POR HUGO ESTEVA
La Prensa,
03.04.2021
El término
democracia y el sistema político que representa se han vuelto tabú para la
cultura contemporánea promedio. Sin diferencia de matices, la enorme mayoría de
los políticos, tanto aquí como en general en el extranjero, podría aceptar cualquier crítica, menos la de
no ser democráticos. Es entre ellos un valor sobreentendido que, sin embargo,
no se cansan de mencionar con el mismo mal gusto de los profesionales que se doctorean.
Pero, a decir
verdad, bajo el término se agazapan vicios que, inclusive, contradicen lo que,
en general, se pretende transmitir con lo de democracia.
Valga como
paralelo e íntimamente vinculado el ejemplo de la institucionalización.
Empezamos a oir el término después de Malvinas y tuvimos la impresión de que
los políticos que así anunciaban sus pretenciones vendrían a instalar
instituciones más fuertes. Nada de eso, unos y otros querían solamente aumentar
el número de cargos y de allegados a los cargos, cuestión de instalarse como
realidad y casta. Casta que lograron terminar de institucionalizar con la
reforma constitucional nacida en el pacto de Olivos, que consagró al tercer
senador por provincia y al monopolio de la representación política por parte de
los partidos. Como diciendo: "Agrandar el Estado y enajenarlo al poder de
comités y unidades básicas, para servir a la patria''.
El resultado del
abuso de esa falsa democracia con la que contribuyeron casi todos, está
innegablemente a la vista. Poder Judicial infiltrado y amañado; Poder
Legislativo vacío de ideas al servicio del verdadero poder central y no de las
reales necesidades del país; Poder Ejecutivo cotidianamente ridiculizado por su
verdadera mandante, huidiza personalidad psiquiátrica instalada tras el sillón.
Claro producto: la
crisis política y económica más grave que ha sufrido un país potencialmente
fuerte en el último medio siglo.
No pretendo
descubrir nada. Apenas señalar la situación presente. Pero para que no se pueda
dudar de que estas observaciones sobre el gobierno del pueblo y para el pueblo
tienen antecesores ilustres a quienes nadie podría calificar de fascistas o
totalitarios, permítaseme citar a dos que ya vieron esto claro a fines de los
años cuarenta, poco después de terminada la Segunda Guerra Mundial.
Por un lado, al
universal José Ortega y Gasset ( , El arquero. Revista de Occidente, Madrid
1966, pág 22/23) que escribía: "La palabra democracia, por ejemplo, se ha
vuelto estúpida y fraudulenta. Digo la palabra, conste, no la realidad que tras
ella pudiera esconderse. La palabra democracia era inspiradora y respetable
cuando aun era `siquiera como idea', como significación, algo relativamente
controlable. Pero después de Yalta esta palabra se ha vuelto ramera porque fue
pronunciada y suscrita allí por hombres que le daban sentidos diferentes, más
aún, contradictorios: la democracia de uno era la antidemocracia de los otros
dos, pero tampoco estos dos coincidían suficientemente en su sentido''.
Y más adelante:
"Pues es bien claro que la democracia `por sí' es enemiga de la libertad y
por su propio peso, si no es contenida por otras fuerzas ajenas a ella, lleva
al absolutismo mayoritario. Nueva prueba de que es el diabólico vocablo una
escopeta cargada que no debe dejarse manejar a esos párvulos del pensamiento
que son los políticos''.
NUESTRO ADAM
Por otra parte,
recuerdo a nuestro argentinísimo y
habitualmente minusvalorado Leopoldo Marechal. Basta repasar la espira del
pecado de la soberbia, del infierno de Adán Buenosayres (1948), para ver con
qué hipocresía los parlamentarios trataban al expuesto, muy modesto y
esquilmado ``Juan Demos''. Como hoy.
Semejante
hipocresía gobierna, acentuando impúdicamente desgracias que nos persiguen
desde hace casi cuarenta años. Y, como el pez, esto ha empezado por la cabeza.
¿O se puede olvidar el largo reinado del improvisado profesor Shuberoff que,
junto con el gremio no docente, tomó la Universidad de Buenos Aires y dejó al
sindicato como heredero para que hoy maneje hasta las vacunas en una
institución que debería ser ejemplar? El resultado cultural está a la vista:
lenguaje inclusivo y fomento de cuanta degeneración pueda imaginarse. Todo lo
virtual que se pueda, desde casa pero inmunizados.
Así en cada
ámbito, la democracia de las mayorías tiránicas que, por ser mayorías -aunque
su origen resulte dudoso- pueden modificar sentencias, saltearse normas,
arrasar costumbres y dictar permisos a la inmoralidad.
Pero la Argentina
no es eso. Sin llegar a las augustas raíces de nuestra historia, basta repasar
cifras de producción previas a la falsa democracia -que la mayoría de los
políticos calla por temor o por complicidad- y se verá que prueban hasta dónde
pudo haberse constuido algo mucho mejor que este mentiroso regimen de expulsión
y desaliento. Sigue habiendo aquí cantidad de gente trabajadora en todos los
niveles a pesar de que circunstancialmente manejen los haraganes conversadores,
especialistas en corrupción. Sigue habiendo cantidad de jóvenes estudiosos y
capaces, a pesar de los docentes esquivos y sus gremialistas que sestean la
pandemia. Sigue habiendo nobleza en nuestra sangre, que se rebela.
Esa sangre impulsa
a luchar hasta instalar un gobierno verdaderamente republicano, representativo
y federal, que nazca en lo local y genuino para proyectarse desde allí hacia
todo el ámbito de la Patria. Porque así como hay falsos mapuches que quieren
robar parte de nuestro territorio para segregarlo, hay también una capacidad
social casi poética de seguir adoptando inmigrantes valiosos. Obsérvese, si no,
a la primera generación de descendientes de coreanos y chinos, y mírese en
particular a esas chicas asiáticas transformadas en porteñitas típicas que han
adoptado a nuestra cascoteada ciudad como su modo de ser. La Argentina tiene
encanto todavía.
Entre los
orientales he dejado aparte a los japoneses. Desde mucho atrás son nosotros.
Desde la guerra de Malvinas ("Ojos japoneses, corazones argentinos'', en
columnas multitudinarias) enarbolan su nobilísimo diploma de patriotas.
Desde allí, sin
desaliento, debemos renacer.