacional que
sustentara jurídicamente sus pretensiones más sórdidas, la del imperio está
respaldada por un derecho internacional puesto a su entero servicio y
acompañada por elefantiásicas Organizaciones Internacionales que hacen de la
soberanía estatal moderna una cosa de otros tiempos.
La crítica de Hardt y Negri
hizo historia, pero ya es parte de la historia pasada. Hoy gran parte de la
izquierda no ve en el “imperio”, o aquí diríamos el “globalismo”, un peligro,
sino más bien una oportunidad. Ya no hay que apelar a ninguna “multitud” para
derribar el “imperio”, sino al contrario: hay que fortalecerlo. Hoy la
izquierda es lo que leemos, por ejemplo, en Sopa de Wuhan, ese compilado de
escritos en tiempos de pandemia de los filósofos izquierdistas más
representativos actualmente, hoy encantados con la idea de estructuras de poder
global hegemonizadas por “expertos”.
Slavoj Zizek dice allí, por
ejemplo: “quizás otro virus ideológico, y mucho más beneficioso, se propagará y
con suerte nos infectará: el virus de pensar en una sociedad alternativa, una
sociedad más allá del estado-nación, una sociedad que se actualiza a sí misma
en las formas de solidaridad y cooperación global”. Su modelo es el de la ONU,
OMS y similares, y reclama que “dichas organizaciones deberían tener más poder
ejecutivo”, en el sentido de que “puedan controlar y regular la economía, así
como limitar la soberanía de los estados nacionales”. Alain Badiou, por sumar
otro ejemplo, también concibe allí la necesidad de estructuras políticas por
encima del Estado, controladas por comunistas, claro: “hay que aprovechar el
interludio epidémico, e incluso, el confinamiento, para trabajar en nuevas
figuras de la política, en el proyecto de lugares políticos nuevos y en el
progreso transnacional de una tercera etapa del comunismo, después de aquella
brillante de su invención, y de aquella, interesante pero finalmente vencida de
su experimentación estatal”. La tercera etapa es, seamos directos,
supraestatal.
La izquierda, aliada con
otro tipo de intereses, ha encontrado que en ese “imperio” difuso, centralizar
el poder hoy es posible, y que tal vez sea la forma, además, de tomarlo. Tantas
décadas de fracasos electorales estrepitosos; tantas décadas de indiferencia
obrera; tantos años de revoluciones de cartón que no hacen ni cosquillas al
poder, protagonizadas por mujeres con axilas peludas por un lado, y por
“mujeres con pene” por el otro. Tantos años de ilusiones maltrechas y manotazos
de ahogado. No es extraño, pues, que la posibilidad de un despotismo ilustrado
territorialmente ilimitado excite los ánimos políticos de la izquierda: ¿quién
más tendría derecho a gobernar el mundo en una situación semejante, si no ellos
mismos, herederos de las luces, benditos “sabelotodo”, dueños de todo conocer?
¿Y no han ocupado ya efectivamente en gran medida el poder de esas cajas negras
que llamamos Organizaciones Internacionales, en su calidad de “expertos”? De lo
que se trata, ahora, es de extender al máximo posible el poder de estas
estructuras.
Pero si el globalismo
entraña la negación radical del derecho soberano de las naciones, el
patriotismo se pone de pie dispuesto a presentar combate. Trump representa esta
esquina del ring, y el desfinanciamiento de la OMS ha sido el inicio de una
contraofensiva nacional.
La nación es una fuerza
cultural vinculante que entraña la capacidad de contener a todos los nacionales
de un territorio bajo una común identidad de mínima. La conformación del Estado
moderno está directamente ligada a la noción de nación, en la medida en que
demandó la unidad de una identidad colectiva de la que emanaran nuevas
lealtades, distintas de las del orden feudal. Esa identidad colectiva que
supone la nación está constituida, en principio, por elementos culturales de
mínima: un lenguaje común, símbolos en común (bandera, himno, escarapela), una
historia común, y en algunos casos, una religión en común. En estos elementos,
los nacionales se reconocen. “Nación” y “pueblo” son los fundamentos de la
legitimidad democrática occidental. “El principio de toda Soberanía reside
esencialmente en la Nación” decía el artículo 3 de la Declaración de los
Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. “La Constitución es la ley suprema
del país, la ley fundamental de la nación” dice el Prefacio de la Declaración de
Independencia de los Estados Unidos. “Nosotros, el Pueblo”, empieza diciendo,
con P mayúscula, la Constitución de los Estados Unidos (¿dirán “¡populismo!”,
acaso, aquellos que no saben pronunciar en política palabra distinta que esa?).
Pueden o no gustar estos documentos, pero no puede negarse que sean casi
fundacionales de nuestros sistemas políticos occidentales modernos.
La nación fue concebida como
la identidad cultural de un pueblo y, al mismo tiempo, como el sujeto y el
objeto del poder del Estado. Allí donde esta identidad se conjugó con la
vitalidad localista, el federalismo y un espíritu comunitario y asociativo
vigoroso, la libertad fue posible. Tocqueville dio sobrada cuenta de ello al
analizar la democracia norteamericana. El patriotismo hoy puede definirse como
la reivindicación de esa identidad que reclama soberanía, independencia,
libertad.
La llamada “gobernanza
global” es una forma política sin pueblo y sin nación, porque no existe tal
cosa como el “pueblo global”. No existe identidad común, por más mínima que
fuera, capaz de configurar un sujeto semejante. Pero al mismo tiempo, la
“gobernanza global” es una política que se hace de todo el territorio
existente: su soberanía no tiene límites geográficos. Lo que el globalismo
pretende, por tanto, es el colectivismo más atroz jamás visto, bajo cuya amorfa
masa nadie quede sin absorber: ni siquiera aquellos que lo combaten. Todo
colectivismo, en efecto, levanta fronteras que delimitan sus propias
capacidades políticas: feminismo, clasismo, racismo, y en su sentido negativo,
nacionalismo. Toda identidad colectiva siempre se ha configurado a partir de la
necesidad de un otro antitético. Pero el globalismo es un todos total, sin
referencia externa, que por definición carece de fronteras y, por lo mismo, a
todos recubre. Su mejor siervo es el hombre atomizado: su sujeto favorito es el
“ciudadano del mundo” (ese que cree que sus fotos en Machu Picchu acreditan su
ciudadanía global), felizmente entregado a ser gobernado por quienes no conoce
ni puede controlar.
La contradicción política
fundamental, que no incumbe ya a un partido o a un candidato, sino a la forma
misma del gobierno, está planteada desde hacer rato. La pandemia ahora la ha
acelerado. Patriotismo o globalismo. Habrá que escoger un bando.