ENFOQUE SOCIALCRISTIANO
AUTORIDAD Y PODER
1. Concepto y
necesidad de la autoridad
Autoridad es
aquello en nombre de lo cual puede ejercerse el poder con justicia. Autor, es
quien da algo, porque posee dominio sobre lo que da. Autoridad es la capacidad
de una persona de conducir a otras hacia un fin determinado, así como el pastor
conduce el rebaño hacia el prado. Por ejemplo, el piloto de un barco es quien
tiene la capacidad de gobernarlo, pues en él reside el conocimiento para
determinar el rumbo. No surge la autoridad del poder sobre otros; el poder es
efecto no causa de la autoridad.
La autoridad asume
la función de causa eficiente de la sociedad política. Esto implica que la
autoridad debe coordinar y ordenar las acciones de los individuos y grupos
intermedios, entre sí, y con referencia al fin social que ha de procurarse. El
pensamiento marxista, coincidiendo con el liberalismo y con el anarquismo,
sostiene la necesaria desaparición del Estado, una vez alcanzada la etapa
comunista. Sin embargo, tales utopías contradicen la milenaria experiencia
histórica de la humanidad, que muestra que siempre que existe vida social,
también existe autoridad.
Ya Aristóteles
explicaba que en toda realidad compleja, compuesta de partes, debe existir un
elemento capaz de asegurar la unidad y cohesión entre las mismas. La existencia
de un principio de unidad del todo, es verificable en todos los niveles del
universo material; pero encuentra su aplicación más profunda en el caso de los
grupos humanos y, muy particularmente, en la sociedad política.
En éstos, a
diferencia de los organismos naturales, cada parte es en sí misma independiente
del todo, ya que cada persona es un ser en sí y por sí mismo, mientras que las
partes de un organismo no tienen vida propia si se los separa del todo. De ahí
que las sociedades humanas constituyan un todo accidental o de orden, pues su
unidad sólo se basa en el fin común al cual los miembros concurren; dicha
finalidad no es otra que el bien común.
Lo que hace a la
autoridad un elemento esencial de la sociedad política es la distinción
esencial que media entre el bien particular y el bien común. Tratándose de una
diferencia específica, los requerimientos propios del bien común no pueden
verse satisfechos por el mero juego de las acciones individuales, que se
ordenan de suyo a la satisfacción de las necesidades individuales de cada
miembro.
Cada ciudadano es
capaz, en condiciones normales, de subvenir a las exigencias de su
conservación, de su trabajo, de la constitución de su hogar, etc. Pero resulta
evidente que no todo ciudadano o padre de familia, puede desempeñarse eficazmente
como ministro de economía o legislador.
Tales funciones
requieren un conocimiento pormenorizado de las exigencias concretas del bien
común nacional, y una prudencia mayor, puesto que los intereses en juego son
más importantes. De lo anterior, se sigue la necesidad que toda sociedad
política tiene de asignar a un grupo de personas el ejercicio del poder
público. Es la naturaleza propia del bien común la que impone como obligación
absoluta la existencia de una autoridad social, capaz de asumirlo como tarea
propia.
2. Origen de la
autoridad
A la luz de lo ya
expresado, podemos resumir la doctrina cristiana del poder político, con la
frase de San Pablo: “no hay autoridad sino bajo Dios” (Rom 13,1). Puesto que
Dios es el autor del orden natural, en virtud del cual todo ser humano tiende a
la convivencia social como un medio necesario para su perfección. En
consecuencia, Dios ha dispuesto las cosas de tal suerte que la autoridad forma
parte esencial de su plan providencial y, en tal medida, ha de afirmarse que
Dios es el origen de toda autoridad humana.
Otra cosa
diferente es determinar cuál es el modo más adecuado para la designación de los
hombres que han de ejercer la autoridad. En la doctrina hay unanimidad con
respecto a que la autoridad política tiene su origen en Dios. Pero con respecto
a la cuestión de la forma en que se atribuye el poder estatal al que lo ejerce,
se han dividido las opiniones.
Recordemos,
primero, la teoría del derecho divino de los reyes, de raíz protestante,
defendida por Jacobo I, rey de Inglaterra (1603/1625). Sostiene esta tesis que
la autoridad del gobernante viene directa e inmediatamente de Dios, tal como
sucede con el Romano Pontífice.
Los teólogos
católicos sostuvieron dos tesis diferentes.
►La
Teoría de la traslación: sostenida por el P. Suárez, que afirmó, contra la
tesis de Jacobo I, que la autoridad venía directamente de Dios a la comunidad o
pueblo, de tal manera que éste era el sujeto natural primigenio de la
autoridad; a su vez, como toda la comunidad no puede ejercer la autoridad,
habrá de determinar las personas a quienes se le transferirá. Esta traslación
se hace mediante el consentimiento del pueblo, expreso o tácito. No debe
confundirse la teoría de la traslación con la de Rousseau, según la cual, el
pueblo o voluntad general es el sujeto de la autoridad y por un contrato la
delega en mandatarios.
►La
teoría de la colación inmediata: sostenida por el P. Vitoria, afirma que la
comunidad sólo designa la persona que ha de ejercer el poder estatal, mientras
que el poder mismo pasa inmediatamente de Dios a la persona que lo ha de
ejercer. Es decir que, según esta tesis, Dios le comunica los atributos del
poder a aquel designado por la comunidad, la que cumple esa función de designación
y de determinación, pero no es la comunidad la que previamente recibe esos
atributos, poseyéndolos como propios, y luego los transfiere a los gobernantes.
Análisis del tema:
El P. Meinvielle acotaba que el pueblo no puede realizar las funciones complejas
que implica el ejercicio de la autoridad. Entonces, no tiene sentido que se le
atribuya el papel de intermediario en la transmisión de la autoridad, ya que no
puede transferir lo que no posee, y no posee lo que no puede ejercer.
Precisamente, el criterio para establecer los derechos naturales es la
necesidad que de su uso o ejercicio se tiene. Pero, si la comunidad o pueblo
jamás pueden ejercer la autoridad, no se justifica transferírsela, aunque fuera
transitoriamente.
El Magisterio de
la Iglesia nunca se pronunció expresamente sobre esta cuestión, pues le basta
con sentar el principio del origen divino de la autoridad, dejando en libertad
a los fieles para sostener una u otra posición. No obstante, existe un pasaje
que nos brinda orientación al respecto, en la Encíclica “Diuturnum Illud”, de
León XIII:
“Es importante
advertir en este punto que los que han de gobernar los Estados pueden ser
elegidos, en determinadas circunstancias, por la voluntad y juicio de la
multitud, sin que la doctrina católica se oponga o contradiga esta elección.
Con esta elección se designa al gobernante, pero no se confieren los derechos
del poder. Ni se entrega el poder como un mandato, sino que se establece la
persona que lo ha de ejercer.” (4)
3. Soberanía
Vinculado al punto
anterior, debemos analizar ahora uno de los conceptos más confusos del
vocabulario político: soberanía. Como concepto de la teoría política, lo
encontramos en Bodin el cual formula una teoría de la soberanía. Para
justificar el carácter absolutista del poder monárquico de su tiempo, Bodin
recurre a éste concepto, asignándolo en primer lugar a Cristo como señor
absoluto; de ahí lo deriva al monarca, como representante de Cristo mismo. El
autor añade que la soberanía implica tres notas: es absoluta, es inalienable y
es indivisible.
Posteriormente, el
alemán Althusius y, más tarde, Rousseau, sustituyeron la “soberanía del
príncipe” por la “soberanía del pueblo”, fórmula que subsiste hasta nuestros
días, con el mismo contenido básico que Rousseau le asignara.
Teoría liberal:
sobre la base de tales fuentes históricas, quedó asentada la teoría liberal de
la soberanía popular. Rousseau vincula este concepto con otro de su creación:
la voluntad general, que es la voluntad del pueblo, de la mayoría. Según este
autor, el pueblo pasa a ser la fuente y raíz de todo poder político, de toda
autoridad, una vez establecido el pacto social, irrevocable, mediante el cual
se constituye la sociedad política.
Las cláusulas del
pacto implican esencialmente: “la enajenación total de cada asociado, con todos
sus derechos, a toda la comunidad; porque, en primer lugar, dándose cada uno
por entero, la condición es la misma para todos, nadie tiene interés en hacerla
onerosa a los demás” (El Contrato Social). Sobre la base del igualitarismo, así
instaurado, el pueblo se erige, a través del mito de la voluntad general, en el
legislador supremo. El gobierno no es sino el delegado o mandatario destinado a
aplicar las decisiones de aquél. En tal carácter, el pueblo es fuente de todo
derecho y de toda norma moral; en consecuencia, puede revocar en cualquier
momento la delegación otorgada al gobernante de turno.
Crítica: la
concepción liberal de la soberanía es utópica, contradictoria y nefasta. Es
utópica, por cuanto se basa en una quimera de pacto originario, históricamente
inexistente. Contradictoria, ya que supone que los individuos se asocian
libremente, pero a partir de ese momento no pueden revocar lo aprobado. Es
nefasta por sus consecuencias: a) porque disuelve el fundamento de la autoridad;
b) porque desemboca en el despotismo ilimitado del Estado y de la mayoría; c)
porque elimina toda referencia a Dios y al orden natural como origen de la
autoridad; d) porque coloca a la multitud amorfa como base de todo derecho y de
la moral; e) porque favorece la demagogia de quienes aspiran a perpetuarse en
el poder.
Orden Natural: La
doctrina social de la Iglesia nos brinda una orientación muy diferente respecto
de la soberanía política, en plena conformidad con la experiencia histórica. La
soberanía es un atributo de la autoridad. Una cualidad del poder estatal que lo
hace irresistible y supremo en una jurisdicción determinada; no puede estar
subordinado a ningún otro poder. Es la facultad por la cual la autoridad
pública impone, mediante la ley, determinadas obligaciones a los ciudadanos.
El poder soberano
se ejerce sobre los miembros de un mismo Estado; no se aplica correctamente a
las relaciones entre Estados. En el segundo caso, debe hablarse de
independencia.
La soberanía no
implica de ningún modo la idea de autonomía absoluta, como pretendía Bodin.
La soberanía del
pueblo: o autogobierno del pueblo, es una tesis falsa, científicamente, en sus
tres supuestos:
a) el pueblo no
puede gobernar: pues el ejercicio del gobierno exige la toma de decisiones que
no se pueden hacer multitudinariamente, y tampoco, ejecutarlas, lo que sólo
puede hacer quien está preparado especialmente para ello. Ni siquiera en
Atenas, donde solían reunirse en la plaza pública 5 o 6 mil ciudadanos para
deliberar y aprobar las leyes. Esa cantidad representaba un veinte por ciento
del total de ciudadanos, sin contar a las mujeres, y los esclavos, que no eran
ciudadanos. De todos modos, esa participación limitada se daba con respecto a
una de las funciones clásicas de la autoridad, según Aristóteles -la
legislativa-, pero no en las otras dos -ejecutiva y judicial- que estaba en
manos de un número menor de funcionarios, generalmente elegidos al azar.
Empíricamente, jamás el pueblo ha gobernado en ninguna parte, ni en ninguna
época. El pueblo no puede gobernarse a sí mismo; las funciones del poder no
admiten el ejercicio multitudinario por parte de todo el pueblo.
b) el pueblo no es
soberano: pues, de acuerdo a lo ya explicado, la soberanía no es otra cosa que
una cualidad del poder estatal. No reside en nadie, es un atributo inherente al
Estado. Por lo tanto no reside en nadie, ni en el gobernante, ni mucho menos en
el conjunto del pueblo.
c) el gobierno no
representa a todo el pueblo: porque para que un sujeto pueda ser representado,
es imprescindible una cierta unidad en el mismo sujeto representado. Se puede
representar a un hombre, a una familia, a una institución. Hasta una multitud
de hombres puede ser representada, siempre que tengan un interés concreto y
común en el que la pluralidad se unifique; por ejemplo, los ahorristas
defraudados por un banco. Pero no se puede representar un conglomerado
heterogéneo y con intereses distintos y hasta contrapuestos, como es el pueblo.
Pueblo es un nombre colectivo que designa a la totalidad de personas que forman
la población de un Estado; no es persona moral ni jurídica, luego no es
susceptible de representación.
A la crítica
científica, debemos agregar la doctrina pontificia; León XIII, en la Encíclica
“Inmortale Dei”, afirma: “La soberanía del pueblo...carece de todo fundamento
sólido y de eficacia sustantiva para garantizar la seguridad pública y mantener
el orden en la sociedad.”
4.Obediencia a la
autoridad
Si la autoridad
viene de Dios, nada más evidente que la obligación de obedecer a los poderes
legítimos, siempre que legislen y orden dentro de la esfera de sus
atribuciones. No obsta a la obediencia el que estos poderes desconozcan que
imperan en virtud de la autoridad que Dios les confiere, ni el que sean
indignos moralmente sus poseedores; mientras estén constituidos legítimamente
en el poder y no prescriban cosa injusta o perversa, la obediencia es
obligatoria, aún en el foro de la conciencia.
Cuando en Roma
resonaba la palabra de San Pablo, explicando que no hay poder que no dimane de
Dios y que quien resiste al poder, a Dios resiste, porque el gobernante es
ministro de Dios (Rom 13, 1), imperaba el tirano Nerón.
5. Legitimidad del
poder
Quien ejerce el
poder en una sociedad política, no lo hace como un mero hecho de fuerza bruta,
sino como función jurídicamente encuadrada. Entonces, el poder público se
justificará cuando en su ejercicio tienda al fin para el cual existe. Tal es la
llamada legitimidad de ejercicio: el procurar el bien común legitima o hace
legítimo al poder en su ejercicio, aunque el gobernante haya accedido al cargo,
por vía de un golpe de Estado, o como resultado de una guerra. Normalmente, el
consenso social prolongado, en un clima de relativa tranquilidad pública,
revela tácitamente la legitimación de un gobernante.
Ejercer el poder
injustamente, en violación al derecho, en contra del bien de la comunidad,
etc., hace decaer esa legitimidad. Si tal ilegitimidad se torna permanente,
grave y dañina para la comunidad, éste tiene derecho a defenderse, resistiendo
al gobernante que ha desviado el ejercicio del poder, y, eventualmente,
deponerlo.
Hay otra forma de
legitimidad del poder, que se llama legitimidad de origen: se refiere al título
del gobernante que ejerce el poder; es decir, al modo regular o legal como ha
llegado al poder, y no a como lo ejerce. Hay legitimidad de origen, cuando el
gobernante deriva su título del derecho vigente en un Estado (Constitución y
leyes), o sea, cuando ha accedido al poder de acuerdo con el procedimiento
previsto en las normas vigentes.
Como ya dijimos,
un gobernante que accedido al poder por una vía no prevista legalmente
-ilegitimidad de origen-, puede legitimarse por su actuación desde el poder
-legitimidad de ejercicio. A la inversa, un gobernante que accedió al poder
según el procedimiento establecido, puede perder la legitimidad de ejercicio.
6. Resistencia al
poder injusto
La resistencia al
poder supone la distinción entre lo justo y lo injusto, según el orden natural
y según la ley positiva. El problema entonces consiste en determinar en qué
medida un ciudadano debe acatar una ley injusta y respetar a la autoridad
pública que la ha promulgado. Al respecto, Santo Tomás enseña que la ley
injusta es más una violencia que una ley propiamente dicha, pues no tiene de
ésta sino la apariencia.
La doctrina
establece cuatro tipos o grados de resistencia, que permiten matizar la
aplicación de los principios, según las circunstancias y el juicio prudencial:
Resistencia
pasiva: consiste en negarse a obedecer las leyes injustas, que serán tales,
cuando se aparten o contradigan las exigencias del bien común, o cuando
desconozcan un derecho fundamental de la persona.
Hay leyes que son
malas en sí mismas, como las que autorizan el aborto o la eutanasia. También es
lícita la resistencia pasiva, frente a medidas económicas que implican un
evidente perjuicio para el interés nacional (privatizaciones), o un perjuicio a
los bienes particulares (congelación de depósitos bancarios).
La resistencia pasiva
es, no sólo un derecho, sino también un deber.
Resistencia
activa: se subdivide en dos tipos, a saber:
a) Resistencia
legal: consiste en emplear todos los medios que la ley acuerda, para impedir la
aplicación de una medida de gobierno, o lograr su modificación o derogación,
según los casos. Ejemplos: derecho de peticionar ante las autoridades;
gestionar la declaración de inconstitucionalidad, de parte de los jueces;
organización de campañas de opinión y firma de petitorios; huelgas, etc.
b) Resistencia
activa de hecho: supone el empleo de medios físicos. Ejemplos: rechazo, por la
fuerza, de la ocupación de propiedades; cruce de vehículos sobre las rutas o
calles; huelgas con cesación de servicios o toma de edificios públicos, etc.
Rebelión: es la
situación a que se llega cuando han habido frecuentes abusos del poder
político, que hacen inevitable tratar de deponerlo por la fuerza. La rebelión o
revolución, puede ser legítima en casos extremos, por cuanto es una extensión o
analogía del derecho individual de legítima defensa, en caso de injusta y grave
agresión. Además, cuando quien abusa del poder, incurre en una doble
ilegitimidad -de origen y de ejercicio-, pueden quienes se rebelan -en caso de
que sea inevitable, para deponerlo- darle muerte, pues se trata de un
usurpador. Lo que la doctrina excluyó siempre es el tiranicidio a título
privado, o sea, cuando un particular elimina al tirano, sin representación
auténtica del interés comunitario.
Tanto para la
rebelión como para la resistencia activa de hecho, deben tenerse en cuenta los
requisitos que fija la doctrina, resumida en el Catecismo:
“La resistencia a
la opresión de quienes gobiernan no podrá recurrir legítimamente a las armas
sino cuando se reúnan las condiciones siguientes: 1) en caso de violaciones
ciertas, graves y prolongadas de los derechos fundamentales; 2) después de
haberse agotado todos los otros recursos; 3) sin provocar desórdenes peores; 4)
que haya esperanza fundada de éxito; 5) si es imposible prever razonablemente
soluciones mejores.” (Nº 2243)
Las indicaciones
doctrinarias son precisas, y deben servir para evitar insurrecciones o guerras
civiles, cuando no se dan las condiciones mínimas para asegurar el bien común.
En palabras de Pablo VI: “No se puede combatir un mal real al precio de un mal
mayor” (PP, 31) Y como antes citamos la exhortación de San Pablo a la
obediencia, debemos recordar la aclaración del teólogo Belarmino sobre la
conducta de los primeros cristianos, que padecían abusos en Roma. Si no
depusieron a Nerón, a Juliano el apóstata, al arriano Valente y a otros
semejantes, no fue porque no tuvieran derecho a hacerlo, sino porque les
faltaban fuerzas para ello.
7. Política y
moral
La política es la
actividad humana que desarrollan los hombres para participar en la vida cívica
y obtener o influir en el poder público. Al respecto, debemos analizar dos
teorías erróneas sobre la política.
►El
movimiento “Acción Francesa”, que tuvo cierta gravitación durante el siglo XX,
concibió a la política como una ciencia física, que comprueba fenómenos de la
naturaleza y los organiza en leyes, del mismo modo que, por ejemplo, la
botánica. La sociedad no sería una realización libre del hombre que actualiza
las virtualidades sociales depositadas en su ser, sino el producto necesario de
necesarios instintos. Queda, por lo tanto, eliminado de la fundación y
estructura de la sociedad el elemento virtud, ya que en ella no interviene
ninguna determinación libre. Excluida la virtud, resulta que la vida política
es ajena a la justicia. Su fin específico no será el bien común temporal, como
enseña la moral cristiana, sino el interés nacional.
Aunque inspirados
en otras corrientes filosóficas, el maquiavelismo y el fascismo, guardan
grandes afinidades con la ideología maurrasiana (por Maurras, fundador de la
Acción Francesa). Maquiavelo, privado de toda inteligencia religiosa e imbuido
de las concepciones grecorromanas de la vida, ve en la patria la única grandeza
espiritual, capaz de inspirar y engendrar la gloria, el heroísmo, el trabajo y
la creación.
La patria es una
divinidad en cuyo altar hay que inmolarlo todo. Cuanto se haga por ella está
justificado, y las acciones que en la vida privada serían malas, si se hacen
por la patria son magnánimas. La razón de Estado, encierra en sí plena
justificación.
Para el fascismo,
a su vez, el Estado es la verdadera realidad del individuo; para el fascista
todo está dentro del Estado, y nada de humano o espiritual se halla fuera del
Estado. Por eso es totalitario.
► Al
fisicismo de la Acción Francesa, se opone diametralmente el individualismo de
Rousseau; para él, la política es un mero arte, derivado íntegramente de la
voluntad libre del hombre. Para Rousseau el hombre ha nacido libre, con la
libertad del salvaje en un bosque, y así ha de permanecer esencialmente. Como
todos los hombres son libres, es inconcebible e injusta la menor subordinación.
Pero, como la sociedad política es inevitable -para mejorar el nivel de
vida-Rousseau busca construirla en forma tal que nadie se vea quebrantado en su
libertad e igualdad esenciales. Para ello, finge un pacto social, por el cual
los hombres hasta entonces libres consienten en vivir en sociedad, concebida
como un producto artificial, donde sólo rige la voluntad general, o sea la multitud
numéricamente computada.
Doctrina católica
de la política: para determinar la esencia de la política, es necesario
distinguir dos tipos de acciones humanas:
a) Lo factible: se
refiere al hacer del hombre; las acciones ejercidas sobre la naturaleza externa
(construir una mesa, levantar un edificio). Está regido por la virtud
intelectual de arte.
b) Lo agible: se
refiere al obrar humano; acciones ejercidas dentro del hombre (pensar,
decidir). Está regido por la virtud intelectual y moral de la prudencia: que
obtiene de los principios morales, conclusiones prácticas aplicables a cada
caso concreto.
Como la política
persigue el bien común, que no es un bien físico, y la principal actividad del
político es mandar o liderar a otros, no cabe duda que pertenece al campo del
obrar humano, no al del hacer. Por consiguiente, si es una actividad agible,
debe estar regida por la prudencia, no por el arte, como se ha entendido
generalmente, desde Maquiavelo. No es, entonces, “el arte de lo posible”.
No pueden caber
dudas sobre la naturaleza moral de la política, a la que podemos definir como:
“la actividad prudencial, que consiste en hacer posible lo necesario para el
bien común.”
ORGANIZACIÓN DE LA VIDA POLÍTICA
1. Lo permanente
de la sociedad política
Política y
político derivan de polis, palabra griega con la que se identificaba a la
ciudad-estado, o sea, la pequeña organización o estructura de la comunidad
griega. Un grupo humano que convive territorialmente en un mismo espacio
físico, no puede mantener su convivencia si no se organiza. Organizarse
significa ordenarse en busca de un fin y con unos medios para alcanzarlo.
El fin consiste,
simplemente, en satisfacer todas las necesidades comunes que hacen a la
convivencia del grupo y de sus miembros, es decir, alcanzar en conjunto todo lo
que cada hombre aislado, o en un grupo menor, no podría alcanzar. Para alcanzar
ese fin, el medio más importante es la existencia de una jefatura; de una
autoridad con poder suficiente para hacer, mandar y prohibir todo lo que interesa
al grupo.
Cuando el grupo
territorial se organiza, esa organización tiene naturaleza política. La
sociedad, como grupo máximo, adquiere una organización política. Surge una
sociedad política, destinada a procurar el bien común de la comunidad. En ese
marco adquiere orden la convivencia, alcanzan armonía y equilibrio las
actividades de todos los hombres y grupos; por eso a la sociedad política se la
llama comunidad perfecta.
No significa que
haya alcanzado el máximo nivel de progreso humano; perfecta significa que no
hay otra que pueda brindar al hombre lo que ella le proporciona: el
abastecimiento de todas las necesidades de su vida y de la convivencia.
Equivale a comunidad autosuficiente, porque se basta a sí misma; dispone de los
medios para alcanzar su fin.
La existencia de
una sociedad política en cada pueblo, se ha dado siempre y se dará en el
futuro, porque responde a una necesidad de la naturaleza humana. Pero la forma
concreta de la organización, de la estructura, de cada sociedad política, es
variable. Depende de una decisión libre, reflexiva y consciente de quienes
integran un pueblo determinado. En el mundo moderno, la sociedad política
típica se conoce como Estado.
2. Elementos del
Estado
Podemos definir al
Estado como: el órgano de síntesis, planeamiento y conducción de una sociedad
territorialmente delimitada, destinado a procurar el bien común.
Suelen mencionarse
como datos constitutivos o determinantes del Estado: la población, el
territorio, el poder y el gobierno.
►Población:
es el elemento humano del Estado; sin hombres no hay Estado. La población de un
Estado la integran cuantos conviven en el territorio bajo su jurisdicción. Se
reserva el concepto de pueblo, para la parte de la población subordinada
jurídicamente al Estado, pues sus miembros poseen la ciudadanía -por haber
nacido en el territorio, o por haber optado por ella, habiendo nacido en otro
país. También integran la población, quienes viven transitoriamente en el
territorio, por distintos motivos, siendo extranjeros.
►Territorio:
el Estado es una asociación territorial o espacial, porque requiere el marco
físico o geográfico donde conviven sus miembros. El territorio delimita el
ámbito espacial donde se ejerce el poder de un Estado.
►Poder:
es la fuerza o energía, que debe utilizar el Estado para lograr su fin. No se
trata de fuerza física, exclusivamente; más bien, una energía moral, una
autoridad, en el sentido de predominancia social que logra acatamiento. La
fuerza del poder estatal, proviene del asentimiento comunitario que le da
sustento y lo respalda. El poder del Estado es político, porque la actividad
que engendra y desarrolla es política.
El poder del
Estado puede crecer y disminuir, puede expandirse o retraerse, por múltiples
factores. Así, un gobierno de ideología liberal buscará debilitar el poder
estatal, para dar mayor libertad a la iniciativa privada. En el otro extremo,
una concepción totalitaria incrementará el poder estatal, hasta que todo lo
social se esté subordinado. Si es inaceptable un Estado totalitario, tampoco
puede aceptarse una limitación del poder estatal, que le impida hacer lo
necesario, y quede a merced de algunos intereses particulares o de sector. En
este caso, no podrá satisfacer el bien común.
Como ya
explicamos, el poder del Estado posee una cualidad especial: la soberanía. Si
en un momento determinado el poder del Estado deja de ser supremo en la
jurisdicción territorial que le corresponde, y se subordina, de hecho, a otro
poder, significa que dicho Estado ha dejado de existir.
►Gobierno:
el poder como aptitud o capacidad de acción, es una potencia, que requiere ser
puesta en acto. Para ello, hacen faltan hombres que sean titulares del poder y
que lo ejerzan, usando aquella capacidad o energía. A quienes ejercen el poder
estatal, se los denomina en conjunto, gobierno. El gobierno representa al
Estado y actúa en su nombre.
Si el gobierno
fuese ejercido, en la variedad de sus funciones, por un sólo hombre o un
pequeño grupo, esa concentración podría degenerar en abusos de poder. Por eso,
y también para hacer más eficaz la acción gubernativa, desde antiguo se ha
procurado distribuir el poder. Desde Montesquieu, se ha generalizado la
tendencia a lo que se llama la división de poderes.
En realidad, el
poder del Estado siempre es único e indivisible; lo que se divide y separa son
los órganos que ejercen el poder y las funciones que se encomiendan a esos
órganos. Así surgen las tres ramas o “poderes” en que suelen separarse las
funciones del Estado: Legislativa - Ejecutiva - Judicial.
Juan Pablo II
considera que:
“Tal ordenamiento
refleja una visión realista de la naturaleza social del hombre, la cual exige
una legislación adecuada para proteger la libertad de todos. A este respecto,
es preferible que un poder esté equilibrado por otros poderes y otras esferas
de competencia, que lo mantengan en su justo límite.” (CA, 44)
3. Finalidad del
Estado
La finalidad del
Estado es el bien común público. Decimos que el bien común que persigue el
Estado es público, por que sólo el Estado toma al hombre en su totalidad
temporal, bastando para pertenecer a la sociedad política, la condición humana.
Al Estado le cabe armonizar los bienes comunes parciales e individuales, pero
también se presenta como la garantía de realización de todos ellos pues produce
el orden sin el cuál se malograrían.
El Estado es un
ser real, pero accidental, porque su existencia no es independiente de sus
habitantes, ni existe por sobre ellos. Porque no es una substancia, su
perfección, el bien que está llamado a poseer, está en función de ayuda para
crear las mejores condiciones posibles para una buena vida humana. Las
necesidades humanas son de tres órdenes:
a) Necesidades de
orden material, exigidas por su cuerpo: son las que hacen a la conservación de
la salud y de la especie.
b) Necesidades de
orden intelectual: son las que hacen al acrecentamiento de su cultura.
c) Necesidades de
orden ético y religioso, pues como enseña el P. Suarez, se considera como
perteneciente al bien común no sólo aquello que mira a la utilidad temporal,
sino también lo que toca a las buenas costumbres y a un modo conveniente de
obrar, como es el que los actos se realicen en perfecta libertad.
Por eso, explicaba
Pío XII, toda actividad del Estado está sometida a la realización permanente
del bien común: “ es decir de aquellas condiciones externas que son necesarias
al conjunto de los ciudadanos, para el desarrollo de sus cualidades y de sus
oficios, de su vida material, intelectual y religiosa, en cuanto, por una
parte, las fuerzas y las energías de la familia y de otros organismos a los
cuales corresponde una natural precedencia no basten, y, por otra, la voluntad
salvífica de Dios no haya determinado en la Iglesia otra sociedad universal al
servicio de la persona humana y de la realización de sus fines religiosos.”
(“Con sempre”, 1942, p. 13)
4. Limitación del
Estado
El bien común
público actúa como una limitación para el Estado. Porque si el Estado debe
alcanzar el fin de bien común, tiene objetivamente en él una limitación derivada
de su propia naturaleza. Este carácter limitativo se desglosa en tres
principios:
►El
Estado debe hacer todo lo que conduce al bien común.
►El
Estado no debe hacer lo que daña al bien común.
►El
Estado debe abstenerse de actuar cuando el bien común no está comprometido.
Otro principio
rector del orden social que interviene en la limitación del Estado, es el de
subsidiariedad, que fue desarrollado por Pío XI, en la Encíclica “Quadragesimo
Anno”, donde, sobre el tema en cuestión, enseña:
“Conviene, por
tanto, que la suprema autoridad del Estado permita resolver a las asociaciones
inferiores aquellos asuntos y cuidados de menor importancia, en los cuales, por
lo demás, perdería mucho tiempo, con lo cual lograría realizar más libre, más
firme y más eficazmente todo aquello que es de su exclusiva competencia, en
cuanto que sólo él puede realizar, dirigiendo, vigilando, urgiendo y
castigando, según el caso requiera y la necesidad exija.” (QA, 80)
5. Formas de
Estado y de Gobierno
La autoridad
responde a un orden fijado por Dios, pero la determinación del régimen y la
designación de los gobernantes depende de la libre voluntad de los ciudadanos.
La Iglesia no tiene preferencias. “La diversidad de los regímenes políticos es
moralmente admisible con tal que promuevan el bien legítimo de la comunidad que
los adopta.” (CIC, 1901) En cambio, los regímenes cuya naturaleza es contraria
a la ley natural, al orden público y a los derechos fundamentales de las
personas, no pueden realizar el bien común.
Las formas de
Estado serán las formas de organización del Estado mismo, mientras las formas
de gobierno se refieren a las formas de organización del elemento del Estado
llamado gobierno. Dicho de otro modo, las formas de gobierno responden a la
pregunta: ¿quién manda?, es decir, se ocupa de los titulares del poder. En
cambio, las formas de Estado, responden a la pregunta: ¿cómo se manda?. Es
decir, se ocupan del modo de ejercer el poder.
Formas de Estado:
para conocer cómo se ejerce el poder, hay que relacionar el elemento poder con
otros dos elementos del Estado: población y territorio.
a) Con relación al
territorio, el poder se puede ejercer en forma centralizada o descentralizada.
La forma centralizada, es la forma de Estado unitaria: el Estado es unitario
porque su poder se ejerce políticamente centralizado en un lugar del
territorio.
La forma
descentralizada, es la forma de Estado federal: el Estado es federal porque su
poder se ejerce políticamente descentralizado en distintos lugares del
territorio.
b) Con relación a
la población, el poder se puede ejercer: reconociéndoles su dignidad, libertad
y derechos, o restringiéndolos, o negándolos. El reconocimiento implica la
forma de Estado democrática; la restricción implica la forma de Estado
autoritaria; la negación implica la forma de Estado totalitaria.
Podemos graficar
lo expresado, con el siguiente esquema:
_______________________________
FORMAS DE ESTADO
(Cómo se ejerce el
poder)
Poder/Territorio:
Estado Unitario
(centralización política territorial)
Estado Federal
(descentralización política territorial)
Poder/Población:
Estado Democrático
(reconocimiento de dignidad, libertad y dd. del hombre)
Estado Autoritario
(restricción)
Estado Totalitario
(negación)
_______________________________
Totalitarismo -
Democracia
La forma de
Estado, con relación al territorio, habitualmente se determina por las
características del mismo. Los países de gran extensión territorial -como el
nuestro- suelen elegir la forma federal; los países de poca superficie -como
Uruguay- o de territorio montañoso -como Chile-, suelen preferir la forma
unitaria. En ambos casos, por motivos operativos y de comunicación interna.
En cambio, la
forma de Estado, con relación a la población, implica un modo o estilo de
convivencia política, que responde a los principios filosóficos o pautas
ideológicas, de quienes han influido en su conformación. Para una mejor
comprensión, conviene comenzar el análisis por el totalitarismo, que es la
antítesis de la forma democrática. La fórmula de Mussolini para definir el
fascismo, resume adecuadamente la concepción totalitaria: todo en el Estado,
todo para el Estado, nada fuera del Estado.
En un régimen
totalitario, los más importantes ámbitos de la vida personal y social quedan
bajo la jurisdicción absoluta del Estado: la economía, la educación, la
cultura, el trabajo, los medios de comunicación.
Otra forma de
Estado no democrática, es la autoritaria, que restringe los derechos y la
libertad de los ciudadanos, pero no llega a absorber totalmente la vida humana,
ni avasallar completamente la dignidad de la persona. Habitualmente, esta forma
de Estado es transitoria, pues, o da lugar a un sistema democrático, o deriva
en el totalitarismo.
Un ejemplo de
Estado autoritario -que hemos conocido en la Argentina-, es el régimen de
facto, instituido por un golpe de estado, que suspende la vigencia de la
Constitución, y proscribe los partidos políticos. Al cabo de unos años, el
mismo gobierno autoritario convoca a elecciones, en base a la Constitución, ya
sea con el texto anterior de la misma, o reformada, y entrega el poder a los
gobernantes electos.
Con respecto a la
forma democrática de Estado, digamos que no debe confundirse con la forma
democrática de gobierno, a la que luego nos referiremos. El Estado es
democrático, cuando el hombre y los grupos sociales, quedan situados dentro de
la sociedad política en una forma de convivencia libre, que asegura su dignidad,
su libertad y sus derechos fundamentales.
Esta forma de
Estado, es compatible con diversas formas de gobierno. Como aclara Pablo VI, en
Carta a la Semana Social de Francia (2-7-1963):
“La democracia que
la Iglesia aprueba está menos ligada a un régimen político determinado que a
las estructuras de las que dependen las relaciones entre el pueblo y el poder
en la búsqueda de la prosperidad común.”
Por su parte, Pío
XII, en “Benignitas et humanitas”, advierte que: “la democracia, entendida en
un sentido amplio, admite distintas formas y puede tener su realización tanto
en las monarquías como en las repúblicas...”.
Se debe advertir
que no siempre las formas de Estado -en cuanto al elemento humano o población-,
se reflejan en la Constitución vigente, por eso la clasificación de un régimen
político determinado no depende únicamente de las formalidades jurídicas, sino
de la manera concreta de ejercer el poder.
Formas de gobierno
Aunque existen
distintas maneras de clasificar las formas de gobierno, sigue siendo útil -por
su sencillez- el criterio numérico para distinguir las formas de gobierno,
según que el gobernante sea: uno sólo (monarquía), varios ( aristocracia), o
muchos (república).
Aristóteles
conjugó esta clasificación cuantitativa, con un criterio cualitativo,
atendiendo al fin para el cual el gobernante ejerce el poder. Así, las formas
citadas integran la categoría de puras o justas, en las que el gobernante
ejerce el poder buscando el bien común.
Cada una de esas
tres formas puras, se convierte en impura o injusta, cuando el fin perseguido
por el gobernante es un bien particular (propio, de una clase, de un partido).
Así, la monarquía se transforma en tiranía, la aristocracia en oligarquía, y la
república en democracia.
Podemos ver mejor
esta clasificación en un cuadro:
________________________________
FORMAS DE GOBIERNO
(Quién ejerce el
poder)
Uno ► ► Monarquía (forma pura) Tiranía (forma impura)
Varios ► ► Aristocracia (forma pura) Oligarquía (forma impura)
Muchos ► ► República (forma pura) Democracia (forma impura)
_____________________________
La inclusión de la
democracia entre las formas impuras, puede llamar la atención, puesto que
habitualmente, incluso por quienes usan esta misma clasificación, suele ser
considerada una forma justa -y hasta la única aceptable-, denominando a la
forma injusta “demagogia”. Hemos preferido mantener las denominaciones que se
usaron hasta el Renacimiento, y son las que figuran en las obras de
Aristóteles[1] y de Santo Tomás[2].
6. Crítica de la
democracia como forma de gobierno
Ya mostramos que
la Iglesia no tiene objeción que hacer a la democracia, como forma de Estado.
Pero la forma democrática de gobierno, tal como la pensaron sus promotores en
el mundo moderno -Rousseau, Stuart Mill, Montesquieu- está basada en el mito de
la soberanía del pueblo. En el módulo 7 expusimos la crítica científica a dicha
concepción, así como la posición negativa de la Iglesia.
Recordemos ahora,
la enseñanza de San Pío X, que en “Notre charge apostolique”, nos alerta que la
Iglesia:
“Ha condenado una
democracia que llega al grado de perversidad que consiste en atribuir en la
sociedad la soberanía al pueblo.”
En cambio, la
forma republicana de gobierno no merece ninguna objeción, ni desde el punto de
vista científico, ni desde el enfoque doctrinario. La caracterización de esta
forma de gobierno se describe habitualmente por los siguientes elementos:
a) división de
funciones;
b) elección de los
gobernantes;
c) periodicidad en
el ejercicio del gobierno;
d) publicidad de
los actos de gobierno;
e) responsabilidad
por dichos actos;
f) igualdad de los
ciudadanos ante la ley.
El vocablo
“democracia” es ambiguo, pues existen diversidad de opiniones entre los
autores, sumado a la confusión en que suele incurrirse entre los conceptos de
democracia como forma de Estado, república y forma democrática de gobierno. No
obstante, la Iglesia prefiere no rechazar de plano una denominación, que es
utilizada habitualmente con sentido positivo, como una tendencia contraria al monopolio
del poder.
Por eso, Pío XII,
en “Benignitas et humanitas”, detallaba los derechos del ciudadano que
caracterizan a una sana democracia:
a) manifestar su
propio parecer sobre los deberes y los sacrificios que le son impuestos;
b) no estar
obligado a obedecer sin haber sido escuchado.
Medio siglo
después, Juan Pablo II, actualizó estas condiciones:
“La Iglesia
aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la
participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los
gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o
bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica.” (CA, 46)
Además, aclara que
una auténtica democracia es posible solamente sobre la base de una recta
concepción de la persona humana. Y advierte que:
“Una democracia
sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o
encubierto, como demuestra la historia.”(CA, idem)
7. La
participación política
El aspecto más
importante del funcionamiento de la sociedad política, es la selección de
quienes ocuparán el gobierno del Estado. En el mundo contemporáneo, en todos
los Estados democráticos, la selección mencionada se realiza a través de los
partidos políticos. Éstos son agrupaciones de ciudadanos, que buscan apoyo
social para competir por el poder y participar en la conducción del Estado.
El Concilio
Vaticano II reconoció que:
“Es perfectamente
conforme con la naturaleza humana que se constituyan estructuras
político-jurídicas que ofrezcan a todos los ciudadanos, sin discriminación
alguna y con perfección creciente, posibilidades efectivas de tomar parte libre
y activamente en la fijación de los fundamentos jurídicos de la comunidad
política, en el gobierno de la cosa pública, en la determinación de los campos
de acción y de los límites de las diferentes instituciones y en la elección de
los gobernantes.” (GS, 75)
No obstante, la
crítica al sistema de partidos es generalizada. Los Obispos argentinos han
señalado que: “Los partidos políticos se están desdibujando. No se percibe en
ellos una adecuada y clara escala de valores que los rijan. Han dejado de ser
escuela de civismo para sus adherentes e instrumento de selección de los
mejores y los más aptos para la consecución de los cargos públicos.” (12-5-01)
Lo más grave, en
el caso argentino, es que la reforma de la Constitución Nacional, en 1994, les
concedió a los partidos el monopolio de la representación política, lo que
facilita la partidocracia: situación en que las decisiones estatales se
subordinan a la conveniencia circunstancial de los dirigentes de los partidos
más influyentes.
Entonces, más que
nunca, debe recordarse la obligación moral que señala el Catecismo: “Los
ciudadanos deben cuanto sea posible tomar parte activa en la vida pública” (Nº
1915). Pero, quien ha insistido con severidad en dicha obligación, es el Papa
Juan Pablo II:
“...los fieles
laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la política...todos
y cada uno tienen el derecho y el deber de participar en la política...”.
Agrega que, las dificultades y riesgos que puedan existir en la acción
política, “no justifican lo más mínimo ni la ausencia ni el escepticismo de los
cristianos en relación con la cosa pública.” (CL, 42)
Aun más, la
Constitución Gaudium et Spes, señala que: “La Iglesia alaba y estima la labor
de quienes, al servicio del hombre, se consagran al bien de la cosa pública y
aceptan las cargas de este oficio” (GS, 75)
8. Doctrina del
mal menor
La forma de
participación en la vida cívica, que compete a todos los ciudadanos, es la de
votar en las elecciones para determinar quienes serán los gobernantes. Pues
bien, el voto es un derecho y un deber, que obliga en conciencia, como lo
señalan el Catecismo (Nº 2240) y la Constitución Gaudium et Spes (Nº 75).
Únicamente en casos muy graves y excepcionales, puede justificarse la
abstención o el voto en blanco.
Debido a la
cantidad de partidos existentes en la Argentina, es casi imposible que no se
presente ningún partido, que tenga una plataforma compatible con los principios
doctrinarios. Mucho más difícil aún es que no haya ningún candidato que reúna
condiciones mínimas de capacidad y honestidad. Entonces, aunque no nos
satisfaga el panorama de la política nacional, y aunque no encontremos ningún
partido y ningún candidato que despierten nuestra adhesión plena, debemos
practicar la antigua doctrina cristiana del mal menor, vinculada al tópico de
la tolerancia del mal.
La doctrina enseña
que, entre dos males, se puede elegir, o permitir, el menor. No quiere decir
esto que alguna vez sea lícito “hacer” un mal, considerado menor frente a otro.
Quiere decir, que frente a determinadas circunstancias, es lícito “permitir”
que otros hagan un mal pues éste se considera menor al que se seguiría con una
actitud intolerante (Encíclica “Libertas”, nº 23).
En el caso
concreto de una elección presidencial, al votarse por un candidato considerado
mal menor, no se está haciendo un mal menor, sino permitiendo el acceso a la
Presidencia de alguien que posiblemente, según sus antecedentes y los
antecedentes de sus competidores, realizará una gestión menos perjudicial para
el bien común.
La tolerancia al
mal, es un postulado de la prudencia política. Por eso, no está de más recordar
a nuestro patrono Santo Tomás Moro, ejemplo de político prudente, que fue
proclamado por Juan Pablo II: “Patrono de los gobernantes y de los políticos”.
Precisamente, en su libro “Utopía” nos ha dejado dos consejos a los políticos,
que resumen adecuadamente la doctrina del mal menor:
“Si no conseguís
todo el bien que os proponéis, vuestros esfuerzos disminuirán por lo menos la
intensidad del mal.”
“La imposibilidad
de suprimir enseguida prácticas inmorales y corregir defectos inveterados no
vale como razón para renunciar a la función pública. El piloto no abandona su
nave en la tempestad, porque no puede dominar los vientos.”
9. Comunidad
internacional
A diferencia del
mundo animal que está dividido en numerosas familias y especies, que con
frecuencia se persiguen sin compasión, los hombres están metafísicamente
unidos, a pesar de sus diferencias de raza y nacionalidad, por la misma
naturaleza humana. A la naturaleza humana común a todos los hombres acompaña la
ordenación de toda la humanidad a los mismos valores espirituales y morales. La
realización de estos valores necesita la colaboración de todos los pueblos y
culturas en el plano internacional. Todo el orbe de la tierra, enseña Francisco
de Vitoria, es, en cierto modo, una sola comunidad.
Pío XII destacaba
que el bien común y el fin esencial de cada Estado “no pueden ni existir ni ser
pensados sin su intrínseca relación con la unidad del género humano”
(24-12-1951). Puesto que Dios dio originariamente los bienes de la tierra a
toda la familia humana y no a determinados pueblos y hombres, la humanidad
constituye también una unidad solidaria desde el punto de vista económico.
El bien público
internacional se limita a los valores y a los servicios que los Estados
aislados no pueden producir por sus propias fuerzas, y comprende los siguientes
elementos:
► La
paz entre los Estados, y consiguientemente entre los pueblos. Esta paz no es
posible, si no existe un determinado orden internacional, definido en común, y
garantizado por procedimientos adecuados.
►
Cierta coordinación de lo diferentes Estados, de manera que cada pueblo pueda
recibir de los otros, a condición de reciprocidad, los productos y servicios
que le falten.
►
Cierta coalición de esfuerzos, con miras a la obtención de determinados fines
de interés común: servicios públicos internacionales, combate al delito y al
terrorismo, turismo, control de fenómenos naturales, etcétera.
El bien común
internacional solamente puede lograrse con la creación de una autoridad
pública, establecida con el consentimiento de todos los Estados, y no impuesta
por los más poderosos. La Organización de las Naciones Unidas, representa un
primer paso para la constitución de una autoridad mundial; precisamente, uno de
los factores negativos de esta institución, creada por los vencedores de la II
Guerra Mundial, es que las cinco grandes potencias se reservaron el derecho de
veto en el Consejo de Seguridad, lo que impide la solución rápida y justa de
muchos problemas.
Otra dificultad,
que se presenta a menudo, es que la incorrecta interpretación del concepto de
soberanía, frena las iniciativas de acción solidaria que implican la injerencia
en asuntos originados dentro de un Estado. Al respecto, Juan Pablo II ha
advertido que:
“Los principios de
la soberanía de los Estados y de la no-injerencia en sus asuntos internos -que
conservan todo su valor- no pueden, sin embargo, constituir una pantalla detrás
de la cual se tortura y se asesina” (Discurso, 16-1-1993).
(Preparado por el CENTRO DE ESTUDIOS CÍVICOS)